500. Para todos los mortales fue dichosa y felicísima la venida del Verbo eterno humanado al mundo, cuanto era de parte del mismo Señor, porque vino para dar vida y luz a todos los que estábamos en las tinieblas y sombras de la muerte (Lc 1, 79). Y si los precitos e incrédulos tropezaron y ofenden en esta piedra (Rom 9,33) angular, buscando su ruina donde podían y debían hallar la resurrección a la eterna vida, esto no fue culpa de la piedra, mas antes de quien la hizo piedra de escándalo, ofendiendo en ella. Sólo para el infierno fue terrible la natividad del niño Dios, que era el fuerte y el invencible que venía a despojar de su tirano imperio a aquel fuerte armado (Lc 11, 21) de la mentira, que guardaba su castillo con pacífica pero injusta posesión de largo tiempo. Para derribar a este príncipe del mundo y de las tinieblas fue justo que se le ocultase el sacramento de esta venida del Verbo, pues no sólo era indigno por su malicia para conocer los misterios de la sabiduría infinita, pero convenía que la Divina Providencia diese lugar para que la propia malicia de este enemigo le cegase y oscureciese; pues con ella había introducido en el mundo el engaño y ceguera de la culpa, derribando a todo el linaje de Adán en su caída.
501. Por esta disposición divina se le ocultaron a Lucifer y sus ministros muchas cosas que naturalmente pudieran conocer en la natividad del Verbo y en el discurso de su vida santísima, como en esta Historia es forzoso repetir algunas veces (Cf. supra n. 326; infra n. 928, 937, 995). Porque si conociera con certeza que Cristo era Dios verdadero, es evidente que no le procurara la muerte, antes se la impidiera (1 Cor 2, 8), de que diré más en su lugar (Cf. infra n. 1205, 1251, 1324) . En el misterio de la natividad sólo conoció que María santísima había parido un hijo en pobreza y en el portal desamparado y que no halló posada ni abrigo, y después la circuncisión del niño y otras cosas que supuesta su soberbia más podían deslumbrarle la verdad que declarársela. Pero no conoció el modo del nacimiento, ni que la feliz Madre quedó Virgen, ni que lo estaba antes, ni conoció las embajadas de los Ángeles a los justos, ni a los pastores, ni sus pláticas, ni la adoración que dieron al niño Dios, ni después vio la estrella, ni supo la causa de la venida de los Santos Reyes Magos, y aunque los vieron hacer la jornada juzgaron era por otros fines temporales. Tampoco penetraron la causa de la mudanza que hubo en los elementos, astros y planetas, aunque vieron sus mutaciones y efectos, pero se les ocultó el fin y la plática que los Magos tuvieron con Herodes, y su entrada en el portal y la adoración y dones que ofrecieron. Y aunque conocieron el furor de Herodes, a que ayudaron contra los niños, pero no entendieron su depravado intento por entonces, y así fomentaron su crueldad. Y aunque Lucifer conjeturó si buscaba al Mesías, parecióle disparate y hacía irrisión de Herodes, porque en su soberbio juicio era desatino pensar que el Verbo, cuando venía a señorearse del mundo, fuese con modo oculto y humilde, sino con ostentoso poder y majestad, de que estaba tan lejos el Niño Dios, nacido de madre pobre y despreciada de los hombres.
502. Con este engaño Lucifer, habiendo reconocido algunas novedades de las que sucedieron en la natividad, juntó a sus ministros en el infierno, y les dijo:
No hallo causa para temer por las cosas que en el mundo hemos reconocido, porque la mujer a quien tanto hemos perseguido, aunque ha parido un hijo, pero esto ha sido en suma pobreza, y tan desconocido que no halló una posada donde recogerse; y todo esto bien conocemos cuan lejos está del poder que Dios tiene y de su grandeza. Y si ha de venir contra nosotros, como no se nos ha mostrado y entendido no son fuerzas las que tiene para resistir a nuestra potencia, no hay que temer que éste sea el Mesías, y más viendo que tratan de circuncidarlo como a los demás hombres; que esto no viene a propósito con haber de ser salvador del mundo, pues él necesita del remedio de la culpa. Todas estas señales son contra los intentos de venir Dios al mundo, y me parece podemos estar seguros por ahora de que no ha venido. — Aprobaron los ministros de maldad este juicio de su dañada cabeza y quedaron satisfechos de no haber nacido el Mesías, porque todos eran cómplices en la malicia que los oscurecía y persuadía (Sab 2, 21). No cabía en la vanidad y soberbia implacable de Lucifer que se humillase la Majestad y Grandeza; y como él apetecía el aplauso y ostentación, reverencia y magnificencia, y si pudiera conseguir y alcanzar que todas las criaturas le adoraran las obligara a ello, por esto no cabía en su juicio que, siendo todopoderoso Dios para hacerlo, consintiese lo contrario y se sujetase a la humildad, que él tanto aborrecía.
