664. Cuando Isaías dijo que entraría el Señor en Egipto sobre una ligera nube (Is 19, 1) para las maravillas que en aquel reino quería obrar, en llamar nube a su Madre santísima o, como otros dicen, a la humanidad que de ella tomó, no hay duda que con esta metáfora quiso significar que por medio de esta nube divina había de fertilizar y fecundar aquella tierra estéril de los corazones de sus habitadores, para que de allí adelante produjese nuevos frutos de santidad y conocimiento de Dios, como sucedió después que entró en ella esta nube celestial. Porque luego se dilató la fe del verdadero Dios en Egipto, se destruyó la idolatría, se abrió camino para la vida eterna, que hasta entonces le había tenido cerrado el demonio, tanto que apenas había en aquella provincia quien conociera la divinidad verdadera cuando llegó a ella el Verbo humanado. Y aunque algunos habían alcanzado esta noticia con la comunicación de los hebreos que había en aquella tierra, pero en este conocimiento mezclaban grandes errores, supersticiones y culto del demonio, como en otro tiempo lo hicieron los babilonios que vinieron a vivir a Samaría. Pero después que alumbró el sol de justicia a Egipto y la fertilizó la nube aliviada de toda culpa, María santísima, quedó fecunda de santidad y gracia que dio copioso fruto por muchos siglos, como se vio en los Santos que después produjo y en los ermitaños, en tanto número que hicieron destilar aquellos montes (Jn 3, 18) y labrar dulcísima miel de santidad y perfección cristiana.
665. Para disponer el Señor este beneficio que prevenía a los egipcios, tomó asiento en la ciudad de Heliópolis, como queda dicho. Y entrando en ella, como era tan poblada y llena de ídolos, templos, altares del demonio y todos se hundieron con grande estruendo y pavor de los vecinos, fue grande el movimiento y turbación que padeció toda la ciudad con esta novedad impensada. Andaban todos como atónitos y fuera de sí, y juntándose la curiosidad de ver a los forasteros recién llegados, fueron muchos hombres y mujeres a hablar a nuestra gran Reina y al glorioso San José. La divina Madre, que sabía el misterio y voluntad del Altísimo, respondió a todos hablándoles muy al corazón, prudente, sabia y dulcemente, dejándolos admirados de su agrado incomparable, ilustrados con la altísima doctrina que les decía y con el desengaño que les daba de los errores en que estaban, y con curar de camino algunos enfermos de los que iban a ella los remediaba y consolaba de todas maneras. Fuéronse divulgando de suerte estos milagros, que en breve tiempo vino tan gran concurso de gente a buscar a la forastera divina, que obligó a la prudentísima Señora a pedir a su Hijo santísimo le ordenase lo que era su voluntad hiciese con aquella gente. El Niño Dios la respondió que a todos los informase de la verdad y conocimiento de la divinidad y los enseñase su culto y cómo habían de salir de pecado.
666. Este oficio de predicadora y maestra de los egipcios ejercitó nuestra celestial Princesa como instrumento de su Hijo santísimo que daba virtud a sus palabras. Y fue tanto el fruto que se hizo en aquellas almas, que fueran menester muchos libros si se hubieran de referir las maravillas que sucedieron y las almas que se convirtieron a la verdad en los siete años que estuvieron en aquella provincia, porque toda quedó santificada y llena de bendiciones de dulzura (Sal 20, 4). Siempre que la divina Señora oía y respondía a los que venían a ella, tomaba en sus brazos al infante Jesús, como al que era autor de aquella gracia y de todas las que recibían los pecadores. Hablaba a todos como a cada uno según su capacidad había menester para percibir y entender la doctrina de la vida eterna. Dioles conocimiento y luz, no sólo de la divinidad y que Dios era uno solo e imposible haber muchos dioses, también les enseñó todos los artículos y verdades que tocaban a la divinidad y a la creación del mundo y luego les declaró cómo el mismo Dios lo había de redimir y reparar y les enseñó todos los mandamientos que tocan al decálogo, que son de la misma ley natural, y el modo con que debían dar culto a Dios y adorarle y esperar la redención del género humano.
667. Dioles a entender cómo había demonios, enemigos del verdadero Dios y de los hombres, y los desengañó de los errores que tenían en esto con sus ídolos y con las respuestas fabulosas que les daban y los feísimos pecados a que los inducían y provocaban por ir a consultarlos y cómo después ocultamente los tentaban con sugestiones y movimientos desordenados. Y aunque la Señora del cielo era tan pura y libre de todo lo imperfecto, con todo eso, por la gloria del Altísimo y remedio de aquellas almas, no se dedignaba de disuadirlas de los pecados impuros y torpísimos en que estaba todo Egipto anegado. Declaróles también cómo el Reparador de tantos males que había de vencer al demonio, conforme a lo que de Él estaba escrito era ya venido, aunque no les dijo que le tenía en sus brazos. Y porque mejor se admitiese toda esta doctrina y se aficionasen a la verdad, la confirmaba con grandes milagros, curando todo género de enfermedades y endemoniados que de diversas partes venían. Y algunas veces iba la misma Reina a los hospitales y allí hacía admirables beneficios a los enfermos. Y en todas partes consolaba a los tristes, aliviaba a los afligidos, remediaba a los necesitados y a todos los reducía con suave amor, los amonestaba con severidad apacible y los obligaba con ser su bienhechora.
