Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Parten María santísima y San José con el infante Jesús de Belén a Jerusalén, para presentarle en el templo y cumplir la ley.

INDICE   Libro  4   Capítulo  19    Versos:  585-595


585. Cumplíanse ya los cuarenta días que conforme a la ley (Lev 12, 4) se juzgaba por inmunda la mujer que paría hijo y perseveraba en la purificación del parto hasta que después iba al templo. Para cumplir la Madre de la misma pureza con esta ley, y de camino con la otra del Éxodo (Ex 13,12) en que mandaba Dios le santificasen y ofreciesen todos los primogénitos, determinó pasar a Jerusalén, donde se había de presentar en el templo con el Unigénito del Eterno Padre suyo y purificarse conforme las demás mujeres madres. Y en el cumplimiento de estas dos leyes, para la que a ella le tocaba, no tuvo duda ni reparo alguno en obedecer como las demás madres; no porque ignorase su inocencia y pureza propia, que desde la encarnación del Verbo la sabía, y que no había contraído el común pecado original, y tampoco ignoraba que había concebido por obra del Espíritu Santo y parido sin dolor, quedando siempre virgen y más pura que el sol; pero en cuanto a rendirse a la ley común no dudaba su prudencia, y también lo solicitaba el ardiente afecto de humillarse y pegarse con el polvo, que siempre estaba en su corazón.
586. En la presentación que tocaba a su Hijo santísimo pudo tener algún reparo, como sucedió en la circuncisión, porque le conocía por Dios verdadero, superior a las leyes que él mismo había puesto; pero de la voluntad del Señor fue informada con luz divina y con los mismos actos del alma santísima del Verbo humanado, porque en ella vio los deseos que tenía de santificarse, ofreciéndose viva hostia (Ef 5, 2) al Eterno Padre, en agradecimiento de haber formado su cuerpo purísimo y criado su alma santísima, y destinándose para sacrificio aceptable por el linaje humano y salvación de los mortales; y aunque estos actos siempre los tuvo la humanidad santísima del Verbo, no sólo como comprensor, conformándose con la voluntad divina, pero también como viador y Redentor, con todo eso, quiso, conforme a la ley, hacer esta ofrenda a su Padre en su santo templo, donde todos le adoraban y magnificaban, como en casa de oración, expiación y sacrificios.
587. Trató la gran Señora con su esposo de la jornada, y habiéndola ordenado para estar en Jerusalén el día determinado por la ley y prevenido lo necesario, se despidieron de la piadosa mujer su hospedera; y dejándola llena de bendiciones del cielo, cuyos frutos cogió copiosamente, aunque ignoraba el misterio de sus divinos huéspedes, fueron luego a visitar el portal o cueva del nacimiento, para ordenar de allí su viaje con la última veneración de aquel humilde sagrario, pero rico de felicidad, no conocido por entonces. Entregó la Madre a San José el Niño Jesús para postrarse en tierra y adorar el suelo, testigo de tan venerables misterios, y habiéndolo hecho con incomparable devoción y ternura, habló a su esposo y le dijo: Señor, dadme la bendición, para hacer con ella esta jornada, como me la dais siempre que salgo de vuestra casa, y también os suplico que me deis licencia para hacerla a pie y descalza, pues he de llevar en mis brazos la hostia que se ha de ofrecer al eterno Padre. Esta obra es misteriosa, y deseo hacerla con las condiciones y magnificencia que pide, en cuanto me fuere posible.—Usaba nuestra Reina, por honestidad, de un calzado que le cubría los pies y le servía casi de medias; era de una yerba de que usaban los pobres, como cáñamo o malvas, curado y tejido grosera y fuertemente, y aunque pobre, limpio y con decente aliño.
588. San José la respondió que se levantase, porque estaba de rodillas, y dijo: El altísimo Hijo del Eterno Padre, que tengo en mis brazos, os dé su bendición; sea también enhorabuena que caminando a pie le llevéis en los vuestros, pero no habéis de ir descalza, porque el tiempo no lo permite, y vuestro deseo será acepto delante del Señor, porque os le ha dado.—De esta autoridad de cabeza en mandar a María santísima usaba San José, aunque con gran respeto, por no defraudarla del gozo que tenía la gran Reina en humillarse y obedecer; y como el santo esposo la obedecía también y se mortificaba y humillaba en mandarla, venían a ser entrambos obedientes y humildes recíprocamente. El negarla que fuese descalza a Jerusalén, lo hizo San José temiendo no le ofendiesen los fríos para la salud, y el temerlo nacía de que no sabía la admirable complexión y compostura del cuerpo virginal y perfectísimo, ni otros privilegios de que la diestra divina la había dotado. La obediente Reina no replicó más al santo esposo y obedeció a su mandato en no ir descalza; y para recibir de sus manos al infante Jesús se postró en tierra y le dio gracias, adorándole por los beneficios que en aquel sagrado portal había obrado con ella y para todo el linaje humano; y pidió a Su Majestad conservase aquel sagrario con reverencia y entre católicos y que siempre fuese de ellos estimado y venerado, y al santo Ángel destinado para guardarle, se le encargó y encomendó de nuevo. Cubrióse con un manto para el camino, y recibiendo en sus brazos al tesoro del cielo y aplicándole a su pecho virginal, le cubrió con grande aliño para defenderle del temporal del invierno.
589. Partieron del portal, pidiendo la bendición entrambos al Niño Dios, y Su Majestad se la dio visiblemente; y San José acomodó en el jumentillo la caja de los fajos del divino infante, y con ellos la parte de los dones de los Reyes que reservaron para ofrecer al templo. Con esto se ordenó de Belén a Jerusalén la procesión más solemne que se vio jamás en el templo, porque en compañía del Príncipe de las eternidades Jesús y de la Reina su madre y San José su esposo, partieron de la cueva del nacimiento los diez mil Ángeles que habían asistido en estos misterios y los otros que del cielo descendieron con el santo y dulce nombre de Jesús en la circuncisión (Cf. supra n. 523). Todos estos cortesanos del cielo iban en forma visible humana, tan hermosos y refulgentes, que en comparación de su belleza todo lo precioso y deleitable del mundo era menos que de barro y que la escoria, comparado con el oro finísimo; y al sol, cuando más en su fuerza estaba, le oscurecían, y cuando faltaba en las noches las hacían días clarísimos; de su vista gozaba la divina Reina y su esposo San José. Celebraban todos el misterio con nuevos y altísimos cánticos de alabanza al Niño Dios que se iba a presentar al templo; y así caminaron dos leguas, que hay de Belén a Jerusalén.
