785. Cualquiera de las causas que obran con libertad y conocimiento de sus acciones, es necesario que tenga en ellas algún fin, razones y motivos, con cuyo conocimiento se determine y se mueva para hacerlas; y al conocimiento de los fines se sigue la consultación o elección de los medios para conseguirlos. Este orden es más cierto en las obras de Dios, que es suprema y primera causa y de infinita sabiduría, con la cual dispone y ejecuta todas las cosas, tocando de fin a fin con fortaleza y suavidad, como dice el Sabio (Sab 8, 1); y en ninguna pretende el no ser y la muerte, antes bien las hace todas para que tengan ser y vida (Sab 1, 13-14). Y cuanto son más admirables las obras del Altísimo tanto más particulares y levantados son los fines que en ellas pretende conseguir. Y aunque el fin último de todas es la gloria de sí mismo y su manifestación, pero esto va ordenado con su infinita ciencia, como una cadena de varios eslabones que, sucediendo unos a otros, llegan desde la ínfima criatura hasta la suprema y más inmediata al mismo Dios, autor y fin universal de todas.
786. Toda la excelencia de santidad de nuestra gran Señora se comprende en haberla hecho Dios estampa o imagen viva de su mismo Hijo santísimo, y tan ajustada y parecida en la gracia y operaciones, que por comunicación y privilegio parecía otro Cristo. Y éste fue un divino y singular comercio entre Hijo y Madre, porque ella le dio la forma y ser de la naturaleza humana y el mismo Señor le dio a ella otro ser espiritual y de gracia, en que tuviesen respectivamente similitud y semejanza como la de su humanidad. Los fines que tuvo el Altísimo fueron dignos de tan rara maravilla y la mayor de sus obras en pura criatura. Y en los capítulos pasados, primero, segundo y sexto (Cf. supra n. 713, 730, 782), he dicho algo de esta conveniencia por parte de la honra de Cristo nuestro Redentor y de la eficacia de su doctrina y merecimientos; que para el crédito de todo era como necesario que en su Madre santísima se conociese la santidad y pureza de la doctrina de Cristo nuestro Señor y su autor y maestro, la eficacia de la Ley Evangélica y el fruto de la redención y todo redundase en la suma gloria que por ello se le debía al mismo Señor. Y en sola su Madre se halló esto con más intensión y perfección que en todo el resto de la Iglesia Santa y de sus predestinados.
787. El segundo fin que tuvo en esta obra el Señor mira también al ministerio de Redentor, porque las obras de nuestra reparación habían de corresponder a las de la creación del mundo y la medicina del pecado a su introducción; y así convenía que, como el primer Adán tuvo compañera en la culpa a nuestra madre Eva y le ayudó y movió para cometerla y que en él como en cabeza se perdiese el linaje humano, así también sucediese en el reparo de tan gran ruina que el segundo y celestial Adán, Cristo nuestro Señor, tuviese compañera y coadjutora en la redención a su purísima Madre y que ella concurriese y cooperase al remedio, aunque sólo en Cristo, que es nuestra cabeza, estuviese la virtud y la causa adecuada de la general redención. Y para que este misterio se ejecutase con la dignidad y proporción que convenía, fue necesario que se cumpliese entre Cristo nuestro Señor y María santísima lo que dijo el Altísimo en la formación de los primeros padres: No es bien que esté solo el hombre; hagámosle otro semejante que le ayude (Gen 2, 18). Y así lo hizo el Señor, como pudo hacerlo, de tal suerte que él mismo hablando ya por el segundo Adán, Cristo, pudo decir: Este es hueso de mis huesos y carne de mi carne y se llamará varonil porque fue formada del varón (Gen 2, 23). Y no me detengo en mayor declaración de este sacramento, pues ella se viene luego a los ojos de la razón ilustrada con la fe y luz divina y se conoce la similitud de Cristo y su Madre santísima.
788. Otro motivo concurrió también a este misterio; y aunque aquí le pongo el tercero en la ejecución, fue primero en la intención, porque mira a la eterna predestinación de Cristo Señor nuestro, conforme a lo que dije en la primera parte (Cf. supra p. I n. 39). Porque el motivo de encarnar el Verbo eterno y venir al mundo por ejemplar y maestro de las criaturas —que fue el primero de esta maravilla— había de tener proporción y correspondencia a la grandeza de tal obra, que era la mayor de todas y el inmediato fin a donde todas se habían de referir. Y para guardar la divina sabiduría este orden y proporción, era conveniente que entre las puras criaturas hubiese alguna que adecuase a la divina voluntad en su determinación de venir a ser maestro y adoptarnos en la dignidad de hijos por su doctrina y gracia. Y si no hubiera hecho Dios a María santísima, predestinándola entre las criaturas con el grado de santidad y semejante a la humanidad de su Hijo santísimo, faltárale a Dios este motivo en el mundo, con que —a nuestro grosero modo de hablar— honestaba y disculpaba o justificaba su determinación de humanarse conforme al orden y modo manifestado á nosotros de su omnipotencia. Y considero en esto lo que sucedió a San Moisés con sus tablas de la ley, escritas con el dedo de Dios, que cuando vio idolatrar al pueblo las rompió, juzgando a los desleales por indignos de aquel beneficio, pero después se escribió la ley en otras tablas fabricadas por manos humanas (Ex 31, 18; 32, 18-19; 34, 1) y aquellas perseveraron en el mundo. Las primeras tablas, donde formadas por la mano del Señor se escribió su ley, se rompieron por la primera culpa, y no tuviéramos Ley Evangélica si no hubiera otras tablas, Cristo y María, formadas por otro modo: ella por el común y ordinario y él por el concurso de la voluntad y sustancia de María. Y si esta gran Señora no concurriera y cooperara como digna a la determinación de esta ley, nos quedáramos sin ella los demás mortales.
