737. Algunos días después que nuestra Reina y Señora con su Hijo santísimo y su esposo San José estaba de asiento en Nazaret, llegó el tiempo en qué obligaba el precepto de la ley de San Moisés a los israelitas que se presentasen en Jerusalén delante del Señor. Este mandato obligaba tres veces en el año, como parece en el Éxodo (Ex 34, 23) y Deuteronomio (Dt 16, 16). Pero no obligaba a las mujeres sino a los varones, y por esto podían ir por su devoción o dejar de ir, porque no tenían mandato ni tampoco se lo prohibían. La divina Señora y su esposo confirieron qué debían hacer en estas ocasiones. El Santo se inclinaba a llevar consigo a la gran Reina su esposa y al Hijo santísimo, para ofrecerle de nuevo al Eterno Padre, como siempre lo hacía, en el templo. A la Madre purísima también la tiraba la piedad y culto del Señor, pero como en cosas semejantes no se movía fácilmente sin el consejo y doctrina de su maestro el Verbo Humanado, consultóle sobre esta determinación. Y la que tomaron fue que San José fuese las dos veces del año solo a Jerusalén y que la tercera subiesen todos tres juntos. Estas solemnidades en que iban los israelitas al templo eran: una la de los Tabernáculos, otra de las Hebdómadas, que es por Pentecostés, y la otra la de los Ázimos, que era la Pascua de Parasceve; y a ésta subían Jesús dulcísimo, María purísima y San José juntos. Duraba siete días, y en ella sucedió lo que diré en el capítulo siguiente. A las otras dos fiestas subía solo San José, sin el Niño ni la Madre.
738. Las dos veces que subía el santo esposo José en el año solo a Jerusalén, hacía esta peregrinación por sí y por su esposa divina y en nombre del Verbo Humanado, con cuya doctrina y favores iba el Santo lleno de gracia, devoción y dones celestiales a ofrecer al Eterno Padre la ofrenda que dejaba reservada como en depósito para su tiempo. Y en el ínterin, como sustituto del Hijo y de la Madre, que quedaban orando por él, hacía en el templo de Jerusalén misteriosas oraciones, ofreciendo el sacrificio de sus labios. Y como en él ofrecía y presentaba a Jesús y a María santísimos, era oblación aceptable para el Eterno Padre sobre todas cuantas le ofrecían lo restante del pueblo israelítico. Pero cuando subían el Verbo Humanado y la Virgen Madre por la fiesta de la Pascua en compañía de San José, era este viaje más admirable para él y los cortesanos del cielo, porque siempre se formaba en el camino aquella procesión solemnísima —que otras veces en semejantes ocasiones queda dicho (Cf. supra n. 456, 589, 619)— de los tres caminantes Jesús, María y José y los diez mil Ángeles que los acompañaban en forma humana visible; y todos iban con la hermosura refulgente y profunda reverencia que acostumbraban, sirviendo a su Criador y Reina, como en otras jornadas he dicho; era ésta de casi treinta leguas, que dista Nazaret de Jerusalén, y a la ida y vuelta se guardaba el mismo orden en este acompañamiento y obsequio de los Santos Ángeles, según la necesidad y disposición del Verbo humanado.
739. Tardaban en estas jornadas respectivamente más que en otras, porque después que volvieron a Nazaret desde Egipto el infante Jesús quiso andarlas a pie, y así caminaban todos tres, Hijo y Padres santísimos; y era necesario ir despacio, porque el infante Jesús comenzó luego a fatigarse en servicio del Eterno Padre y en beneficio nuestro y no quería usar de su poder inmenso para excusar la molestia del camino, antes procedía como hombre pasible, dando licencia o lugar a las causas naturales para que tuviesen sus efectos propios, como lo era el cansarle y fatigarle el trabajo del camino. Y aunque el primer año que hicieron esta jornada tuvo cuidado la divina Madre y su esposo de aliviar algo al Niño Dios recibiéndole alguna vez en los brazos, pero este descanso era muy breve y en adelante fue siempre por sus pies. No le impedía este trabajo la dulcísima Madre, porque conocía su voluntad de padecer, pero llevábale de ordinario de la mano, y otras veces el Santo Patriarca José; y como el infante se cansaba y encendía, la Madre prudentísima y amorosa, con la natural compasión, se enternecía y lloraba muchas veces. Preguntábale de su molestia y cansancio y limpiábale el divino rostro, más hermoso que los cielos y sus lumbreras; y todo esto hacía la Reina puesta de rodillas con incomparable reverencia, y el divino Niño la respondía con agrado y la manifestaba el gusto con que recibía aquellos trabajos por la gloria de su eterno Padre y bien de los hombres. En estas pláticas y conferencias de cánticos y alabanzas divinas ocupaban mucha parte del camino, como en otras jornadas queda dicho (Cf. supra n. 627, 637).