590. En aquella ocasión, que no sería sin dispensación divina, era el tiempo destemplado, de frío y hielos, que no perdonando a su mismo Criador humanado y niño tierno, le afligían hasta que temblando como verdadero hombre lloraba, [por los pecados de los hombres], en los brazos de su amorosa Madre, dejando más herido su corazón de compasión y amor que de las inclemencias el cuerpo. Volvióse a los vientos y elementos la poderosa Emperatriz y como Señora de todos los reprendió con divina indignación, porque ofendían a su mismo Hacedor, y con imperio les mandó que moderasen su rigor con el Niño Dios, pero no con ella. Obedecieron los elementos al orden de su legítima y verdadera Señora, y el aire frío se convirtió en una blanda y templada marea para el infante, pero con la Madre no corrigió su destemplado rigor; y así le sentía ella y no su dulce Niño, como en tres ocasiones he dicho (Cf. supra n. 20, 21, 543, 544) y repetiré adelante (Cf. infra n. 633). Convirtióse también contra el pecado la que no le había contraído, y dijo:
¡Oh culpa desconcertada y en todo inhumana, pues para tu remedio es necesario que el mismo Criador de todo sea afligido de las criaturas que dio ser y las está conservando! Terrible monstruo y horrendo eres, ofensiva a Dios y destruidora de las criaturas, las conviertes en abominación y las privas de la mayor felicidad de amigas de Dios. ¡Oh hijos de los hombres! ¿Hasta cuándo habéis de ser de corazón grave y habéis de amar la vanidad y mentira7? No seáis tan ingratos para con el altísimo Dios y crueles con vosotros mismos. Abrid los ojos y mirad vuestro peligro. No despreciéis los preceptos de vuestro Padre celestial ni olvidéis la enseñanza de vuestra Madre (Prov 1, 8), que os engendré por la caridad, y tomando el Unigénito del Padre carne humana en mis entrañas, me hizo Madre de toda la naturaleza; como tal os amo y, si me fuera posible y voluntad del Altísimo que yo padeciera todas las penalidades que ha habido desde Adán acá, las admitiera con gusto por vuestra salud.
591. En el tiempo que continuaba la jornada nuestra divina Señora con el Niño Dios, sucedió en Jerusalén que San Simeón, Sumo Sacerdote, fue ilustrado del Espíritu Santo cómo el Verbo humanado venía a presentarse al templo en los brazos de su Madre; la misma revelación tuvo la santa viuda Ana; y de la pobreza y trabajo con que venían, acompañados de San José, esposo de la purísima Señora. Y confiriendo luego los dos santos esta revelación e ilustración, llamaron al mayordomo del templo que cuidaba de lo temporal y dándole las señas de los caminantes que venían le mandaron saliese a la puerta del camino de Belén y los recibiese en su casa con toda benevolencia y caridad. Así lo hizo el mayordomo, con que la gran Reina y su esposo recibieron mucho consuelo, por el cuidado que traían de buscar posada que fuese decente para su divino infante. Dejándolos en su casa el dichoso hospedero, volvió a dar cuenta al Sumo Sacerdote.
592. Aquella tarde, antes de recogerse, trataron María santísima y San José lo que debían hacer; y la prudentísima Señora advirtió que llevase luego la misma tarde al templo los dones de los Reyes, para ofrecerlos en silencio y sin ruido, como se deben hacer las limosnas y ofrendas, y que de camino trajese el santo esposo las tortolillas (Lc 2, 24) que habían de ofrecer al otro día en público con el infante Jesús. Ejecutólo así San José y, como forastero y poco conocido, dio la mirra, incienso y oro al que recibía los dones en el templo, no dejando lugar para que se advirtiese quién había ofrecido tan gran limosna; y aunque pudo con ella comprar el cordero, que ofrecían los más ricos con los primogénitos (Lev 12, 6-8), no lo hizo, porque fuera desproporción del traje humilde y pobre de la Madre y niño y del esposo ofrecer dones de ricos en lo público, y no convenía degenerar en acción alguna de su pobreza y humildad aunque fuera con fin piadoso y honesto, porque en todo fue maestra de perfección la Madre de la sabiduría y su Hijo santísimo de la pobreza, en que nació, vivió y murió.
593. Era San Simeón, como dice San Lucas (Lc 2, 25ss), justo y temeroso y esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo, que estaba en él, le había revelado que no pasaría la muerte sin ver primero al Cristo del Señor, y que movido del Espíritu vino al templo; porque aquella noche, a más de lo que había entendido, fue de nuevo ilustrado con la divina luz, y en ella conoció con mayor claridad todos los misterios de la encarnación y redención humana, y que en María santísima se habían cumplido las profecías de Isaías (Is 7, 14; 9, 1) que una Virgen concebiría y pariría un hijo, y de la vara de José nacería una flor que sería Cristo, y todo lo demás de éstas y otras profecías; tuvo luz muy clara de la unión de las dos naturalezas en la persona del Verbo y de los misterios de la pasión y muerte del Redentor. Con la inteligencia de cosas tan altas quedó el Santo Simeón elevado y todo fervorizado, con deseos de ver al Redentor del mundo; y como ya tenía noticia que venía a presentarse al Padre, fue llevado Simeón al templo en espíritu el día siguiente, que es en la fuerza de esta divina luz; y sucedió lo que diré en el capítulo siguiente. También la santa mujer Ana tuvo revelación la misma noche de muchos de estos misterios respectivamente, y fue grande el gozo de su espíritu porque, como dije en la primera parte (Cf. supra p. I n. 423) de esta Historia, ella había sido maestra de nuestra Reina cuando estuvo en el templo; y dice el evangelista que no se apartaba de él (Lc 2, 37), sirviendo de día y noche con ayunos y oraciones, y que era profetisa, hija de Samuel, del tribu de Aser, y habiendo vivido siete años con su marido era ya de ochenta y cuatro; y habló proféticamente del niño Dios, como se verá (Cf. infra n. 600).

