726. De la naturaleza y condiciones del amor, de sus causas y efectos ha hecho grandes y largos discursos el entendimiento humano; y para explicar yo el amor santo y divino de María santísima, Señora nuestra, fuera necesario añadir mucho a todo lo que está dicho y escrito en materia del amor, porque, después del que tuvo el alma santísima de Cristo nuestro Señor, ninguno hubo tan noble y excelente en todas las criaturas humanas y angélicas como el que tuvo y tiene la divina Señora, pues mereció llamarse Madre del amor hermoso (Eclo 24, 24). Uno mismo es en todos el objeto y materia del amor santo, que es Dios por sí mismo y las demás cosas criadas por él, pero el sujeto donde este amor se recibe, las causas por donde se engendra, los efectos que produce, son muy desiguales, y en nuestra gran Reina estuvieron en el supremo grado de pura criatura. En ella fueron sin medida y tasa la pureza del corazón, la fe, la esperanza, el temor santo y filial, la ciencia y sabiduría, los beneficios, la memoria y aprecio de ellos, y todas las demás causas que puede tener el amor santo y divino. No se engendra esta llama ni se enciende al modo del amor insano y ciego que entra por la estulticia de los sentidos y después no se le halla razón ni camino, porque el amor santo y puro entra por el conocimiento nobilísimo, por la fuerza de su bondad infinita y suavidad inexplicable, que como Dios es sabiduría y bondad no sólo quiere ser amado con dulzura, sino también con sabiduría y ciencia de lo que se ama.
727. Alguna semejanza tienen estos amores, en los efectos más que en las causas, porque, si una vez rinden el corazón y se apoderan de él, salen con dificultad; y de aquí nace el dolor que siente el corazón humano cuando halla desvío y sequedad o menos correspondencia en lo que ama, porque esto es lo mismo que obligarle a arrojar de sí el amor, y como él se apodera tanto del corazón y no halla fácil la salida, aunque alguna vez se la proponga la razón, viene a causar dolores de muerte esta dura violencia que padece. Todo esto es locura e insania en el amor ciego y mundano, pero en el amor divino es suma sabiduría, porque, donde no se puede hallar razón para dejar de amar, la mayor prudencia es buscarlas para amar más íntimamente y obligar al Amado; y como la voluntad en este empeño emplea toda su libertad, tanto cuanto más libremente ama al sumo Bien, tanto viene a quedar menos libre para dejarle de amar; y en esta gloriosa porfía, siendo la voluntad la señora y la reina del alma, viene a quedar felizmente esclava de su mismo amor y ni quiere ni casi puede negarse a esta libre servidumbre; y por esta libre violencia, si halla desvío o recelos en el sumo bien que ama, padece dolores y deliquios de muerte como a quien le falta el objeto de la vida, porque sólo vive con amar y saber que es amada.
728. De aquí se entenderá algo de lo mucho que padeció el corazón ardentísimo y purísimo de nuestra Reina con la ausencia del Señor y con ocultársele el objeto de su amor, dejándola padecer tantos días los recelos que tenía de si le había disgustado. Porque siendo ella un compendio casi inmenso de humildad y amor divino y no sabiendo la causa de aquella severidad y desvío de su Amado, vino a padecer un martirio el más dulce y más riguroso que jamás alcanzó el ingenio humano ni angélico. Sola María santísima, que fue Madre del santo amor y llegó a lo sumo que pudo caber en pura criatura, sola ella supo y pudo padecer este martirio, en que excedió a todas las penas de los mártires y penitencias de los confesores. Y en Su Alteza se ejecutó lo que dijo el Esposo en los Cantares (Cant 8, 7): Si diere el hombre toda la sustancia de su casa por el amor, la despreciará como si fuera nada. Porque todo lo visible y criado y su misma vida olvidó en esta ocasión y lo reputó por nada, hasta hallar la gracia y el amor de su Hijo santísimo y su Dios, que temía haber perdido, aunque siempre le poseía. No se puede explicar con palabras su cuidado, solicitud, desvelo y diligencias que hizo para obligar a su Hijo dulcísimo y al Padre eterno.
