397. El dolor de los celos es tan vigilante despertador a quien los tiene, que repetidas veces, en lugar de despertarle, le desvela y le quita el reposo y sueño. Nadie padeció esta dolencia como San José, aunque en la verdad ninguno tuvo menos causa para ellos, si entonces la conociera. Era dotado de grande ciencia y luz para penetrar y ver la santidad y condiciones de su divina esposa, que eran inestimables. Y encontrándose en esta noticia las razones que le obligaban a dejar la posesión de tanto bien, era forzoso que añadiendo ciencia de lo que perdía, añadiese el dolor (Ecl 1,18) de dejarlo. Por esta razón excedió el dolor de San José a todo lo que en esta materia han padecido los hombres, porque ninguno hizo mayor concepto de su pérdida, ni nadie pudo conocerla ni estimarla como él. Pero junto con esto hubo una gran diferencia entre los celos o recelos de este fiel siervo y los demás que suelen padecer este trabajo. Porque los celos añaden al vehemente y ferviente amor un gran cuidado de no perder y conservar lo que se ama, y a este afecto, por natural necesidad, se sigue el dolor de perderlo e imaginar que alguno se le puede quitar; y este dolor o dolencia es la que comúnmente llaman celos, y en los sujetos que tienen las pasiones desordenadas, por falta de prudencia y de otras virtudes, suele causar la pena y dolor efectos desiguales de ira, furor, envidia contra la misma persona amada, o contra el consorte que impide el retorno del amor, ahora sea mal o bien orde53 nado; y levántanse las tempestades de imaginaciones y sospechas adelantadas, que las mismas pasiones engendran, de que se originan las veleidades de querer y aborrecer, de amar y arrepentirse, y la irascible y concupiscible andan en continua lucha, sin haber razón ni prudencia que las sujete e impere, porque este linaje de dolencia oscurece el entendimiento, pervierte la razón y arroja de sí a la prudencia.
398. Pero en San José no hubo estos desórdenes viciosos, ni pudo tenerlos, no sólo por su insigne santidad, sino por la de su esposa, porque en ella no conocía culpa que le indignase, ni hizo concepto el santo que tenía empleado su amor en otro alguno, contra quien o de quien tuviese envidia para repelerle con ira. Y sólo consintieron los celos de San José en la grandeza de su amor una duda o sospecha condicionada de que si su castísima esposa le había correspondido en el amor; porque no hallaba cómo vencer esta duda con la razón determinada como lo eran los indicios del recelo. Y no fue menester más certeza de su cuidado para que el dolor fuese tan vehemente, porque en prenda tan propia como la esposa justo es no admitir consorte, y para que las experiencias obrasen tal dolencia bastaba que el amor vehemente y casto del Santo poseyera todo el corazón a vista del menor indicio de infidelidad y de perder el más perfecto, hermoso y agradable objeto de su entendimiento y voluntad. Que cuando el amor tiene tan justos motivos, grandes y eficaces son los lazos y coyundas que le detienen, fortísimas las prisiones, y más, no habiendo contrarios de imperfecciones que las rompan. Que nuestra Reina en lo divino, ni natural, no tenía cosa que moderase y templase el amor de su santo esposo, sino que le fomentase por repetidos títulos y causas.
399. Con este dolor, que ya llegó a tristeza, se quedó un poco dormido San José después de la oración que arriba dije, seguro que se despertaría a su tiempo para salir de su casa a media noche, sin que a su parecer fuese sentido de su esposa. Estaba la divina Señora aguardando el remedio y solicitando con sus humildes peticiones el reparo, porque conocía que, llegando la tribulación de su turbado esposo a tal punto y a lo sumo del dolor, se acercaba el tiempo de la misericordia y del alivio de tan afligido corazón. Envió el Altísimo al santo Arcángel Gabriel para que, estando San José durmiendo, le manifestase por divina revelación el misterio del preñado de su esposa María. Y el Ángel, cumpliendo esta legacía, fue a San José, y le habló en sueños, como dice San Mateo (Mt 1, 20-23), y le declaró todo el misterio de la encarnación y redención en las palabras que el evangelista refiere. Alguna admiración puede hacer —y a mí me la ha motivado— por qué el Santo Arcángel habló a San José en sueños y no en vela, pues el misterio era tan alto y no fácil de entender, y más en la disposición del santo tan turbada y afligida, y a otros se les manifestó el mismo sacramento, no durmiendo, sino estando despiertos.
