746. Continuaban, como queda dicho (Cf. supra n. 737), todos los años la estación y jornada que hacían al templo Jesús, María y José santísimos en el tiempo de la Pascua de los Ázimos (Lev 23, 6). Y llegando el Niño Dios a los doce años de su edad, cuando convenía ya que amaneciesen los resplandores de su inaccesible y divina luz, subieron al mismo tiempo a Jerusalén, como lo acostumbraban (Lc 2, 42). Esta solemnidad de los Ázimos duraba siete días, conforme a la disposición de la ley (Dt 16, 8), y eran los más célebres el primero y el último día, y por esto se detenían nuestros divinos y celestiales peregrinos en Jerusalén todo aquel septenario, celebrando la fiesta con el culto del Señor y oraciones que acostumbraban los demás israelitas, si bien en el oculto sacramento eran tan singulares y diferentes de todos los demás. Y la dichosa Madre y su santo esposo respectivamente recibían de la mano del Señor en estos días favores y beneficios sobre todo pensamiento humano.
747. Pasado el día séptimo de la solemnidad se volvieron para Nazaret y al salir de la ciudad de Jerusalén dejó el Niño Dios a sus padres, sin que ellos lo pudiesen advertir, y se quedó oculto, prosiguiendo ellos su jornada ignorantes del suceso. Para ejecutar esto se valió el Señor de la costumbre y concurso de la gente que, como era tan grande en aquellas solemnidades, solían dividirse las tropas de los forasteros apartándose las mujeres de los hombres, por la decencia y recato conveniente; y los niños que llevaban a estas festividades acompañaban a los padres o madres sin diferencia, porque en esto no había peligro de indecencia; con que pudo pensar San José que el infante Jesús iba en compañía de su santísima Madre, a quien asistía de ordinario, y no pudo imaginar que iría sin él, porque la divina Reina le amaba y conocía sobre toda criatura angélica y humana. La gran Señora no tuvo tantas razones para juzgar que iba su Hijo santísimo con el patriarca San José, pero el mismo Señor la divirtió con otros pensamientos divinos y santos, para que al principio no atendiese y que después, cuando se reconoció sola sin su amado y dulcísimo Hijo, pensase que lo llevaba consigo el gloriosísimo San José y que para su consuelo le acompañaba el Señor de las alturas.
748. Con esta presunción caminaron María y José santísimos todo un día, como dice san Lucas (Lc 2, 44). Y como se iban despidiendo y saliendo de la ciudad por diferentes caminos los forasteros, se iban después juntando cada uno con su mujer o familia. Halláronse María santísima y su esposo en el lugar donde habían de posar y concurrir juntos la primera noche después que salieron de Jerusalén. Y viendo la gran Señora que el niño Dios no venía con San José como lo había pensado y que tampoco el Patriarca le hallaba con su Madre, quedaron los dos casi enmudecidos con el susto y admiración, sin poderse hablar por mucho rato; y cada uno respectivamente, gobernando el juicio por su profundísima humildad, se hizo cargo a sí mismo de haberse descuidado en haber dejado a su Hijo santísimo que se perdiese de vista; porque ignoraban el misterio y el modo como Su Majestad lo había ejecutado. Cobraron los divinos esposos algún aliento y con sumo dolor confirieron lo que debían hacer, y la amorosa Madre dijo a San José: Esposo y Señor mío, no sosegará mi corazón, si no volvemos con toda diligencia a buscar a mi Hijo santísimo.—Hiciéronlo así, comenzando la pesquisa entre los deudos y conocidos, y ninguno pudo darles noticia de Él, ni aliviarles su dolor, antes bien se les acrecentó de nuevo con las respuestas de que no le habían visto en el camino desde Jerusalén.