729. Pasaron treinta días que le duraba este conflicto y eran muchos siglos para quien un solo momento no parece podía vivir sin la satisfacción de su amor y del Amado. Y, a nuestro modo de entender, no podía ya el corazón de nuestro infante Jesús contenerse ni resistir más a la fuerza del amor que tenía a su dulcísima Madre, porque también el mismo Señor padecía una admirable y suave violencia en tenerla tan afligida y suspensa. Sucedió que entró un día la humilde y soberana Reina a la presencia del Niño Dios y, arrojándose a sus pies, con lágrimas y suspiros de lo íntimo del alma le habló y le dijo: Dulcísimo amor y bien mío, ¿qué monta la poquedad de este polvo y ceniza comparada con vuestro inmenso poder? ¿Qué puede toda la miseria de la criatura para vuestra bondad sin fin? En todo excedéis a nuestra bajeza, y con el inmenso piélago de vuestra misericordia se anegan nuestras imperfecciones y defectos. Si no he acertado a serviros, como confieso debo, castigad mis negligencias y perdonadlas, pero vea yo, Hijo y Señor mío, la alegría de vuestra cara, que es mi salud, y aquella luz deseada que me daba vida y ser. Aquí está la pobre, pegada con el polvo, y no me levantaré de vuestros pies hasta que vea claro el espejo en que se miraba mi alma.
730. Estas razones y otras llenas de sabiduría y ardentísimo amor dijo nuestra gran Reina humillada y delante de su Hijo santísimo, y como Su Majestad deseaba más que la misma Señora restituirla a sus delicias, le respondió con mucho agrado esta palabra:
Madre mía, levantaos. Y como esta voz era pronunciada del mismo que era Palabra del Eterno Padre, tuvo tanta eficacia que con ella instantáneamente quedó la divina Madre toda transformada y elevada en un altísimo éxtasis en que vio a la divinidad abstractivamente. Y en esta visión la recibió el Señor con dulcísimos abrazos y razones de Padre y Esposo, con que pasó de las lágrimas en júbilo, de pena en gozo y de amargura en suavísima dulzura. Manifestóla Su Majestad grandes misterios de sus altos fines en la nueva Ley Evangélica y, para escribirla toda en su candidísimo corazón, la señaló y destinó la Beatísima Trinidad por primogénita y primera discípula del Verbo Humanado, para que formase en ella como el padrón y ejemplar por donde se habían de copiar todos los santos apóstoles, mártires, doctores, confesores, vírgenes y los demás justos de la nueva Iglesia y ley de gracia, que el Verbo había de fundar en la redención humana.
731. A este misterio corresponde todo lo que la divina Señora dijo de sí misma, como la Iglesia Santa se lo aplica, y en el capítulo 24 del Eclesiástico debajo del tipo de la sabiduría divina. Y no me detengo en la declaración de este capítulo, porque sabido el sacramento que voy escribiendo se deja entender cómo le conviene a nuestra gran Reina todo cuanto allí dice el Espíritu Santo en su nombre. Baste referir algo de la letra para que todos entiendan parte de tan admirable sacramento. Yo salí —dice esta Señora (Eclo 24, 5-16)— de la boca del Altísimo, primogénita antes que todas las criaturas. Yo hice que naciera en el cielo la lumbre indefectible y como niebla cubrí toda la tierra. Yo habité en las alturas y mi trono en la columna de la nube. Yo sola giré los cielos y penetré el profundo del abismo y anduve en las olas del mar y estuve en toda la tierra; y tuve el primado en todos los pueblos y gentes; y con mi virtud puse las plantas en el corazón de todos los excelsos y humildes; y en todas estas cosas busqué descanso y en la herencia del Señor estaré de asiento. Entonces me mandó el Criador de todo, y me dijo; y el que me crió a mí descansará en mi tabernáculo, y me dijo: Habita en Jacob y hereda a Israel y extiende tus raíces en mis escogidos. Desde ab initio y antes de los siglos fui criada, y hasta el futuro siglo permaneceré y en la habitación santa administré delante de él. Y así fui confirmada en Sión y juntamente descansé en la ciudad santificada y tuve potestad en Jerusálén; y eché raíces en el pueblo honorificado y su herencia es en la parte de mi Dios y en la plenitud de los santos mi detención.
