1044. No fuera lejos del intento de esta Historia, cuando en ella pretendiera escribir los milagros y heroicas obras de Cristo nuestro Redentor y Maestro, porque casi en todas concurrió y tuvo alguna parte su beatísima y santísima Madre. Mas no puedo intentar negocio tan arduo y sobre las fuerzas y capacidad humana, pues el Evangelista San Juan, después de haber escrito tantas maravillas de su Maestro divino, dice en el fin de su Evangelio que otras muchas hizo Jesús, las cuales, si se escribieran en singular, no podían caber los libros en todo el mundo (Jn 21, 25). Y si le pareció tan imposible al Evangelista, ¿qué puede presumir una mujer ignorante y más inútil que el polvo de la tierra? Lo que fue necesario y conveniente, lo superabundante y suficiente para fundar y conservar la Iglesia, lo escribieron todos cuatro evangelistas y no es necesario repetirlo en esta Historia, aunque para tejerla y no dejar en silencio tantas obras de la gran Reina que ellos no escribieron será forzoso tocar algunas particulares; que tenerlas escritas y en memoria juzgo será de consuelo y utilidad para mi aprovechamiento. Y lo demás que no escribieron los evangelistas en los evangelios, ni yo tengo orden para escribirlo, se reserva para la vista beatífica, donde con especial gozo de los santos les será manifiesto en el Señor, y allí le alabarán por tan magníficas obras eternamente.
1045. Desde Caná de Galilea tomó Cristo Redentor nuestro el camino para Cafarnaum, ciudad grande y poblada cerca del mar de Tiberías, donde estuvo algunos días, como dice el Evangelista San Juan (Jn 2, 12), aunque no muchos, porque llegándose el tiempo de la Pascua se fue acercando a Jerusalén, para celebrarla a los catorce de la luna de marzo. Acompañóle desde entonces su Madre santísima, despedida por entonces de su casa de Nazaret, para seguirle en su predicación, como lo hizo siempre hasta la cruz; salvo en algunas ocasiones que por pocos días se apartaban, como cuando el Señor se fue al Tabor, o para acudir a otras conversiones particulares como a la samaritana, o porque la divina Señora se quedaba con algunas personas acabando de informarlas y catequizarlas, pero luego volvía a la compañía de su Hijo y Maestro, siguiendo al Sol de Justicia hasta el ocaso de su muerte. En estas peregrinaciones caminaba a pie la Reina del cielo, como su Hijo santísimo. Y si el mismo Señor se fatigó en los caminos como consta del evangelio (Jn 4, 6), ¿qué trabajo seria el de la purísima Señora y qué fatigas padecería en tantas jornadas y en todos tiempos sin diferencia? Con este rigor trató la Madre de misericordia su delicadísimo cuerpo. Y fue tanto lo que en solo esto trabajó por nosotros, que jamás podrán satisfacer esta obligación todos los mortales. Algunas veces llegó a sentir tantos dolores y quebrantos, disponiéndolo así el Señor, que era necesario aliviarla milagrosamente, como lo hacía Su Majestad, otras la mandaba descansar en algún lugar por algunos días, otras veces la aligeraba el cuerpo de manera que pudiera moverse sin dificultad tanto como si volara.