740. Otras veces, como la gran Reina y Señora miraba por una parte las acciones interiores de su Hijo santísimo y por otra la perfección de la humanidad deificada, su hermosura y operaciones, en que se iba manifestando su divina gracia, el modo como iba creciendo en el ser y obrar de hombre verdadero, y todo lo confería la prudentísima Señora en su corazón (Lc 2, 19), hacía heroicos actos de todas las virtudes y se inflamaba y encendía en el divino amor. Miraba también al infante como a Hijo del Eterno Padre y verdadero Dios y, sin faltar al amor de madre natural y verdadera, atendía a la reverencia que le debía como a su Dios y Criador, y todo esto cabía juntamente en aquel candido y purísimo corazón. El niño caminaba muchas veces esparciéndole el viento sus cabellos —que le fueron creciendo no más de lo necesario, y ninguno le faltó hasta los que le arrancaron los sayones— y en esta vista del infante Jesús sentía la dulcísima Madre otros efectos y afectos llenos de suavidad y sabiduría. Y en todo lo que interior y exteriormente obraba, era admirable para los Ángeles y agradable a su Hijo santísimo y Criador.
741. En todas estas jornadas, que hacían Hijo y Madre al templo, ejecutaban heroicas obras en beneficio de las almas, porque convertían muchas al conocimiento del Señor y las sacaban de pecado y las justificaban, reduciéndolas al camino de la vida eterna; aunque todo esto lo obraban por modo oculto, porque no era tiempo de manifestarse el Maestro de la verdad. Pero como la divina Madre conocía que estas eran las obras que a su Hijo santísimo le encomendó el Eterno Padre y que entonces se habían de ejecutar en secreto, concurría a ellas como instrumento de la voluntad del Reparador del mundo, pero disimulado y encubierto. Y para gobernarse en todo con plenitud de sabiduría, la prudentísima Maestra siempre consultaba y preguntaba al Niño Dios todo lo que habían de hacer en aquellas peregrinaciones, a qué lugares y posadas habían de ir, porque en estas resoluciones conocía la Princesa celestial que su Hijo santísimo disponía los medios oportunos para las obras admirables que su sabiduría tenía previstas y determinadas.
742. Donde hacían las noches, unas veces en las posadas, otras en el campo —que algunas se quedaban en él— el niño Dios y su Madre purísima nunca se dividían uno de otro. Siempre la gran Señora asistía con su Hijo y Maestro y atendía a sus acciones, para imitarlas en todo y seguirlas. Lo mismo hacía en el templo, donde miraba y conocía las oraciones y peticiones del Verbo humanado que hacía a su Eterno Padre, y cómo según la humanidad en que era inferior se humillaba y reconocía con profunda reverencia los dones que recibía de la divinidad. Y algunas veces la beatísima Madre oía la voz del Padre que decía: Este es mi Hijo dilectísimo, en quien yo tengo mi complacencia y me deleito (Mt 17, 5) Otras veces conocía y miraba la gran Señora que su Hijo santísimo oraba por ella al Padre Eterno y se la ofrecía como Madre verdadera, y este conocimiento era de incomparable júbilo para ella. Conocía también cómo oraba por el linaje humano, y que por todos estos fines ofrecía el Hijo sus obras y trabajos. En estas peticiones le acompañaba, imitaba y seguía.