749. Convirtióse la afligida Madre a sus Santos Ángeles, y los que llevaban aquella venera del santísimo nombre de Jesús —que dije hablando de la circuncisión (Cf. supra n. 523)— se habían quedado con el mismo Señor y los demás acompañaban a su Madre purísima; y esto sucedía siempre que se dividían; a éstos, que eran diez mil, preguntó su Reina y les dijo: Amigos y compañeros míos, bien conocéis la justa causa de mi dolor. Yo os pido que en tan amarga aflicción seáis vosotros mi consuelo, dándome noticia de mi Amado, para que yo le busque y le halle (Cant 3, 2). Dad algún aliento a mi lastimado corazón, que ausente de su bien y de su vida se sale de su lugar para buscarle.— Los Santos Ángeles, que sabían la voluntad del Señor en dar a Su Madre santísima aquella ocasión de tantos merecimientos y que no era tiempo de manifestarle el sacramento, aunque no perdían de vista a su Criador y nuestro Reparador, la respondieron consolándola con otras razones, pero no le dijeron entonces dónde estaba su Hijo santísimo, ni las ocupaciones que tenía; y con esta respuesta y nuevas dudas que le causaron a la prudentísima Señora, crecían con sumo dolor sus cuidados, lágrimas y suspiros, para buscar con diligencia, no la dracma perdida como la otra mujer del Evangelio (Lc 15, 8), sino todo el tesoro del cielo y tierra.
750. Discurría consigo misma la Madre de la sabiduría, formando en su corazón diversos pensamientos. Y lo primero se le ofrecía si Arquelao, imitando la crueldad de su padre Herodes, había tenido noticia del infante Jesús y le habría preso. Y aunque sabía por las divinas Escrituras y revelaciones y por la doctrina de su Hijo santísimo y maestro divino, que no era llegado el tiempo de la muerte y pasión de su Redentor y nuestro ni entonces le quitarían la vida, pero llegó a recelarse y temer que le hubiesen cogido y puesto en prisiones y le maltratasen. Sospechaba también con humildad profundísima si por ventura le había ella disgustado con su servicio y asistencia, y se había retirado al desierto con su futuro precursor San Juan. Otras veces, hablando con su bien ausente, le decía: Dulce amor y gloria de mi alma, con el deseo que tenéis de padecer por los hombres, ningún trabajo y penalidad excusaréis con vuestra inmensa caridad, antes me recelo, Dueño y Señor mío, que los buscaréis de intento. ¿A dónde iré? ¿Dónde os hallaré, lumbre de mis ojos? ¿Queréis que desfallezca mi vida con el cuchillo que la dividió de vuestra presencia? Pero no me admiro, bien mío, castiguéis con vuestra ausencia a la que no supo lograr el beneficio de vuestra compañía. ¿Por qué, Señor mío, me habéis enriquecido con los regalos dulces de vuestra infancia, si tan temprano había de carecer de vuestra amable asistencia y doctrina? Pero, ¡ay de mí! que como no pude merecer el teneros por Hijo y gozaros este tiempo, confieso lo que debo agradeceros el que vuestra dignación me quiso admitir por esclava. Y si porque soy indigna Madre vuestra puedo valerme de este título para buscaros por mi Dios y por mi bien, dadme, Señor, licencia para hacerlo y concededme lo que me falta para ser digna de hallaros, que con vos viviré yo en el desierto, en las penas, trabajos, tribulaciones y en cualquiera parte. Dueño mío, mi alma desea que con dolores y tormentos me dejéis merecer en parte o morir si no os hallo o vivir en vuestro servicio y compañía. Cuando vuestro ser divino se ocultó de mi interior, quedóme la presencia de vuestra amable humanidad y, aunque severa y menos cariñosa que acostumbraba, hallaba vuestros pies a que arrojarme; mas ahora carezco de esta dicha y de todo punto se me ha escondido el sol que me alumbraba y sólo me quedaron las angustias y gemidos. ¡Ay vida de mi alma, qué de suspiros de lo íntimo del corazón os pueda enviar!, pero no son dignos de vuestra clemencia, pues no tengo noticia dónde os hallarán mis ojos.
751. Perseveró la candidísima paloma en lágrimas y gemidos, sin descansar, sin sosegar, sin dormir ni comer los tres días continuos. Y aunque los diez mil ángeles la acompañaban corporalmente en forma humana y la miraban tan afligida y dolorosa, con todo eso no le manifestaban dónde hallaría al infante perdido. Y el día tercero se resolvió la gran Reina en ir a buscarle al desierto, donde estaba San Juan Bautista, porque se inclinaba más a que estaría con él su Hijo santísimo, pues no hallaba indicios de que Arquelao le tuviese preso. Cuando ya quería ejecutar esta determinación y echar el paso para ella, la detuvieron los Santos Ángeles y la dijeron que no fuese al desierto, porque el divino Verbo humanado no estaba en él. Determinó también ir a Belén, por si por ventura estaba en el portal donde había nacido, y de esta diligencia la divirtieron los Santos Ángeles también, diciendo que el Señor no estaba tan lejos. Y aunque la beatísima Madre oía estas respuestas y conocía que los espíritus soberanos no ignoraban dónde estaba el infante Jesús, fue tan advertida, humilde y detenida con su rara prudencia, que no les replicó ni preguntó más dónde le hallaría, porque coligió se lo ocultaban con voluntad del Señor. Con tanta magnificencia y veneración trataba la Reina de los mismos Ángeles los sacramentos del Altísimo y a sus ministros y embajadores. Y este suceso fue uno de los que se le ofrecieron en qué descubrir la grandeza de su real y magnánimo corazón.