668. En la cura de los enfermos y llagados se halló la divina Señora dudosa entre dos afectos: el uno el de la caridad que la obligaba a curar las llagas con sus manos propias; el otro del recato para no tocar a nadie. Y porque todo lo consiguiese como convenía, la respondió su Hijo santísimo que a los hombres los curase con sólo palabras y amonestándolos, que así quedarían sanos, y a las mujeres podría curar con sus manos, tocando y limpiando sus llagas. Y así lo hizo desde entonces, usando oficios de madre y enfermera, respectivamente, hasta que después, pasados dos años, comenzó también San José a curar enfermos, como diré; pero a las mujeres acudía más la Reina, con tan incomparable caridad que con ser la misma pureza y tan delicada, libre de enfermedades y pensiones de ellas, les curaba sus llagas por ulceradas que fuesen y las aplicaba con las manos los paños y vendas necesarias y así se compadecía como si en cada una de las enfermas padeciera sus trabajos. Y algunas veces sucedía que para curarlas pedía licencia a su santísimo Hijo para dejarle de sus brazos y le reclinaba en la cuna y acudía a los pobres, donde por otro modo estaba el mismo Señor de los pobres con la caritativa y humilde Señora. Pero en estas obras y curas, es cosa admirable que jamás miraba la modestísima Señora al rostro de nadie hombre ni mujer. Y aunque la llaga estuviera en él, era tan extremado su recato, que por atender no pudiera después conocer a ninguno por la cara, si por otro medio no los conociera a todos con la luz interior.
669. Con los calores destemplados de Egipto y muchos desórdenes de aquella miserable gente, eran graves y ordinarias las enfermedades de aquella tierra. Y algunos años, de los que allí estuvieron el infante Jesús y su santísima Madre, se encendió peste en Heliópolis y otros lugares. Y con estas causas y la fama de las maravillas que obraban, concurría mucha gente a ellos de toda la tierra y volvían sanos en el cuerpo y las almas. Y para que la gracia del Señor se derramase en ellos con mayor abundancia y la Madre piadosísima tuviese coadjutor en las misericordias que obraba como instrumento vivo de su Unigénito, determinó Su Majestad, a petición de la divina Señora, que San José también acudiese al ministerio de la enseñanza y a curar los enfermos, y para esto le alcanzó nueva luz interior y gracia de sanidad. Y al tercero año que estaba en Egipto, comenzó el santo esposo a ejercitar estos dones del cielo. Y él enseñaba, curaba y catequizaba de ordinario a los hombres y la gran Señora a las mujeres. Con estos beneficios tan continuos y la gracia y eficacia que estaba derramada en los labios de nuestra Reina (Sal 44, 3), era increíble el fruto que hacían por la afición que todos sentían, rendidos a su modestia y atraídos de la virtud de su santidad. Ofrecíanle muchos dones y haciendas para que se sirviese de ellas, pero jamás admitió cosa alguna para sí ni la reservó, porque siempre se alimentaron del trabajo de sus manos y de San José. Y cuando, tal vez, recibía alguna dádiva de quien Su Alteza conocía que era justo y conveniente, todo lo distribuía en los pobres y necesitados. Y sólo para este fin consentía con la piedad y consuelo de algunos devotos, y aun a éstos muchas veces les daba en retorno alguna cosa de las labores que hacía. De estas maravillosas obras se puede colegir cuáles y cuántas serían las que hicieron en Egipto por espacio de siete años que estuvieron en Heliópolis, porque todas en particular es imposible reducirlas a número y relación.
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
670. Hija mía, admiración te ha hecho el conocer las obras de misericordia que yo ejercitaba en Egipto, acudiendo a curar los pobres y enfermos de tantas enfermades para darles salud en el cuerpo y en las almas, pero entenderás cuánto se compadecía esto con mi recato y afecto a retirarme, si atiendes al inmenso amor con que mi Hijo santísimo quiso ir luego en naciendo a remediar aquel reino y estrenar en sus moradores el fuego de caridad que ardía en su pecho para la salud de los mortales. Esta caridad me comunicó a mí y me hizo instrumento de la suya y de su poder, sin el cual no me atreviera por mí misma a tantas obras, porque siempre me inclinaba a no hablar ni comunicar a nadie, pero la voluntad de mi Hijo y Señor era mi gobierno en todo. Y de ti, amiga, quiero yo que a imitación mía trabajes en el bien y salud y salvación de tus prójimos, procurando seguirme en esto con la perfección y condiciones que yo obraba. No has de buscar tú las ocasiones, mas el Señor te las enviará, salvo cuando por alguna grande razón fuere necesario que tú te ofrezcas a ella. Pero en todas trabaja, advierte y alumbra a los que pudieres con la luz que tienes, no como quien toma oficio de maestra, sino como quien consuela y se compadece de los trabajos de sus hermanos y quiere aprender la paciencia en ellos, usando de mucha humildad y detención prudente junto con el uso de la caridad.
671. A tus súbditas amonesta, corrige y gobierna, encaminándolas a la mayor virtud y agrado del Señor, porque después de obrarlo tú con perfección, el mayor será para Su Alteza que animes y enseñes a los demás según tus fuerzas y gracia que has recibido. Y por los que no puedes hablar, pide y clama por su remedio incesantemente, y con esto extenderás la caridad a todos. Y porque no puedes servir a los enfermos de fuera, recompénsalo en las de tu casa acudiendo a su servicio, regalo y limpieza por ti misma. Y en esto no te imagines superiora por el oficio de prelada, pues por él eres madre y lo has de mostrar en el cuidado y amor de todas, y en lo demás siempre has de ser menor en tu estimación. Y porque el mundo ordinariamente ocupa a los más pobres y despreciados en servir a los enfermos, porque como ignorante no conoce la alteza de este ministerio, por esto, yo te doy a ti como a pobre y la más inferior el oficio de enfermera para que imitándome le ejecutes.
|