732. Continúa luego el Eclesiástico otras excelencias de María santísima y vuelve a decir (Eclo 24, 22-31): Yo extendí mis ramos como el terebinto y son de honor y de gracia. Yo di fruto de suave olor, como la vid, y mis flores son frutos de honor y honestidad. Yo soy la Madre del amor hermoso y del conocimiento y santa esperanza. En mí está la gracia de todo camino y verdad, en mí toda la esperanza de la vida y de la virtud. Pasad a mí todos los que me deseáis y seréis llenos de mis generaciones, porque mi espíritu es más dulce que la miel y mi herencia sobre la miel y el panal; mi memoria en todas las generaciones de los siglos. Los que me gustaren aún tendrán hambre y los que bebieren tendrán sed. El que me oyere no será confundido, el que en mí obrare no pecará y los que me ilustraren alcanzarán eterna vida.—
Hasta aquí basta de la letra del capítulo del Eclesiástico, en que el corazón humano y piadoso sentirá luego tanta preñez de misterios y sacramentos de María santísima, que su virtud oculta la llevará el corazón a esta Señora y Madre de la gracia y le dará a sentir en sus palabras su inexplicable grandeza y excelencia, en que la constituyó la doctrina y magisterio de su Hijo santísimo por decreto de la Beatísima Trinidad. Esta eminente Princesa fue el arca verdadera del Nuevo Testamento, y del remanente de su sabiduría y gracia, como de un mar inmenso, redundó todo cuanto recibieron y recibirán los demás santos hasta el fin del mundo.
733. Volvió de su éxtasis la divina Madre y de nuevo adoró a su Hijo santísimo y le pidió la perdonase si en su servicio había cometido alguna negligencia. Respondióla Su Majestad, levantándola de donde estaba postrada, y la dijo: Madre mía, de vuestro corazón y afectos estoy muy agradado y quiero que le dilatéis y preparéis de nuevo para recibir mis testimonios. Yo cumpliré la voluntad de mi Padre y escribiré en vuestro pecho la doctrina evangélica que vengo a enseñar al mundo. Y Vos, Madre, la pondréis en ejecución, como yo deseo y quiero.—Respondió la Reina purísima: Hijo y Señor mío, halle yo gracia en vuestros ojos, y gobernad mis potencias por los caminos rectos de vuestro beneplácito. Y hablad, Dueño mío, que vuestra sierva oye y os seguirá hasta la muerte.—En esta conferencia que tuvieron el Niño Dios y su Madre santísima, se le descubrió y manifestó de nuevo a la gran Señora todo el interior del alma santísima de Cristo con sus operaciones; y creció este beneficio desde aquella ocasión, así de parte del sujeto, que era la divina discípula, como de la del objeto, porque recibió más clara y alta luz y en su Hijo santísimo vio toda la Nueva Ley Evangélica, con todos sus misterios, sacramentos y doctrina, según el divino Arquitecto la tenía ideada en su mente y determinada en su voluntad de reparador y maestro de los hombres. Y a más de este magisterio, que fue para sola María santísima, añadía otro, porque con palabras la enseñaba y declaraba lo oculto de su sabiduría (Sal 50, 8) y lo que no alcanzaron todos los hombres y los ángeles. De esta sabiduría, que aprendió María purísima sin ficción, comunicó sin envidia (Sab 7, 13) toda la luz que derramó antes, y más después, de la Ascensión de Cristo nuestro Señor.
734. Bien conozco que pertenecía a esta Historia manifestar aquí los ocultísimos misterios que pasaron entre Cristo Señor nuestro y su Madre en estos años de su puericia y juventud hasta la predicación, porque todas estas cosas se ejecutaron con la divina Madre y en su enseñanza, pero de nuevo confieso lo que dije arriba, números 711, 712 y 713, de mi incapacidad y de todas las criaturas para tan alto argumento. Y también fuera necesario para esta declaración escribir todos los misterios y secretos de la divina Escritura, toda la doctrina cristiana, las virtudes, todas las tradiciones de la Santa Iglesia, la confutación de los errores y sectas falsas, las determinaciones de todos los Concilios Sagrados y todo lo que sustenta la Iglesia y la conservará hasta el fin del mundo, y luego otros grandes misterios de la vida y gloria de los Santos; porque todo esto se escribió en el corazón purísimo de nuestra gran Reina y cuantas obras hizo el Redentor y Maestro para que la redención y la doctrina de su Iglesia fuese copiosa (Sal 129, 7): lo que escribieron los Evangelistas y Apóstoles, los Profetas y padres antiguos, lo que obraron después todos los Santos, la luz que tuvieron los Doctores, lo que padecieron los Mártires y Vírgenes, la gracia que recibieron para hacerlo y padecerlo. Todo esto y mucho más que no se puede explicar conoció María santísima individualmente con grande penetración, comprensión y evidencia, y lo agradeció, y obró en todo, cuanto era posible a pura criatura, para con el eterno Padre como autor de todo y con su Hijo unigénito como cabeza de la Iglesia. De todo hablaré adelante, lo que me fuere posible.