752. No llegó al dolor que tuvo María santísima en esta ocasión el que han tenido y padecido todos los mártires; ni la paciencia, conformidad y tolerancia de esta Señora tuvo igual ni lo puede tener, porque la pérdida de su Hijo santísimo era sobre todo lo criado; el conocimiento, el amor y el aprecio más que toda ponderación imaginable; la duda era tan grande, sin conocer la causa, como ya he dicho. Y a más de esto la dejó el Señor aquellos tres días en el estado común que solía tener cuando carecía de los particulares favores y casi en el estado ordinario de la gracia, porque, fuera de la vista y habla de los Santos Ágeles, suspendió otros regalos y beneficios que frecuentemente comunicaba a su alma santísima; y de todo esto se conoce en parte cuál sería el dolor de la divina y amorosa Madre. Pero, ¡oh prodigio de santidad y prudencia, fortaleza y perfección!, que con tan inaudito trabajo y excesiva pena no se turbó, ni perdió la paz interior ni exterior, ni tuvo pensamiento de ira ni despecho, ni otro movimiento o palabra desigual, ni desordenada tristeza o enojo, como de ordinario sucede a los demás hijos de Adán en los grandes trabajos, y aun sin ellos se desconciertan todas sus pasiones y potencias. Pero la Señora de las virtudes obró en todas ellas con celestial armonía y consonancia, y aunque su dolor la tuvo herido el corazón y era sin medida, la hubo en todas sus acciones, y no cesó ni faltó a la reverencia y alabanza del Señor, ni hizo intervalo en las oraciones y peticiones por el linaje humano y porque se le concediese hallar a su santísimo Hijo.
753. Con esta sabiduría divina y con suma diligencia le buscó tres días continuos, preguntando a diferentes personas y discurriendo y dando señas de su amado a las hijas de Jerusalén, rodeando la ciudad por las calles y plazas; cumpliéndose en esta ocasión lo que de esta gran Señora dejó dicho Salomón en los Cantares (Cant 3, 2; 5, 8-10). Preguntábanle algunas mujeres qué señas eran las de su único y perdido niño, y ella respondía con las que dio la esposa en nombre suyo: Mi querido es blanco y colorado, escogido entre millares. Oyóla una mujer entre otras que la dijo: Ese niño con las mismas señas llegó ayer a mi puerta a pedir limosna y se la di, y su agrado y hermosura robó mi corazón. Y cuando le di limosna, sentí en mi interior una dulce fuerza y compasión de ver pobre y sin amparo un niño tan gracioso.—Estas fueron las primeras nuevas que halló en Jerusalén la dolorosa Madre de su Unigénito y respirando un poco en su dolor prosiguió con la pesquisa, y algunas otras personas le dijeron casi lo mismo. Con estos indicios encaminó sus pasos al hospital de la ciudad, juzgando hallaría entre los pobres al Esposo y Artífice de la pobreza, como entre sus legítimos hermanos y amigos. Y preguntando por él respondieron que el niño que tenía aquellas señales los había visitado aquellos tres días, llevándoles algunas limosnas y dejándolos muy consolados en sus trabajos.
754. Todos estos indicios y señales causaban en la divina Señora dulcísimos y muy tiernos afectos que de lo íntimo del corazón enviaba a su oculto y escondido Hijo. Y luego se le ofreció que, pues no estaba con los pobres, asistiría sin duda en el templo, como en casa de Dios y de oración.