1046. Tenía la divina Maestra en su corazón escrita toda la doctrina y Ley Evangélica, como arriba está declarado (Cf. supra n. 714, 776), y con ser esto así, era tan solícita y atenta en oír la predicación y doctrina de su Hijo santísimo como si fuera nueva discípula, y tenía ordenado a sus Ángeles Santos que la ayudasen especialmente y si fuese menester la avisasen, para que no faltase jamás de la predicación del divino Maestro, salvo cuando estaba ausente. Y siempre que predicaba o enseñaba Su Majestad, le oía la gran Señora puesta de rodillas, dándola sola ella la reverencia y culto que se debía a la persona y a la doctrina, según sus fuerzas alcanzaban. Y porque siempre conocía, como he dicho en otros lugares (Cf. supra n. 481, 990, 1014), las operaciones del alma santísima de su Hijo, y que al mismo tiempo que predicaba estaba orando al Padre interiormente, para que la semilla de su santa doctrina cayese en corazones buenos y diese fruto de vida eterna, hacía la piadosísima Madre esta misma oración y peticiones por los oyentes de su divino Maestro y les daba las mismas bendiciones con ardentísima caridad y lágrimas. Y con su profunda reverencia y atención movía y enseñaba a todos el aprecio que debían hacer de la enseñanza y palabras del Salvador del mundo. Conoció asimismo todos los interiores de los que asistían a la predicación de su Hijo santísimo y el estado de gracia o pecado, de vicios o virtudes que tenían. Y la variedad de estos objetos ocultos a la capacidad humana causaban en la divina Madre diferentes y admirables efectos y todos de altísima caridad y otras virtudes, porque se inflamaba en el celo de la honra del Señor y de que el fruto de su Redención y obras no se perdiese en las almas, y el peligroso daño de ellas mismas en el pecado la movía a pedir su remedio con incomparable fervor. Sentía íntimo y lastimoso dolor de que Dios no fuese conocido, adorado y servido de todas sus criaturas, y este dolor era igual al conocimiento de las razones que para esto había y ella alcanzaba sobre todo entendimiento humano. De las almas que no admitían la gracia y virtud divina, se dolía con amargura inexplicable, porque solía llorar sangre en este sentimiento. Y en lo que padeció nuestra gran Reina en estas obras y cuidado excedió sin comparación a las penas que padecieron todos los mártires del mundo.
1047. A todos los discípulos que seguían al Señor y Su Majestad recibía para este ministerio, los trataba con incomparable sabiduría y prudencia, y a los que fueron señalados para apóstoles tenía en mayor veneración y aprecio, pero de todos cuidaba como Madre y a todos acudía como poderosa Reina, procurándoles para la vida corporal la comida y otras cosas necesarias. Y algunas veces ordenaba a los Ángeles, cuando no había otro modo de buscarla, que para ellos y algunas mujeres de que cuidaba la trajesen de comer; pero de estas maravillas no daba más noticia de la que era necesaria para confirmarlos en la piedad y fe del Señor. Para ayudarles y adelantarlos en la vida espiritual, trabajó la gran Señora más de lo que se puede comprender, no sólo con las oraciones continuas y peticiones fervorosas que siempre hacía por ellos, pero con el ejemplo, consejo y advertencias que les daba los alimentó y crió como prudentísima Madre y Maestra. Y disponiéndolo así el Señor, cuando se hallaban los apóstoles y discípulos con alguna duda —que tuvieron muchas a los principios— o sentían alguna oculta tentación, luego acudían a la gran Señora para ser enseñados y aliviados de aquella incomparable luz y caridad que en ella resplandecía; y con la dulzura de sus palabras eran dignamente recreados y consolados, con su sabiduría quedaban enseñados y doctos, con su humildad rendidos, con su modestia compuestos, y todos los bienes juntos hallaron en aquella oficina del Espíritu Santo y sus dones. Y por todos estos beneficios, por la vocación de los discípulos, por la conversión de cualquiera alma, por la perseverancia de los justos y por cualquiera obra de virtud y gracia, daba el retorno y era para la divina Señora día festivo y hacía nuevos cánticos por ello.
1048. Seguían también a Cristo nuestro Redentor en su predicación algunas mujeres desde Galilea, como lo dicen los evangelistas. San Mateo, san Marcos y san Lucas dicen (Mt 17, 55; Mc 15, 40; Lc 8, 2) que le acompañaban y servían algunas que había curado del demonio y de otras enfermedades; porque el Maestro de la vida a ningún sexo excluyó de su secuela, imitación y doctrina, y así le fueron asistiendo y sirviendo algunas mujeres desde el principio de la predicación, disponiéndolo su divina sabiduría, entre otros fines, para que su Madre santísima tuviese compañía con ellas por la mayor decencia. De estas mujeres santas y piadosas tenía cuidado especial nuestra Reina y las congregaba, enseñaba y catequizaba, llevándolas a los sermones de su Hijo santísimo. Y aunque para enseñarlas el camino de la vida eterna estaba ella tan ilustrada de la sabiduría y doctrina del Evangelio, con todo eso, disimulando en parte su gran secreto, se valía siempre de lo que todos habían oído a su Hijo santísimo y con esto daba principio a las exhortaciones y pláticas que hacía a estas mujeres y a otras muchas que en diferentes lugares iban a ella después o antes de oír al Salvador del mundo. Y aunque no todas la seguían, pero la divina Madre las dejaba capaces de la fe y misterios que era necesario informarlas. Y fueron innumerables las mujeres que trajo al conocimiento de Cristo y al camino de la salud eterna y perfección del Evangelio; aunque en ellos no se habla de esto más que suponiendo seguían algunas a Cristo nuestro Señor, porque no era necesario para el intento de los evangelistas escribir estas particularidades. Hizo la poderosa Señora entre estas mujeres admirables obras, y no sólo las informaba en la fe y virtudes por palabras, sino que con ejemplo las enseñaba a usar y ejercitar la piedad visitando enfermos, pobres, hospitales, encarcelados y afligidos, curando por sus manos propias a los llagados, consolando a los tristes, socorriendo a los necesitados. En las cuales obras, si todas se hubieran de referir, era necesario gastar mucha parte de esta Historia o añadirla.