400. En estas obras del Señor la última razón es de su divina voluntad en todo justa, santa y perfecta; pero de lo que he conocido diré algunas cosas, como pudiere, para nuestra enseñanza. La primera razón es porque San José era tan prudente y lleno de divina luz y tenía tan alto concepto de María santísima Señora nuestra, que no fue necesario persuadirle por medios más fuertes, para que se asegurase de su dignidad y de los misterios de la encarnación; porque en los corazones dispuestos se logran bien las inspiraciones divinas. La segunda razón fue porque su turbación había comenzado por los sentidos, viendo el preñado de su esposa, y fue justo que, si ellos dieron motivo al engaño o sospecha, fuesen como mortificados y privados de la visión angélica y de que por ellos entrase el desengaño de la verdad. La tercera razón es como consiguiente a ésta, porque San José, aunque no cometió culpa, padeció aquella turbación con que los sentidos quedaron como entorpecidos y poco idóneos para la vista y comunicación sensible del Santo Ángel; y así era conveniente que le hablase y diese la embajada en ocasión que los sentidos, escandalizados de antes, estuviesen entonces impedidos con la suspensión de sus operaciones; y después el santo varón, estando en ellos, se purificó y dispuso con muchos actos, como diré, para recibir el influjo del Espíritu Santo; que para todo impedía la turbación.
401. De estas razones se entenderá por qué Dios hablaba en sueños a los padres antiguos, más que ahora con los fieles hijos de la ley evangélica, donde es menos ordinario este modo de revelaciones en sueños y más frecuente hablar los ángeles con mayor manifestación y comunicación. La razón de esto es porque, según la divina disposición, el mayor impedimento y óbice que indispone para que las almas no tengan muy familiar trato y comunicación con Dios y sus Ángeles, son los pecados, aunque sean leves, y aun las imperfecciones de nuestras operaciones. Y después que el Verbo divino se humanó y trató con los hombres, se purificaron los sentidos y se purifican cada día nuestras potencias, quedando santificadas con el buen uso de los sacramentos sensibles, con que en algún modo se espiritualizan y elevan, se desentorpecen y habilitan en sus operaciones para la participación de las influencias divinas. Y este beneficio debemos más que los antiguos a la sangre de Cristo nuestro Señor, en cuya virtud somos santificados por los sacramentos, recibiendo en ellos efectos divinos de gracias especiales y en algunos el carácter espiritual que nos señala y dispone para más altos fines. Pero cuando el Señor hablaba o habla ahora alguna vez en sueños, excluye a las operaciones de los sentidos, como ineptas o indispuestas para entrar en las bodas espirituales de su comunicación e influjos espirituales.
402. Colígese también de esta doctrina, que para recibir el alma los favores ocultos del Señor no sólo se requiere que esté sin culpa y que tenga merecimientos y gracia, sino que tenga también quietud y tranquilidad de paz; porque si está turbada la república de las potencias, como en el santo José, no está dispuesta para efectos tan divinos y delicados como los que recibe el alma con la vista del Señor y sus caricias. Y esto es tan ordinario, que por mucho que esté mereciendo la criatura con la tribulación y padeciendo aflicciones, cual estaba el esposo de la Reina, con todo eso, impide aquella alteración, porque en el padecer hay trabajo y conflicto con las tinieblas y el gozar es descansar en paz en la posesión de la luz, y no es compatible con ella estar a la vista de las tinieblas aunque sea para desterrarlas. Pero en medio del conflicto y pelea de las tentaciones, que es como en sueños o de noche, se suele sentir y percibir la voz del Señor por medio de los Ángeles, como sucedió a nuestro santo José, que oyó y entendió todo lo que decía San Gabriel, que no temiese estar con su esposa María, porque era obra del Espíritu Santo lo que tenía en su vientre, y pariría un hijo, a quien llamaría Jesús, y sería Salvador de su pueblo, y en todo este misterio se cumpliría la profecía de Isaías, que dijo (Is 7, 14) cómo concebiría una Virgen y pariría un hijo que se llamaría Emmanuel, que significa Dios con nosotros. No vio San José al Ángel con especies imaginarias, sólo oyó la voz interior y en ella entendió el misterio. De las palabras que le dijo se colige que ya San José en su determinación había dejado a María santísima, pues le mandó que sin temor la recibiese.
