Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Pide San José perdón a María santísima su esposa, y la divina Señora le consuela con gran prudencia.

INDICE   Libro  4   Capítulo  4    Versos:  407-417


407. Aguardaba el reconocido esposo San José que María santísima y esposa suya saliera del recogimiento, y cuando fue hora abrió la puerta del pobre aposento donde habitaba la Madre del Rey celestial y luego el santo esposo se arrojó a sus pies y con profunda humildad y veneración la dijo: Señora y esposa mía, Madre verdadera del eterno Verbo, aquí está vuestro siervo postrado a los pies de vuestra clemencia. Por el mismo Dios y Señor vuestro, que tenéis en vuestro virginal vientre, os pido perdonéis mi atrevimiento. Seguro estoy, Señora, que ninguno de mis pensamientos es oculto a vuestra sabiduría y luz divina. Grande fue mi osadía en intentar dejaros y no ha sido menor la grosería con que hasta ahora os he tratado como a mi inferior, sin haberos servido como a Madre de mi Señor y Dios. Pero también sabéis que lo hice todo con ignorancia, porque no sabía el sacramento del Rey celestial y la grandeza de vuestra dignidad, aunque veneraba en vos otros dones del Altísimo. No atendáis, Señora mía, a las ignorancias de una vil criatura, que ya reconocida ofrece el corazón y la vida a vuestro obsequio y servicio. No me levantaré de vuestros pies, sin saber que estoy en vuestra gracia y perdonado de mi desorden, alcanzada vuestra benevolencia y bendición.
408. Oyendo María santísima las humildes razones de San José su esposo, sintió diversos efectos; porque con gran ternura se alegró en el Señor, de verle capaz de los misterios de la encarnación, que los confesaba y veneraba con tan alta fe y humildad. Pero afligióla un poco la determinación, que vio en el mismo esposo, de tratarla para adelante con el respeto y rendimiento que ofrecía, porque con esta novedad se le representó a la humilde Señora que se le iba de las manos la ocasión de obedecer y humillarse como sierva de su esposo. Y como el que de repente se halla sin alguna joya o tesoro que grandemente estimaba, así María santísima se contristó con aprehender que San José no la trataría como a inferior y sujeta en todo, por haberla conocido Madre del Señor. Levantó de sus pies al santo esposo y ella se puso a los suyos, y aunque procuró impedirla, no pudo, porque en humildad era invencible, y respondiendo a San José, dijo: Yo, señor y esposo mío, soy la que debo pediros me perdonéis, y vos quien ha de remitir las penas y amarguras que de mí habéis recibido, y así os lo suplico puesta a vuestros pies, y que olvidéis vuestros cuidados, pues el Altísimo admitió vuestros deseos y las aflicciones que en ellos padecisteis.
409. Parecióle a la divina Señora consolar a su esposo, y para esto y no para disculparse, añadió y le dijo: Del oculto sacramento que en mí tiene encerrado el brazo del Altísimo, no pudo mi deseo daros noticia alguna por sola mi inclinación, porque como esclava de Su Alteza era justo aguardar su voluntad perfecta y santa. No callé porque no os estimo como a mi señor y esposo; siempre soy y seré fiel sierva vuestra, correspondo a vuestros deseos y afectos santos. Pero lo que con lo íntimo de mi corazón os pido por el Señor que tengo en mis entrañas, es que en vuestra conversación y trato no mudéis el orden y estilo que hasta ahora. No me hizo el Señor Madre suya para ser servida y ser señora en esta vida, sino para ser de todos sierva y de vos esclava, obedeciendo a vuestra voluntad. Este es, señor, mi oficio, y sin él viviré afligida y sin consuelo. Justo es que me le deis, pues así lo ordenó el Altísimo, dándome vuestro amparo y solicitud, para que yo a vuestra sombra esté segura y con vuestra ayuda pueda criar al fruto de mi vientre, a mi Dios y Señor. Con estas razones y otras llenas de suavidad eficacísima consoló y sosegó María santísima a San José y le levantó del suelo para conferir todo lo que era necesario. Y para esto, como la divina Señora no sólo estaba llena de Espíritu Santo, pero tenía consigo, como Madre, al Verbo divino de quien procede con el Padre, obró con especial modo en la ilustración de San José, y recibió el santo gran plenitud de las divinas influencias. Y renovado todo en fervor y espíritu dijo:
410. Bendita sois, Señora, entre todas las mujeres, dichosa y bienaventurada en todas las naciones y generaciones. Sea engrandecido con alabanza eterna el Criador de cielo y tierra, porque de lo supremo de su real trono os miró y eligió para su habitación y en vos sola nos cumplió las antiguas promesas que hizo a nuestros padres y profetas. Todas las generaciones le bendigan, porque con ninguna se magnificó tanto como lo hizo con vuestra humildad, y a mí, el más vil de los vivientes, por su divina dignación me eligió por vuestro siervo.—En estas bendiciones y palabras que habló San José estuvo ilustrado del Espíritu divino, al modo que Santa Isabel cuando respondió a la salutación de nuestra Reina y Señora, aunque la luz y ciencia que recibió el santísimo esposo fue admirable, como para su dignidad y ministerio convenía. Y la divina Señora, oyendo las palabras del bendito Santo, respondió también con el cántico de Magníficat, que repitiéndolo como lo había dicho a Santa Isabel, añadió otros nuevos, y en ellos fue toda inflamada y elevada en un éxtasis altísimo y levantada de la tierra en un globo de refulgente luz que la rodeaba, y toda quedó transformada como con dotes de gloria.