Doctrina que me dio la Reina del cielo.

594. Hija mía, una de las miserias que hacen infelices o poco felices a las almas es contentarse con hacer las obras de virtud con negligencia y sin fervor, como si obraran cosa de poca importancia o casual. Por esta ignorancia y vileza de corazón llegan pocas al trato y amistad íntima con el Señor, que sólo se alcanza con el amor ferviente. Y llámase ferviente o fervoroso, porque al modo del agua que con el fuego hierve, así este amor con la violencia suave del divino incendio del Espíritu Santo levanta al alma sobre sí, sobre todo lo criado y sobre sus mismas obras; porque amando se enciende más y del mismo amor le nace un insaciable afecto, con el cual no sólo desprecia y olvida lo terreno, pero ni le satisface ni sacia todo lo bueno; y como el corazón humano, cuando no alcanza lo que mucho ama, si le es posible, se enardece más en el deseo de conseguirlo con nuevos medios, por esto si el alma tiene ferviente caridad, siempre con ella misma halla qué desear y qué hacer por el amado y todo cuanto obra le parece poco; y así busca y pasa de la voluntad buena a la perfecta (Rom 12, 2) y de ésta a la de mayor beneplácito del Señor, hasta llegar a la pérfectísima e íntima unión y transformación en el mismo Dios.
595. De aquí entenderás, carísima, la razón por que deseaba ir descalza al templo, llevando a mi Hijo santísimo a presentarle en él y cumplir también con la ley de la purificación; porque a mis obras daba todo el lleno de perfección posible, con la fuerza del amor que siempre me pedía lo más perfecto y agradable al Señor, y me movía a ello esta fervorosa ansia en obrar todas las virtudes en colmo de perfección. Trabaja por imitar con toda diligencia la que en mí conoces, porque te advierto, amiga, que este linaje de amor y de obrar es lo que el Altísimo está deseando y esperando como tras de los canceles, que dijo la esposa (Cant 2, 9), mirando cómo ella obra todas las cosas, y tan cerca que sólo un cancel media para que goce de su vista; porque rendido y enamorado se va tras las almas que así le aman y sirven en todas sus obras, como también se desvía de las tibias y negligentes, o acude a ellas con una común y general providencia. Aspira tú siempre a lo más perfecto y puro de las virtudes y en ellas estudia e inventa siempre nuevos modos y trazas de amor, de manera que todas tus fuerzas y potencias interiores y exteriores estén siempre ocupadas y oficiosas en lo más alto y excelente para el agrado del Señor; y todos estos afectos comunícalos y sujétalos a la obediencia y consejo de tu maestro y padre espiritual, para hacer lo que mandare, que esto es lo primero y más seguro.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #120

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