503. Oh hijos de la vanidad, ¡qué ejemplares son éstos para nuestro desengaño! Mucho nos debe atraer y compeler la humildad de Cristo nuestro bien y maestro, pero si ésta no nos mueve, deténganos y atemorícenos la soberbia de Lucifer. ¡Oh vicio y pecado formidable sobre toda ponderación humana; pues a un ángel lleno de ciencia de tal manera le oscureciste, que de la bondad infinita del mismo Dios aun no pudo hacer otro juicio más del que hizo de sí mismo y de su propia malicia! Pues ¿qué discurrirá el hombre, que por sí es ignorante, si se le junta la soberbia y la culpa? ¡Oh infeliz y estultísimo Lucifer! ¿Cómo desatinaste en una cosa tan llena de razón y hermosura? ¿Qué hay más amable que la humildad y mansedumbre junta con la majestad y el poder? ¿Por qué ignoras, vil criatura, que el no saberse humillar es flaqueza de juicio y nace de corazón abatido?. El que es magnánimo y verdaderamente grande no se paga de la vanidad, ni sabe apetecer lo que es tan vil, ni le puede satisfacer lo falaz y aparente. Manifiesta cosa es que para la verdad eres tenebroso y ciego y guía oscurísima de los ciegos (Mt 15,14), pues no alcanzaste a conocer que la grandeza y bondad del amor divino se manifestaba y engrandecía con humildad y obediencia hasta la muerte de cruz (Flp 2, 8).
504. Todos los engaños y demencia de Lucifer y sus ministros miraba la Madre de la sabiduría y Señora nuestra, y con digna ponderación de tan altos misterios confesaba y bendecía al Señor, porque los ocultaba de los soberbios y arrogantes y los revelaba a los humildes y pobres (Mt 11, 25), comenzando a vencer la tiranía del demonio. Hacía la piadosa Madre fervientes oraciones y peticiones por todos los mortales, que por sus propias culpas eran indignos de conocer luego la luz que para su remedio había nacido en el mundo, y todo lo presentaba a su Hijo dulcísimo con incomparable amor y compasión de los pecadores. Y en estas obras gastaba la mayor parte del tiempo que se detuvo en el portal del nacimiento. Pero como aquel puesto era desacomodado y tan expuesto a las inclemencias del tiempo, estaba la gran Señora más cuidadosa del abrigo de su tierno y dulce infante, y como prudentísima trajo prevenido un mantillo con que abrigarle, a más de los fajos ordinarios, y cubriéndole con él le tenía continuamente en el sagrado tabernáculo de sus brazos, si no es cuando se le daba a su esposo San José, que para hacerle más dichoso quiso también le ayudase en esto y sirviese a Dios humanado en el ministerio de padre.
505. La primera vez que el santo esposo recibió al Niño Dios en los brazos, le dijo María santísima: Esposo y amparo mío, recibid en vuestros brazos al Criador del cielo y tierra y gozad su amable compañía y dulzura, para que mi Señor y Dios tenga en vuestro obsequio sus regalos y delicias (Prov 8, 31). Tomad el tesoro del eterno Padre y participad del beneficio del linaje humano. — Y hablando interiormente con el niño Dios, le dijo: Amor dulcísimo de mi alma y lumbre de mis ojos, descansad en los brazos de vuestro siervo y amigo José mi esposo; tened con él vuestros regalos y por ellos disimulad mis groserías. Siento mucho estar sin vos un solo instante, pero a quien es digno quiero sin envidia comunicar el bien (Sab 7,13) que con verdad recibo. — El fidelísimo esposo, reconociendo su nueva dicha, se humilló hasta la tierra y respondió: Señora y Reina del mundo, esposa mía, ¿cómo yo, indigno, me atreveré a tener en mis brazos al mismo Dios, en cuya presencia tiemblan las columnas del cielo (Job 26, 11)? ¿Cómo este vil gusanillo tendrá ánimo para admitir tan peregrino favor? Polvo y ceniza soy, pero vos, Señora, suplid mi poquedad y pedid a Su Alteza me mire con clemencia y me disponga con su gracia.