789. Todos estos fines tan soberanos abrazan la voluntad de Cristo nuestro bien, con la plenitud de su divina ciencia y gracia, enseñando a su beatísima Madre los misterios de la Ley Evangélica. Y para que no sólo quedase capaz de todos sino también de los diferentes modos de entenderla y saliese tan sabia discípula que pudiese después ser ella misma consumada maestra y madre de la sabiduría, usaba el Señor de diferentes medios en ilustrarla. Unas veces con aquella visión abstractiva de la divinidad, que en estos tiempos la tuvo más frecuente; otras, cuando no la tenía, le quedaba una como visión intelectual, más habitual y menos clara. Y en la una y otra conocía expresamente toda la Iglesia militante, con el orden y sucesión que había tenido desde el principio del mundo hasta la encarnación y que desde entonces había de llevar hasta el fin del mundo y después en la bienaventuranza. Y esta noticia era tan clara, distinta y comprensiva, que se extendía a conocer todos los santos y justos y los que más se habían de señalar en la Iglesia, los apóstoles, mártires, patriarcas de las religiones, doctores, confesores y vírgenes. Todos los conocía nuestra Reina singularmente, con las obras, méritos y gracia que habían de alcanzar y el premio que les había de corresponder.
790. Conoció también los sacramentos que su Hijo santísimo quería establecer en su Santa Iglesia, la eficacia que tendrían, los efectos que harían en quien los recibiese, según las diferentes disposiciones, y cómo todo pendía de la santidad y méritos de su Hijo santísimo y nuestro reparador. Tuvo asimismo noticia clara de toda la doctrina que había de predicar y enseñar, de las Escrituras antiguas y futuras y todos los misterios que contienen en los cuatro sentidos, literal, moral, alegórico y anagógico, y todo lo que habían de escribir en ellos los expositores, y sobre esto entendía la divina discípula mucho más. Y conoció que se le daba esta ciencia para que fuese maestra de la Iglesia Santa, como en efecto lo fue en ausencia de su Hijo santísimo después que subió a los cielos, y para que aquellos nuevos hijos y fieles reengendrados en la gracia tuviesen en la divina Señora madre amorosa y cuidadosa que los criase a los pechos de su doctrina como con leche suavísima, propio alimento de niños. Y fue así que la beatísima Señora en estos diez y ocho años que estuvo con su Hijo recibió y como digirió la sustancia evangélica, que es la doctrina de nuestro Salvador Cristo, recibiéndola del mismo Señor. Y habiéndola gustado y conocido su negociación (Prov 31, 18), sacó de ella el alimento dulce con que criar a la primitiva Iglesia, que en sus fieles estaba tierna y no tan capaz del manjar sólido y fuerte de la doctrina y Escrituras y de la imitación perfecta de su Maestro y Redentor. Y porque de este punto hablaré en la tercera parte (Cf. infra p. III n. 106ss), que es su propio lugar, no me alargo más.
791. Sin estas visiones y enseñanza, tenía la gran Señora la de su Hijo santísimo y de su humanidad en dos modos que hasta ahora he repetido (Cf. supra n. 481, 694). El uno, en el espejo de su alma santísima y de sus operaciones interiores y en cierto modo de la misma ciencia que Él tenía de todas las cosas (Cf. supra n. 733, 782); allí por otro modo era informada de los consejos del Redentor y artífice de la santidad y de los decretos que tenía del que en la Iglesia había de obrar por sí y por sus ministros. El otro modo era por la instrucción exterior de palabra, porque confería el Señor con su digna Madre todas las cosas que en Él y en la divinidad le había manifestado y, desde lo superior hasta lo más ínfimo, todo cuanto pertenecía a la Iglesia lo comunicaba con ella; y no sólo esto, sino las cosas que habían de corresponder a los tiempos y sucesos de la Ley Evangélica con la gentilidad y sectas falsas. De todo hizo capaz a su divina discípula y nuestra maestra. Y antes que el Señor comenzara la predicación, ya María santísima estaba ejercitada en su doctrina y la dejaba practicada en ella con suma perfección, porque la plenitud de las obras de nuestra gran Reina correspondía a la de su inmensa sabiduría y ciencia, y ésta fue tan profunda y con especies tan claras, que así como nada ignoraba tampoco padeció equivocación ni en las especies ni en las palabras, ni jamás le faltaron las necesarias, ni añadió una sola superflua, ni trocó una por otra, ni tuvo necesidad de discurrir para hablar y explicar los misterios más ocultos de las Escrituras, en las ocasiones que fue necesario hacerlo en la primitiva Iglesia.