411. Con la vista de tan divino objeto quedó San José admirado y lleno de incomparable júbilo, porque nunca había visto a su benditísima esposa con semejante gloria y eminente excelencia. Y entonces la conoció con gran claridad y plenitud, porque se le manifestó juntamente la integridad y pureza de la Princesa del cielo y el misterio de su dignidad, y vio y conoció en su virginal tálamo a la humanidad santísima del niño Dios y la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo; y con profunda humildad y reverencia le adoró y reconoció por su verdadero Redentor y con heroicos actos de amor se ofreció a Su Majestad. Y el Señor le miró con benignidad y clemencia, cual a ninguna otra criatura, porque le aceptó y dio título de padre putativo, y para corresponder a tan nuevo renombre le dio tanta plenitud de ciencia y dones celestiales como la piedad cristiana puede y debe presumir. Y no me detengo en decir lo mucho que de las excelencias de San José se me ha declarado, porque sería menester alárgame más de lo que pide el intento de esta Historia.
412. Pero si fue argumento de la grandeza del ánimo del glorioso San José y claro indicio de su insigne santidad, no morir o desfallecer con los celos de su amada esposa, de mayor admiración es que no le oprimiese el inopinado gozo que recibió con lo que le sucedió en este desengaño. En lo primero se descubrió su santidad; pero en lo segundo recibió tales aumentos y dones del Señor, que si no le dilatara Dios el corazón ni los pudiera recibir, ni resistir el júbilo de su espíritu. En todo fue renovado y elevado, para tratar dignamente con la que era Madre del mismo Dios y esposa propia suya y para dispensar juntamente con ella lo que era necesario al misterio de la encarnación y crianza del Verbo humanado, como adelante diré. Y para que en todo quedase más capaz y reconociese las obligaciones de servir a su divina esposa, se le dio también noticia que todos los dones y beneficios recibidos de la mano del Altísimo le habían venido por ella y para ella y los de antes de ser su esposo, por haberlo elegido el Señor para esta dignidad, y los que entonces le daban, por haberlos ella granjeado y merecido. Y conoció la incomparable prudencia con que la gran Señora había procedido con el mismo santo, no sólo en servirle con tan inviolable obediencia y profunda humildad, pero consolándole en su tribulación, solicitándole la gracia y asistencia del Espíritu Santo, disimulando con suma discreción, y después pacificándole, quietándole y disponiéndole para que estuviese apto y capaz de recibir las influencias del divino Espíritu. Y así como la Princesa del cielo había sido el instrumento de la santificación del San Juan Bautista y de su madre Santa Isabel, lo fue también para la plenitud de gracia que recibió San José con mayor abundancia. Y todo lo conoció y entendió el dichosísimo esposo y correspondió a todo como siervo fidelísimo y agradecido.