506. Entre el deseo de recibir al Niño Dios y el temor reverencial que detenía al santo esposo, hizo actos heroicos de amor, de fe, de humildad y profunda reverencia, y con ella y un temblor prudentísimo, puesto de rodillas, le recibió de las manos de su Madre santísima, derramando dulcísimas y copiosas lágrimas de júbilo y alegría tan nueva para el dichoso santo, como lo era el beneficio. El niño Dios le miró con semblante caricioso y al mismo tiempo le renovó todo en el interior con tan divinos efectos, que no es posible reducirlos a palabras. Hizo el santo esposo nuevos cánticos de alabanza, hallándose enriquecido con tan magníficos beneficios y favores. Y después que por algún tiempo había gozado su espíritu de los efectos dulcísimos que recibió de tener en sus manos al mismo Señor que en la suya encierra los cielos y la tierra, se le volvió a la feliz y dichosa Madre, estando entrambos María y José arrodillados para darle y recibirle. Y con esta reverencia le tomaba siempre y le dejaba de sus brazos la prudentísima Señora, y lo mismo hacía su esposo cuando le tocaba esta dichosa suerte. Y antes de llegar a Su Majestad, hacían tres genuflexiones, besando la tierra con actos heroicos de humildad, culto y reverencia que ejercitaban la gran Reina y el bienaventurado San José, cuando le daban y recibían de uno a otro.
507. Cuando la divina Madre juzgó que ya era tiempo de darle el pecho, con humilde reverencia pidió licencia a su mismo Hijo, porque si bien le debía alimentar como a Hijo y hombre verdadero, le miraba juntamente como a verdadero Dios y Señor y conocía la distancia del ser divino infinito al de pura criatura, como ella era. Y como esta ciencia en la prudentísima Virgen era indefectible, sin mengua ni intervalo, ni una pequeña inadvertencia no tuvo. Siempre atendía a todo y comprendía y obraba con plenitud lo más alto y perfecto, y así cuidaba de alimentar, servir y guardar a su niño Dios, no con conturbada solicitud, sino con incesante atención, reverencia y prudencia, causando nueva admiración a los mismos Ángeles, cuya ciencia no llegaba a comprender las heroicas obras de una doncella tierna y niña. Y como siempre la asistían corporalmente desde que estuvo en el portal del nacimiento, la servían y administraban en todas las cosas que eran necesarias para el obsequio del Niño Dios y de la misma Madre. Y todos juntos estos misterios son tan dulces y admirables y tan dignos de nuestra atención y memoria, que no podemos negar cuan reprensible es nuestra grosería en olvidarlos y cuan enemigos somos de nosotros mismos privándonos de su memoria y los divinos efectos que con ella sienten los hijos fieles y agradecidos.
508. Con la inteligencia que se me ha dado de la veneración con que María santísima y el glorioso San José trataban al niño Dios humanado y la reverencia de los coros angélicos, pudiera alargar mucho este discurso; pero aunque no lo hago, quiero confesar me hallo en medio de esta luz muy turbada y reprendida, conociendo la poca veneración con que audazmente he tratado con Dios hasta ahora, y las muchas culpas que en esto he cometido se me han hecho patentes. Para asistir en estas obras a la Reina, todos los Ángeles Santos que la acompañaban estuvieron en forma humana visible, desde el nacimiento hasta que con el niño fue a Egipto, como adelante diré (Cfr. infra n. 619ss). Y el cuidado de la humilde y amorosa Madre con su Niño Dios era tan incesante, que sólo para tomar algún sustento le dejaba de sus brazos en los de San José algunas veces y otras en los de los Santos Príncipes Miguel y Gabriel; porque estos dos Arcángeles le pidieron que mientras comían o trabajaba San José, se le diese a ellos. Y así lo dejaba en manos de los Ángeles, cumpliéndose admirablemente lo que dijo David (Sal 90,12): En sus manos te llevarán, etc. No dormía la diligentísima Madre por guardar a su Hijo santísimo, hasta que Su Majestad le dijo que durmiese y descansase. Y para esto, en premio de su cuidado, le dio un linaje de sueño más nuevo y milagroso del que hasta entonces había tenido, cuando juntamente dormía y su corazón velaba, continuando o no interrumpiendo las inteligencias y contemplación divina. Pero desde este día añadió el Señor otro milagro a éste, y fue que dormía la gran Señora lo que era necesario y tenía fuerza en los brazos para sustentar y tener al Niño como si velara, y le miraba con el entendimiento, como si le viera con los ojos del cuerpo, conociendo intelectualmente todo lo que hacía ella y el Niño exteriormente. Y con esta maravilla se ejecutó lo que dijo en los Cantares (Cant 5, 2): Yo duermo y mi corazón vela.