Doctrina que me dio la divina Madre y Señora nuestra.
792. Hija mía, la bondad y clemencia del Altísimo, que por sí mismo dio el ser y le da a todas las criaturas y a ninguna niega su grande Providencia, es fidelísima en dar su luz a todas las almas, para que puedan entrar en el camino de su conocimiento y por él en el de la eterna vida, si la misma alma no se impide y oscurece esta luz por sus culpas y deja la conquista del reino de los cielos. Pero con aquellas almas que por sus secretos juicios llama a su Iglesia muéstrase más liberal, porque en el bautismo les infunde con la gracia otras virtudes, que se llaman esencialmente infusas, que no puede la criatura adquirirlas por sí misma, y otras infusas accidentalmente, que con sus obras pudiera adquirir trabajando pero anticípaselas el Señor, para que se halle el alma pronta y más devota en guardar su Santa Ley. A otras almas, sobre esta común lumbre de la fe, añade su clemencia especiales dones sobrenaturales de mayor inteligencia y virtud, para obrar y conocer los misterios de la Ley Evangélica. Y en este beneficio se ha mostrado contigo más liberal que con muchas generaciones y te ha obligado para que te señales en el amor y correspondencia que le debes, estando siempre humillada y pegada en el polvo.
793. Y para que de todo estés advertida, con el cuidado y amor de madre te quiero enseñar como maestra la astucia con que Satanás procura destruir estas obras del Señor; porque desde la hora que las criaturas entran en el uso de la razón, la siguen a cada una muchos demonios vigilantes y asistentes, para que al tiempo en que debían las almas levantar su mente al conocimiento de Dios y comenzar las operaciones de las virtudes infusas en el bautismo, entonces los demonios con increíble furor y astucia procuren arrancar esta divina semilla y, si no pueden, la impiden para que no dé fruto, inclinando a los hombres a obras viciosas, inútiles y párvulas. Con esta iniquidad los divierten para que no usen de la fe, ni esperanza, ni otras virtudes, ni se acuerden que son cristianos, ni atienda al conocimiento de su Dios y misterios de la redención y vida eterna. Y a más de esto introduce el mismo enemigo en los padres una torpe inadvertencia o ciego amor carnal con sus hijos y en los maestros incita a otros descuidos, para que no reparen en su mala educación y los dejen depravar y adquirir muchos hábitos viciosos y perder las virtudes y sus buenas inclinaciones, y con esto vayan caminando a la perdición.
794. Pero el piadosísimo Señor no se olvida de ocurrir a este peligro, renovando la luz interior con nuevos auxilios y santas inspiraciones, con la doctrina de la Santa Iglesia por sus predicadores y ministros, con el uso y eficaz remedio de los Sacramentos y con otros medios que aplica para reducirlos al camino de la vida. Y si con tantos remedios son menos los que vuelven a la salud espiritual, la causa más poderosa para impedirla son la mala ley de los vicios y costumbres depravadas que mamaron en su puericia. Porque es verdadera aquella sentencia del Deuteronomio (Dt 33, 25): Cuales fueron los días de la juventud, tal será la senectud. Y con esto los demonios van cobrando mayor ánimo y más tirano imperio sobre las almas, juzgando que como se les sujetaron cuando tenían menos y menores culpas, lo harán más fácilmente cuando sin temor vayan cometiendo otras muchas y mayores. Y para ellas les incitan y ponen más loca osadía, porque sucede que con cada pecado que la criatura comete pierde más las fuerzas espirituales y se rinde al demonio y como tirano enemigo cobra imperio sobre ella y la sujeta en la maldad y miseria, con que llega a estar debajo los pies de su iniquidad y le lleva adonde quiere, de precipicio a despeño y de abismo en abismo; castigo merecido a quien por el primer pecado se le sujetó. Por estos medios ha derribado Lucifer tanto número de almas al profundo, y cada día las lleva, levantándose en su soberbia contra Dios. Y por aquí ha introducido en el mundo su tiranía y el olvido de los novísimos de los hombres, muerte, juicio, infierno y gloria, y de abismo en abismo ha despeñado tantas naciones hasta caer en errores tan ciegos y bestiales como contienen todas las herejías y sectas falsas de los infieles. Atiende, pues, hija mía, a tan formidable peligro y nunca falte de tu memoria la Ley de Dios, sus preceptos y mandamientos, las verdades católicas y doctrina evangélica. No pase día alguno sin que mucho tiempo medites en ellos, y aconseja lo mismo a tus religiosas y a todos los que te oyeren, porque su adversario el demonio trabaja y se desvela por oscurecer su entendimiento y olvidarlo de la divina ley, para que no encamine a la voluntad, que es potencia ciega, a los actos de su justificación, que se consigue con fe viva, esperanza cierta, amor fervoroso y corazón contrito y humillado (Sal 50, 19).
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