413. De estos grandes sacramentos y otros muchos que sucedieron a nuestra Reina y a su esposo San José, no hicieron memoria los sagrados evangelistas, no sólo porque ellos los guardaron en su pecho, sin que la humilde Señora ni San José a nadie los manifestasen, pero también porque no fue necesario introducir estas maravillas en la vida de Cristo nuestro Señor que escribieron, para que con su fe se defendiese la nueva Iglesia y ley de gracia; antes pudiera ser poco conveniente para la gentilidad en su primera conversión. Y la admirable providencia con sus ocultos juicios, secretos inescrutables, reservó estas cosas para sacar de sus tesoros las que son nuevas y son antiguas (Mt 13, 52), en el tiempo más oportuno previsto con su divina sabiduría, cuando, fundada ya la Iglesia y asentada la fe católica, se hallasen los fieles necesitados de la intercesión, amparo y protección de su gran Reina y Señora. Y conociendo con nueva luz cuán amorosa madre y poderosa abogada tienen en los cielos con su Hijo santísimo, a quien el Padre tiene dada la potestad de juzgar (Jn 5, 22), acudiesen a ella por el remedio como a único refugio y sagrado de los pecadores. Si han llegado estos afligidos tiempos a la Iglesia, díganlo sus lágrimas y tribulaciones, pues nunca fueron mayores que cuando sus mismos hijos, criados a sus pechos, ésos la afligen, la destruyen y disipan los tesoros de la sangre de su Esposo, y esto con mayor crueldad que los más conjurados enemigos. Pues cuando clama la necesidad, cuando da voces la sangre de los hijos derramada y mucho mayores las de la sangre de nuestro pontífice Cristo conculcada y poluta con varios pretextos de justicia, ¿qué hacen los más fieles, los más católicos y constantes hijos de esta afligida Madre? ¿Cómo callan tanto? ¿Cómo no claman a María santísima? ¿Cómo no la invocan y no la obligan? ¿Qué mucho que el remedio tarde, si nos detenemos en buscarle y en conocer a esta Señora por Madre verdadera del mismo Dios? Confieso se encierran magníficos misterios en esta ciudad de Dios (Sal 86, 3) y con fe viva y confesión los predicamos. Son tantos, que su mayor noticia queda reservada para después de la general resurrección y los santos los conocerán en el Altísimo. Pero en el ínterin atiendan los corazones píos y fieles a la dignación de esta su amantísima Reina y Señora en desplegar algunos de tantos y tan ocultos sacramentos por un vilísimo instrumento, que en su debilidad y encogimiento sólo pudiera alentarle el mandato y beneplácito de la Madre de piedad intimado repetidas veces.

Doctrina de la divina Reina y Señora nuestra.

414. Hija mía, con el deseo que te manifiesto de que compongas tu vida por el espejo de la mía, y mis obras sean el arancel inviolable de las tuyas, te declaro en esta Historia no sólo los sacramentos y misterios que escribes, pero otros muchos que no puedes declarar ni manifestar; porque todos han de quedar grabados en las tablas de tu corazón, y por eso renuevo en ti la memoria de la lección donde debes aprender la ciencia de la vida eterna, cumpliendo con el magisterio de maestra. Sé pronta en obedecer y ejecutar como obediente y solícita discípula, y sírvete ahora por ejemplo el humilde cuidado y desvelo de mi esposo San José, su sumisión y el aprecio que hizo de la divina luz y enseñanza, y cómo, por hallarle el corazón preparado y con buena disposición para cumplir con presteza la voluntad divina, le trocó y reformó todo con tanta plenitud de gracia, como le convenía para el ministerio a que el Altísimo le destinaba. Sea, pues, el conocimiento de tus culpas para humillarte con rendimiento, y no para que con pretexto de que eres indigna impidas al Señor en lo que de ti se quisiere servir.
415. Pero en esta ocasión te quiero manifestar una justa queja y grave indignación del Altísimo con los mortales, para que la entiendas mejor con la divina luz a vista de la humildad y mansedumbre que yo tuve con mi esposo San José. Esta queja del Señor y mía es por la inhumana perversidad que tienen los hombres en tratarse los unos a los otros sin caridad y humildad; en que concurren tres pecados que desobligan mucho al Altísimo y a mí para usar de misericordia con ellos. El primero es que, conociendo los hombres cómo todos son hijos de un Padre que está en los cielos, hechuras de su mano, formados de una misma naturaleza, alimentados graciosamente, vivificados con su providencia y criados a una mesa de los divinos misterios y sacramentos, en especial con su mismo cuerpo y sangre; que todo esto lo olviden y pospongan, atravesándose un liviano y terreno interés, y como hombres sin razón se turban, se indignan y llenan de discordias, de rencillas, de traiciones y murmuraciones y tal vez de impías e inhumanas venganzas y mortales odios de unos con otros. Lo segundo es que, cuando por la humana fragilidad y poca mortificación, turbados por la tentación del demonio, caigan en alguna culpa de éstas, no procuren luego arrojarla y reconciliarse entre sí mismos, como hermanos que están a la vista del justo juez, y le nieguen de padre misericordioso, solicitándole juez severo y rígido de sus pecados, pues ninguno más que los del odio y venganza irritan su justicia. Lo tercero, que mucho le indigna, es que tal vez cuando alguno quiere reconciliarse con su hermano, no lo admita el que se juzga por ofendido y pide más satisfacción de la que él mismo sabe que satisface al Señor, y aun de la que se quiere valer con Su Majestad; pues todos quieren que contritos y humillados los reciba, admita y perdone el mismo Dios, que fue más ofendido, y ellos, que son polvo y ceniza, piden la venganza de su hermano y no se dan por satisfechos con aquello que se contenta el supremo Señor para perdonarlos.