403. Despertó San José capaz del misterio revelado y que su esposa era Madre verdadera del mismo Dios. Y entre el mismo gozo de su dicha y no pensada suerte y el nuevo dolor de lo que había hecho, se postró en tierra y con otra humilde turbación, temeroso y alegre, hizo actos heroicos de humildad y reconocimiento. Dio gracias al Señor por el misterio que le había revelado y por haberle hecho Su Majestad esposo de la que escogió por Madre, no mereciendo ser esclavo suyo. Con este conocimiento y acciones de las virtudes, quedó sereno el espíritu de San José y dispuesto para recibir nuevos efectos del Espíritu Santo. Y con la duda y turbación pasada se asentaron en él los fundamentos muy profundos de la humildad, que había de tener a quien se fiaba la dispensación de los más altos consejos del Señor; y la memoria de este suceso fue un magisterio que le duró toda la vida. Hecha esta oración a Dios, comenzó el santo varón a reprenderse a sí mismo a solas, diciendo: Oh esposa mía divina y mansísima paloma, escogida por el Muy Alto para morada y Madre suya, ¿cómo este indigno esclavo tuvo osadía para poner en duda tu fidelidad? ¿Cómo el polvo y ceniza dio lugar a que le sirviese la que es Reina del cielo y tierra y Señora de todo lo criado? ¿Cómo no he besado el suelo que tocaron tus plantas? ¿Cómo no he puesto todo el cuidado en servirte de rodillas? ¿Cómo levantaré mis ojos a tu presencia y me atreveré a estar en tu compañía y desplegar mis labios para hablarte? Señor y Dios eterno, dadme gracia y fuerzas para pedirla me perdone, y poned en su corazón que use de misericordia y no desprecie a este reconocido siervo, como lo merezco. ¡Ay de mí, que como estaba llena de luz y gracia, y en sí encierra el autor de la luz, le serían patentes todos mis pensamientos y, habiéndolos tenido de dejarla con efecto, atrevimiento será parecer delante sus ojos! Conozco mi grosero proceder y pesado engaño, pues a vista de tanta santidad admití indignos pensamientos y dudas de la fidelísima correspondencia que yo merecía. Y si en castigo mío permitiera vuestra justicia que yo ejecutara mi errada determinación, ¿cuál fuera ahora mi desdicha? Eternamente agradeceré, altísimo Señor, tan incomparable beneficio. Dadme, Rey poderosísimo, con qué volver alguna digna retribución. Iré a mi señora y esposa, confiado en la dulzura de su clemencia, y postrado a sus pies le pediré perdón, para que por ella, vos, mi Dios y Señor eterno, me miréis como Padre y perdonéis mi desacierto.