743. Sucedía también otras veces que los Santos Ángeles hacían cánticos y música suavísima al Verbo humanado, así cuando entraban en el templo, como en los caminos, y la feliz Madre los oía, miraba y entendía todos aquellos misterios y era llena de nueva luz y sabiduría, y su purísimo corazón se enardecía e inflamaba en el divino amor, y el Altísimo la comunicaba nuevos dones y favores, que no es posible comprenderlos con mis cortas razones. Pero con ellos la prevenía y preparaba para los trabajos que había de padecer, porque muchas veces, después de tan admirables beneficios, se le representaban como en un mapa todas las afrentas, ignominias y dolores que en aquella ciudad de Jerusalén padecería su Hijo santísimo. Y para que luego lo mirase todo en él con más dolor, solía Su Majestad al mismo tiempo ponerse a orar delante y en presencia de la dulcísima Madre, y, como le miraba con la luz de la divina sabiduría y le amaba como a su Dios y juntamente como a Hijo verdadero, era traspasada con el cuchillo penetrante que le dijo San Simeón (Lc 2, 35) y derramaba muchas lágrimas previniendo las injurias que había de recibir su dulcísimo Hijo, las penas y la muerte ignominiosa que le habían de dar y que aquella hermosura sobre todos los hijos de los hombres (Sal 44, 3) sería afeada más que de un leproso (Is 53, 3) y que todo lo verían sus ojos. Y para mitigarle algo el dolor solía el Niño Dios volverse a ella y le decía que dilatase su corazón con la caridad que tenía al linaje humano y ofreciese al Eterno Padre aquellas penas de entrambos para remedio de los hombres. Y este ofrecimiento hacían juntos Hijo y Madre santísimos, complaciéndose en él la Beatísima Trinidad; y especialmente le aplicaban por los fieles, y más en particular para los predestinados, que habían de lograr los merecimientos y redención del Verbo humanado. En estas ocupaciones gastaban señaladamente Jesús y María dulcísimos los días que subían a visitar el templo de Jerusalén.
Doctrina que me dio la Reina María santísima.
744. Hija mía, si con atenta y profunda consideración ponderas el peso de tus obligaciones, muy fácil y suave te parecerá el trabajo que repetidas veces te encargo en cumplir con los mandamientos y ley santa del Señor. Este ha de ser el primer paso de tu peregrinación como principio y fundamento de toda la perfección cristiana. Pero muchas veces te he enseñado que el cumplir con los preceptos del Señor ha de ser no con tibieza y frialdad sino con todo fervor y devoción, porque ella te moverá y compelerá a que no te contentes con lo común de la virtud sólo, pero que te adelantes en muchas obras voluntarias, añadiendo por amor lo que no te impone Dios por obligación; que ésta es industria de su sabiduría, para darse por obligado de sus verdaderos siervos y amigos, como de ti lo quiere estar. Considera, carísima, que el camino de la vida mortal a la eterna es largo, penoso y peligroso: largo por la distancia, penoso por la dificultad, peligroso por la fragilidad humana y astucia de los enemigos. Y sobre todo esto el tiempo es breve, el fin incierto; y éste, o muy dichoso o infeliz y desdichado, y el uno y otro irrevocables. Y después del pecado de Adán, la vida animal y terrena de los mortales es poderosa contra quien la sigue, las prisiones de las pasiones fuertes, la guerra continua, lo deleitable está presente al sentido y le fascina fácilmente, lo honesto es más oculto en sus efectos y conocimiento, y todo esto junto hace la peregrinación dudosa en su acierto y llena de peligros y dificultades.
745. Entre todos no es el menor, por la humana flaqueza, el de la carne, que por esto y por más continuo y doméstico derriba a muchos de la gracia. Pero el modo más breve y seguro de vencerle ha de ser para ti y para todos, disponer tu vida en amargura y dolor, sin admitir en ella descanso ni deleite de los sentidos y hacer pacto inviolable con ellos de que no se desmanden, ni se inclinen más de a lo que la fuerza y regla de la razón permite; y sobre este cuidado has de añadir otro, de anhelar siempre al mayor beneplácito del Señor y al fin último adonde deseas llegar. Para todo esto te conviene atender a mi imitación siempre, a que te convido y llamo con deseo de que llegues a la plenitud de la virtud y santidad. Atiende a la puntualidad y fervor con que yo obraba tantas cosas, no porque me las mandaba el Señor, sino porque yo conocía eran de su mayor agrado. Multiplica tú los actos fervorosos, las devociones, los ejercicios espirituales, y en todo las peticiones y ofrecimientos al Eterno Padre por el remedio de los mortales; ayúdalos también con el ejemplo y amonestaciones que pudieres; consuela a los tristes, anima a los flacos, ayuda a los caídos, y por todos ofrece si fuere necesario tu misma sangre y vida; y sobre todo esto agradece a mi Hijo santísimo que sufra tan benignamente la torpe ingratitud de los hombres, sin faltar a su conservación y beneficios; atiende al invicto amor que les tuvo y tiene, y cómo yo le acompañé, y ahora lo hago en esta caridad; y tú, quiero que sigas a tu dulce Esposo en tan excelente virtud y a mí que soy tu maestra.
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