416. De todos los pecados que cometen los hijos de la Iglesia, ninguno es más aborrecible que éstos en los ojos del Altísimo; y así lo conocerás en el mismo Dios y en la fuerza que puso en su divina ley, mandando perdonar al hermano, aunque peque contra él setecientas veces (Mt 18, 22); y aunque cada día sean muchas, como diga que le pesa de ello, manda el Señor que el hermano ofendido le perdone otras tantas veces sin número (Lc 17, 3-4). Y contra el que no lo hiciere pone tan formidables penas, porque escandaliza a los demás, como se colige de decir el mismo Dios aquella amenaza: ¡Ay del que escandalizare, y por quien el escándalo viene y sucede! Mejor le fuera caer en el profundo del mar con una pesada muela de molino al cuello (Lc 17, 1-2); que fue significar el peligro del remedio de estos pecados y su dificultad, como la tiene el que cayere en el mar con una rueda de molino al cuello, y también señala el castigo que tendrá en el profundo de las penas eternas; y por esto será sano consejo a los fieles que antes quieran sacarse los ojos (Lc 17, 1-2; Mt 18, 6) y cortarse las manos, pues así lo mandó mi Hijo santísimo, que escandalizar a los pequeños con estos pecados.
417. Oh hija mía carísima, ¡cuánto debes llorar con lágrimas de sangre la fealdad y los daños de este pecado! El que contrista al Espíritu Santo (Ef 4, 30), el que da soberbios triunfos al demonio, el que hace monstruos de las criaturas racionales y les borra la imagen de su Padre celestial. ¡Qué cosa más fea, más impropia y monstruosa que ver a un hombre de tierra, que sólo tiene corrupción y gusanos, levantarse contra otro como él con tanta soberbia y arrogancia! No hallarás palabras con que ponderar esta maldad, para persuadir a los mortales que la teman y se guarden de la ira del Señor. Pero tú, carísima, guarda tu corazón de este contagio y estampa y graba en él doctrina tan útil y provechosa para ejecutarla. Y nunca juzgues que en ofender a los prójimos y escandalizarlos hay culpa pequeña, porque todas pesan mucho en la presencia de Dios. Enmudece y pon custodia (Sal 140,3) fuerte a todas tus potencias y sentidos para la observancia rigurosa de la caridad con las hechuras del Altísimo. Dame a mí este agrado, que te quiero perfectísima en tan excelente virtud y te la impongo como precepto riguroso mío, y que jamás pienses, hables ni obres cosa alguna en ofensa de tus prójimos, ni por algún título consientas que tus subditas lo hagan, si pudieres, ni otro alguno en tu presencia. Y pondera, carísima, lo que te pido, porque ésta es la ciencia más divina y menos entendida de los mortales. Sírvate de único y eficaz remedio para tus pasiones, y de ejemplo que te compela, mi humildad, mansedumbre, efecto del amor sencillo con que amaba no sólo a mi esposo, mas a todos los hijos de mi Señor y Padre celestial, que los estimé y miré como redimidos y comprados con tan alto precio. Con verdad y fidelidad, fineza y caridad, advierte a tus religiosas de que, aunque se ofende gravemente la divina Majestad de todos los que no cumplen este mandamiento que mi Hijo llamó suyo y nuevo (Jn 13, 34; 15, 12), sin comparación es mayor la indignación contra los religiosos, que habiendo de ser ellos los hijos perfectos, de su Padre y Maestro de esta virtud, hay muchos que la destruyen como los mundanos, y son éstos más odiosos que ellos.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #105

INDICE  Arriba ^^