A este pensamiento le respondieron los Santos Ángeles:
Reina y Señora nuestra, cerca está vuestro consuelo, luego veréis la lumbre de vuestros ojos, apresurad el paso y llegad al templo.—El glorioso patriarca San José vino en esta ocasión a presencia de su esposa, que por doblar las diligencias había tomado otro camino para buscar al Niño Dios, y por otro Ángel fue también avisado que caminase al templo. Y todos tres días padeció incomparable y excesiva aflicción y dolor, discurriendo de unas partes a otras, unas veces con su divina esposa, otras sin ella, y con gravísima pena. Y hubiera llegado su vida a manifiesto peligro, si la mano del Señor no le confortara y si la prudentísima Señora no le consolara y cuidara de que tomara algún alimento y descansara de su gran fatiga algunos ratos, porque su verdadero y fino afecto al Niño Dios le llevaba vehemente y ansioso a buscarse sin acordarse de alimentar la vida ni socorrer la naturaleza. Con el aviso de los santos príncipes fueron María purísima y San José al Templo, donde sucedió lo que diré en el capítulo siguiente.
Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.
755. Hija mía, por experiencia muy repetida saben los mortales que no se pierde sin dolor aquello que se ama y posee con deleite. Ésta verdad, tan conocida con la prueba, debía enseñar y redargüir a los mundanos del desamor que tienen con su Dios y Criador, pues donde le pierden tantos son tan pocos los que se duelen de esta pérdida, porque nunca merecieron amarle ni poseerle por la fuerza de la gracia. Y como no les duele perder el bien que ni aman ni poseyeron, por eso, ya perdido, se descuidan de buscarle. Pero hay gran diferencia en estas pérdidas o ausencias del verdadero Bien, porque no es lo mismo ocultarse Dios del alma para examen de su amor y aumento de las virtudes, o alejarse de ella en pena de sus culpas. Lo primero es industria del amor divino y medio para más comunicarse a la criatura que lo desea y merece. Lo segundo es justo castigo de la indignación divina. En la primera ausencia del Señor se humilla el alma por el temor santo y filial amor y duda que tiene de la causa y, aunque no la reprenda la conciencia, el corazón blando y amoroso conoce el peligro, siente la pérdida y viene —como dice el Sabio (Prov 28, 14)— a ser bienaventurado porque siempre está pávido y temeroso de tal pérdida, y el hombre no sabe si es digno del amor o aborrecimiento de Dios (Ecl 9, 1), y todo se reserva para el fin, y en el ínterin en esta vida mortal comúnmente suceden las cosas al justo y al pecador sin diferencia (Ecl 9,2).
756. Este peligro dijo el Sabio (Ecl 9, 3) que era el mayor y el pésimo en todas las cosas que suceden debajo del sol, porque los impíos y réprobos se llenan de malicia y dureza de corazón con falsa y peligrosa seguridad, viendo que sin diferencia suceden las cosas a ellos y a los demás, y que no se puede conocer con certeza quién es el escogido o el réprobo, el amigo o enemigo, justo o pecador, quién merece el odio y quién el amor. Pero si los nombres recurriesen sin pasión y sin engaño a la conciencia, ella respondería a cada uno la verdad que le conviene saber; pues cuando reclama contra los pecados cometidos, estulticia torpísima es no atribuirse a sí misma los males y daños que padece y no reconocerse desamparada y sin la presencia de la gracia y con la pérdida del todo y sumo bien. Y si estuviera libre la razón, el mayor argumento era no sentir con íntimo dolor la pérdida o la falta del gozo espiritual y efectos de la gracia; porque faltar este sentimiento a una alma criada y ordenada para la eterna felicidad, fuerte indicio es que ni la desea ni la ama, pues no la busca con diligencia hasta llegar a tener alguna satisfacción y seguridad prudente, que puede alcanzar en esta vida mortal, de que no ha perdido por su culpa el sumo Bien.
757. Yo perdí a mi Hijo santísimo en cuanto a la presencia corporal y, aunque fue con esperanza de hallarle, el amor y la duda de la causa de su ausencia no me dieron reposo hasta volver a hallarle. Esto quiero que tú imites, carísima, ahora le pierdas por culpa tuya o por industria suya. Y para que no sea por castigo, lo debes procurar con tanta fuerza, que ni la tribulación, ni la angustia, ni la necesidad, ni el peligro, ni la persecución, ni el cuchillo, lo alto ni profundo dividan entre ti y tu bien (Rom 8, 35); pues si tú eres fiel como se lo debes y no le quieres perder, no serán poderosos para privarte de él los ángeles, ni principados, ni potestades, ni otra alguna criatura (Rom 8, 38). Tan fuerte es el vínculo de su amor y sus cadenas, que nadie las puede romper si no es la misma voluntad de la criatura.
|