735. Y no por ocuparse en tales obras con la plenitud que pedían, atendiendo a su Hijo y Maestro, faltaba jamás a las que le tocaban en su servicio corporal y cuidado de su vida y la de San José, porque a todo acudía sin mengua ni defecto, dándoles la comida y sirviéndolos, y a su Hijo santísimo siempre hincadas las rodillas con incomparable reverencia. Cuidaba también de que el infante Jesús asistiese al consuelo de su Padre putativo, como si fuera natural. Y el Niño Dios obedecía a su Madre en todo esto y asistía muchos ratos con San José en su trabajo corporal, en que el Santo era continuo, para sustentar con el sudor de su cara al Hijo del Eterno Padre y a su Madre. Y cuando el infante Dios fue creciendo ayudaba algunas veces a San José en lo que era posible a la edad, y otras veces hacía algunos milagros, sin atención a las fuerzas naturales, para que el santo esposo se alentase y se le facilitase más el trabajo, porque en esta materia eran aquellas maravillas entre los tres a solas.
Doctrina que me dio la Reina del cielo.
736. Hija mía, yo te llamo de nuevo desde este día para mi discípula y compañera en obrar la doctrina celestial que mi Hijo santísimo enseñó a su Iglesia por medio de los Sagrados Evangelios y Escrituras. Y quiero de ti que con nueva diligencia y atención prepares tu corazón, para que como tierra escogida reciba la semilla viva y santa de la palabra del Señor y sea su fruto cien doblado. Convierte tu corazón atento a mis palabras y, junto con esto, sea tu continua lección los evangelios, y medita y pesa en tu secreto la doctrina y misterios que en ellos entenderás. Oye la voz de tu Esposo y Maestro, a todos convida y llama a sus palabras de vida eterna. Pero es tan grande el engaño peligroso de la vida mortal, que son muy pocas las almas que quieren oír y entender el camino de la luz. Siguen muchos lo deleitable que les administra el príncipe de las tinieblas, y quien camina con ellas no sabe a dónde endereza su fin. A ti te llama el Altísimo para el camino y sendas de la verdadera luz; síguela por mi imitación y conseguirás mi deseo. Niégate a todo lo terreno y visible, no lo conozcas ni mires, no lo quieras ni atiendas, huye de ser conocida, no tengan en ti parte las criaturas, guarda tu secreto y tu tesoro de la fascinación humana y diabólica. Todo lo conseguirás si como discípula de mi Hijo santísimo y mía ejecutares la doctrina del Evangelio que te enseñamos con la perfección que debes. Y para que te compela a tan alto fin, ten presente el beneficio de haberte llamado la disposición divina para que seas novicia y profesa de la imitación respectivamente de mi vida, doctrina y virtudes, siguiendo mis pisadas, y de este estado pases al noviciado más levantado y profesión perfecta de la religión católica, ajustándote a la doctrina evangélica e imitación del Redentor del mundo, corriendo tras el olor de sus ungüentos y por las sendas rectas de su verdad. El primer estado de discípula mía ha de ser disposición para serlo de mi Hijo santísimo, y los dos para alcanzar el último de la unión con el ser inmutable de Dios; y todos tres son beneficios de incomparable valor que te ponen en empeño de ser más perfecta que los encumbrados serafines, y la diestra divina te los ha concedido para disponerte, prepararte y hacerte idónea y capaz de recibir la enseñanza, inteligencia y luz de mi vida, obras, virtudes, misterios y sacramentos, para que los escribas. Y el muy alto Señor se ha dignado de concederte esta liberal misericordia, sin merecerla tú, por mi intercesión y ruegos. Y los he hecho eficaces, en remuneración de que has rendido tu dictamen temeroso y cobarde a la voluntad del Altísimo y obediencia de tus prelados, que repetidas veces te han manifestado e intimándote escribas mi Historia. El premio más favorable y útil para tu alma es el que te han dado en estos tres estados o caminos místicos, altísimos y misteriosos, ocultos a la prudencia carnal y agradables a la aceptación divina. Tienen copiosísimas doctrinas, como te han enseñado y has experimentado en orden a conseguir su fin. Escríbelas aparte y haz tratado de ellas, que es voluntad de mi Hijo santísimo. Su título sea el que tienes prometido en la introducción de esta Historia que dice:
Leyes de la Esposa, ápices de su casto amor y fruto cogido del árbol de la vida de esta obra (Cf. la edición de esta obra por Eduardo Royo, Herederos de Juan Gili, Barcelona, 1916).
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