509. Los cánticos de alabanza y gloria del Señor que hacía nuestra Reina celestial al niño, alternando con los Santos Ángeles y también con su esposo San José, no puedo explicarlos con mis cortas razones y limitados términos; y de solo esto había mucho que escribir porque eran muy continuos, pero su noticia está reservada para especial gozo de los escogidos. Entre los mortales fue dichosísimo y privilegiado en esto él fídelísimo San José, que muchas veces los participaba y entendía. Y a más de este favor gozaba de otro para su alma de singular aprecio y consuelo, que la prudentísima esposa le daba; porque muchas veces hablando con él del Niño le nombrada nuestro Hijo, no porque fuese hijo natural de San José el que sólo era hijo del eterno Padre y de sola su Madre Virgen, pero porque en el juicio de los hombres era reputado por hijo de San José. Y este favor y privilegio del Santo era de incomparable gozo y estimación para él, y por esto se le renovaba la divina Señora su esposa. [San José es padre putativo de Jesús].
Doctrina que me dio la Reina y Señora del cielo.
510. Hija mía, véote con devota emulación de la dicha de mis obras, de las de mi esposo y de mis Ángeles en la compañía de mi Hijo santísimo, porque le teníamos a la vista como tú lo desearas, si fuera posible. Y quiero consolarte y encaminar tu afecto en lo que debes y puedes obrar según tu condición, para conseguir en el grado posible la felicidad que en nosotros ponderas y te lleva el corazón. Advierte, pues, carísima, lo que bastamente has podido conocer de los diferentes caminos por donde lleva Dios en su Iglesia a las almas a quienes ama y busca con paternal afecto. Esta ciencia has podido alcanzar con la experiencia de tantos llamamientos y luz particular como has recibido, hallando siempre al Señor a las puertas de tu corazón, llamando (Ap 3, 20) y esperando tanto tiempo, solicitándote con repetidos favores y doctrina altísima, para enseñarte y asegurarte de que su dignación te ha dispuesto y señalado para el estrecho vínculo de amor y trato suyo, y para que tú con atentísima solicitud procures la pureza grande que para esta vocación se requiere.
511. Tampoco ignoras, pues te lo enseña la fe, que Dios está en todo lugar por presencia, esencia y potencia de su divinidad, y que le son patentes todos tus pensamientos, tus deseos y gemidos, sin que ninguno se le oculte. Y si con esta verdad trabajas como fiel sierva para conservar la gracia que recibes por medio de los sacramentos santos y por otros conductos de la divina disposición, estará contigo el Señor por otro modo de especial asistencia, y con ella te amará y regalará como a esposa dilecta suya. Pues si todo esto conoces y lo entiendes, dime ahora, ¿qué te queda que desear y envidiar, cuando tienes el lleno de tus ansias y suspiros? Lo que te resta y yo de ti quiero, es que con esa emulación santa trabajes por imitar la conversación y condición de los Ángeles, la pureza de mi esposo, y copiar en ti la forma de mi vida, en cuanto fuere posible, para que seas digna morada del Altísimo. En ejecutar esta doctrina has de poner todo el conato y deseo o emulación con que quisieras haberte hallado, donde vieras y adoraras a mi Hijo santísimo en su nacimiento y niñez; porque si me imitas, segura puedes estar que me tendrás por tu maestra y amparo, y al Señor en tu alma con segura posesión. Y con esta certeza le puedes hablar, regalándote con él y abrazándole, como quien le tiene consigo, pues para comunicar estas delicias con las almas puras y limpias tomó carne humana y se hizo Niño. Pero siempre le mira como a grande y como Dios, aunque Niño, para que las caricias sean con reverencia y el amor con el santo temor; pues lo uno se le debe, y a lo otro se digna por su inmensa bondad y magnífica misericordia.
512. En este trato del Señor has de ser continua y sin intervalos de tibieza que le cause hastío, porque tu ocupación legítima y de asiento ha de ser el amor y alabanza de su ser infinito. Todo lo demás quiero que tomes muy de paso, de manera que apenas te hallen las cosas visibles y terrenas para detenerte un punto en ellas. En este vuelo te has de juzgar, y que no tienes otra cosa a que atender de veras, fuera del sumo y verdadero bien que buscas. A mí sola has de imitar, sólo para Dios has de vivir; todo lo demás ni ha de ser para ti, ni tú para ello. Pero los dones y bienes que recibes, quiero los dispenses y comuniques para beneficio de tus prójimos, con el orden de la caridad perfecta, que por eso no se evacúa (1 Cor 13, 8), antes se aumenta más. En esto has de guardar el modo que te conviene, según tu condición y estado, como otras veces te he mostrado y enseñado.
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