404. Con esta mudanza salió el santo esposo de su pobre aposento, hallándose despierto tan diferente, como dichoso, de cual se había recogido al sueño. Y como la Reina del cielo estaba siempre retirada, no quiso despertarla de la dulzura de su contemplación, hasta que ella quisiese (Cant 2, 7). En el ínterin deslió el varón de Dios el fardelillo que había prevenido, derramando abundantes lágrimas con afectos muy contrarios de los que antes había sentido y llorado. Y comenzando a reverenciar a su divina esposa, previno la casa, limpió el suelo que habían de hollar las sagradas plantas y preparó otras hacenduelas que solía remitir a la divina Señora cuando no conocía su dignidad, y determinó mudar de intento y estilo en el proceder con ella, aplicándose a sí mismo el oficio de siervo y a ella de señora. Y sobre esto desde aquel día tuvieron entre los dos admirables contiendas sobre quién había de servir y mostrarse más humilde. Todo lo que pasaba por San José estaba mirando la Reina de los cielos, escondérsele pensamiento ni movimiento alguno. Y cuando fue hora, llegó el santo al aposento de Su Alteza, que le aguardaba con la mansedumbre, gusto y agrado que diré en el capítulo siguiente.
Doctrina que me dio la divina Señora María santísima.
405. Hija mía, en lo que has entendido sobre este capítulo, tienes un dulce motivo de alabar al Señor, conociendo el orden admirable de su sabiduría en afligir y consolar (1 Sam 2, 6) a sus siervos y escogidos; en lo uno y otro sapientísimo y piadosísimo para sacarlos de todo con mayores aumentos de merecimiento y gloria. Sobre esta advertencia quiero que tú recibas otra muy importante para tu gobierno y para el estrecho trato que quiere el Altísimo contigo. Esto es, que procures con toda atención conservarte siempre en tranquilidad y paz interior, sin admitir turbación que te la quite ni impida por ningún suceso de esta vida mortal, sirviéndote de ejemplo y doctrina lo que sucedió a mi esposo San José en la ocasión que has escrito. No quiere el Altísimo que con la tribulación se turbe la criatura, sino que merezca, no que desfallezca, sino que haga experiencias de lo que puede con la gracia. Y aunque los vientos fuertes de las tentaciones suelen arrojar al puerto de la mayor paz y conocimiento de Dios y de la misma turbación puede la criatura sacar su conocimiento y humillación, pero si no se reduce a la tranquilidad y sosiego interior, no está dispuesta para que la visite el Señor, la llame y levante a sus caricias; porque no viene Su Majestad en torbellino (3 Re 19, 12), ni los rayos de aquel supremo Sol de Justicia se perciben, mientras no hay sereno en las almas.
406. Y si la falta de este sosiego impide tanto para el trato íntimo del Altísimo, claro está que las culpas son mayor óbice para alcanzar este beneficio grande. En esta doctrina te quiero muy atenta y que no pienses tienes derecho para usar de tus potencias contra ella. Y pues tantas veces has ofendido al Señor, clama a su misericordia, llora y lávate ampliamente (Sal 50, 4), y advierte que tienes obligación, pena de ser condenada por infiel, de guardar tu alma y conservarla para eterna morada del Todopoderoso, pura, limpia y serena, para que su Dueño la posea y dignamente habite en ella. El orden de tus potencias y sentidos ha de ser una armonía de instrumentos de música suavísima y delicada, y cuanto más lo son, tanto mayor es el peligro de destemplarse, y el cuidado ha de ser mayor, por esta razón, de guardarlos y conservarlos intactos de todo lo terreno; porque sólo el aire infecto de los objetos mundanos basta para destemplar, turbar e inficionar las potencias tan consagradas a Dios. Trabaja, pues, y vive cuidadosa contigo misma y ten imperio sobre tus potencias y sus operaciones. Y si alguna vez te destemplares, turbares o desconcertares en este orden, procura atender a la divina luz, recibiéndola sin inmutación ni recelos y obrando con ella lo más perfecto y puro. Y para esto te doy por ejemplo a mi santo esposo José, que sin tardanza ni sospecha dio crédito al Santo Ángel y luego con pronta obediencia ejercitó lo que le fue mandado; con que mereció ser levantado a grandes premios y dignidad. Y si tanto se humilló, sin haber pecado en lo que hizo, sólo por haberse turbado con tantos fundamentos, aunque aparentes, considera tú, que eres un pobre gusanillo, cuánto debes reconocerte y pegarte con el polvo, llorando tus negligencias y culpas, hasta que el Altísimo te mire como Padre y como Esposo.
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