1049. Tampoco están escritos en la historia del Evangelio, ni en otras eclesiásticas, los innumerables y grandiosos milagros que hizo la gran Reina en el tiempo de la predicación de Cristo nuestro Señor, porque sólo escribieron de los que hizo el mismo Señor en cuanto convenía para la fe de la Iglesia, y era necesario que estuviese ya fundada y confirmada en ella primero que se manifestasen las grandezas particulares de su Madre santísima. Pero, según lo que se me ha dado a entender, es cierto que no sólo hizo muchas conversiones milagrosas, pero que resucitó muertos, curó ciegos y dio salud a muchos. Y esto fue conveniente por muchas razones: lo uno, porque fue como coadjutora de la mayor obra a que vino el Verbo del Eterno Padre a tomar carne al mundo, que fue la predicación y redención, y por ella abrió los tesoros de su omnipotencia y bondad infinita, manifestándola por el Verbo humanado y por su digna Madre; lo otro, porque en estas maravillas fue gloria de entrambos que la misma Madre fuese semejante al Hijo y llegase ella al colmo de todas las gracias y merecimientos correspondientes a su dignidad y premio, y porque con este modo de obrar acreditase a su Hijo santísimo y su doctrina, y así la ayudase en su ministerio con mayor alteza, eficacia y excelencia. Y el estar ocultas estas maravillas de María santísima fue disposición del mismo Señor y petición de la prudentísima Madre; y así las hacía con tanta disimulación y sabiduría, que de todo se le diese la gloria al Redentor, en cuyo nombre y virtud eran hechas. Y este modo guardaba también en enseñar a las almas: porque no predicaba en público ni en los puestos y lugares determinados para los que lo hacían por oficio, como maestros y ministros de la palabra divina, porque este oficio no ignoraba la gran Señora que no era para las mujeres (1 Cor 14, 34), pero en pláticas y conversaciones privadas hacía estas obras con celestial sabiduría, eficacia y prudencia. Y por este modo y sus oraciones hizo más conversiones que todos los predicadores del mundo han hecho.
1050. Esto se entenderá mejor sabiendo que, a más de la virtud divina que tenían sus palabras, sabía y conocía los naturales, las condiciones, inclinaciones y costumbres de todos, el tiempo, disposición y ocasión más oportuna para reducirlos al camino de la luz, y a esto se juntaban sus oraciones, peticiones y la dulzura de sus prudentísimas razones. Y gobernados todos estos dones por aquella caridad ardentísima con que deseaba reducir a todas las almas al camino de la salud y llevarlas al Señor, era consiguiente que la obra de tales instrumentos fuese grandiosa y rescatase infinitas almas y las ilustrase y moviese; porque nada pedía al Señor que se le negase, y ninguna obra hacía vacía y sin el lleno de santidad que pedía, y siendo ésta de la redención la principal, sin duda cooperó a ella más de lo que en la vida mortal podemos conocer. En todas estas obras procedía la divina Señora con rara mansedumbre, como una paloma sencillísima, y con extremada paciencia y sufrimiento, sobrellevando las imperfecciones y rudeza de los nuevos fieles y alumbrando sus ignorancias, porque era multitud grande los que acudían a ella en determinándose a la fe del Redentor. Siempre guardaba la serenidad de su magnificencia de gran Reina, pero junto con ella era tan suave y humilde, que sola Su Alteza pudo juntar estas perfecciones en sumo grado, a imitación del mismo Señor. Y entrambos trataban a todos con tanta humanidad y llaneza de perfectísima caridad, que a nadie se le pudo admitir excusa de no ser enseñado de tales maestros. Hablaban, conversaban y comían con los discípulos y mujeres que les seguían, con la medida y peso que convenía para que nadie se extrañase, ni pensase que el Señor no era hombre verdadero, hijo natural de María santísima, y por esto admitía el Señor otros convites con tanta afabilidad, como consta de los evangelios santos.
Doctrina de la Reina del cielo María santísima.
1051. Hija mía, verdad es que yo trabajé más de lo que piensan y conocen los mortales en acompañar y seguir a mi Hijo santísimo hasta la cruz, y después no fueron menores mis cuidados, como entenderás para escribir la tercera parte de mi vida. Pero entre las molestias de mis trabajos era de incomparable gozo para mi espíritu ver que el Verbo humanado iba obrando la salvación de los hombres y abriendo el libro cerrado con siete sellos (Ap 5, 1) de los misterios ocultos de su divinidad y humanidad santísima; y no me debe menos el linaje humano por lo que me alegraba del bien de cada uno, que por el cuidado con que se le procuraba, porque todo nacía de un mismo amor. En éste quiero que me imites, como frecuentemente te amonesto. Y aunque no oyes con el cuerpo la doctrina de mi Hijo santísimo, ni su voz y predicación, también puedes imitarme en la reverencia con que yo le oía, pues él mismo es el que te habla al corazón y una misma es la verdad y enseñanza; y así te ordeno que cuando reconoces esta luz y voz de tu Esposo y Pastor, te arrodilles con reverencia para atender a ella y con hacimiento de gracias le adora y escribe sus palabras en tu pecho; y si estuvieres en lugar público, donde no puedas hacer esta humillación exterior, harásla con el afecto. Y en todo le obedece como si te hallaras presente a su predicación, pues así como el oírla entonces con el cuerpo sin obrarla no te hiciera dichosa, ahora lo serás si obras lo que oyes en el espíritu, aunque no sea con los oídos exteriores. Grande es tu obligación, porque es grande contigo la liberalísima piedad y misericordia del Altísimo y la mía. No seas tarda de corazón, ni te halles pobre entre tantas riquezas de la divina luz.
1052. Y no sólo a la voz interior del Señor has de oír con reverencia, sino también a sus ministros, sacerdotes y predicadores, cuyas voces son los ecos de la del altísimo Dios y los arcaduces por donde se encamina la doctrina sana de vida, derivada de la fuente perenne de la verdad divina. En ellos habla Dios y resuena la voz de su divina ley; óyelos con tanta reverencia, que jamás halles defecto en ellos ni los juzgues; para ti todos han de ser sabios y elocuentes y en cada uno has de oír a Cristo mi Hijo y mi Señor. Y con esto estarás advertida para no caer en la osadía loca de los mundanos, que con vanidad y soberbia muy reprensible y odiosa en los ojos de Dios desprecian a sus ministros y predicadores, porque no les hablan a satisfacción de su depravado gusto. Como no van a oír la verdad divina, sólo juzgan de los términos y del estilo, como si la palabra de Dios no fuera sencilla y eficaz, sin tanto adorno y compostura de razones, ajustadas al oído enfermo de los que asisten a ella. No tengas en poco este aviso, y atiende a todos cuantos te diere en esta Historia, que como Maestra quiero informarte en lo poco y en lo mucho, en lo grande y en lo pequeño, porque el obrar en todo con perfección siempre es cosa grande. Asimismo te advierto que para los pobres y ricos que te hablan seas igual, sin diferencia ni acepción de personas, que ésta es otra falta común entre los hijos de Adán, y mi Hijo santísimo y yo la condenamos y reprobamos, mostrándonos a todos igualmente afables y más con los más despreciados, afligidos y necesitados. La humana sabiduría atiende a las personas, no al ser de las almas ni a sus virtudes, sino a la ostentación mundana, pero la prudencia del cielo mira a la imagen de Dios en todos. Tampoco debes extrañar de que tus hermanos y prójimos entiendan de ti que padeces los defectos de la naturaleza, que son pena del primer pecado, como las enfermedades, cansancio, hambre y otras pensiones. Tal vez el ocultar estos defectos es hipocresía o poca humildad, y los amigos de Dios sólo han de temer el pecado y desear morir por no cometerle; todos los otros defectos no manchan la conciencia, ni es necesario ocultarlos.
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