1141. Para continuar el discurso de esta Historia dejamos en Betania al Salvador del mundo, después que volvió del triunfo de Jerusalén, acompañado de sus Apóstoles. Y en el capítulo precedente he dicho (Cf. supra n. 1132ss) anticipadamente lo que antes de la entrega de Cristo hicieron los demonios y otras cosas que resultaron de su infernal arbitrio y de la traición de Judas Isacriotes y concilio de los fariseos. Volvamos ahora a lo que sucedió en Betania, donde la gran Reina asistió y sirvió a su Hijo santísimo aquellos tres días que pasaron desde el domingo de los Ramos hasta el jueves. Todo este tiempo gastó el Autor de la vida con su divina Madre, salvo el que ocupó en volver a Jerusalén y enseñar en el Templo los dos días lunes y martes; porque el miércoles no subió a Jerusalén, como ya he dicho (Cf. supra n. 1135). En estos últimos viajes informó a sus discípulos con más abundancia y claridad de los misterios de su pasión y redención humana. Pero con todo esto, y aunque oían la doctrina y avisos de su Dios y Maestro, respondían cada uno según la disposición con que la oían y recibían, y según los efectos que en ellos causaba y los afectos que movía; siempre estaban algo tardos, y como flacos no cumplieron en la pasión lo que antes ofrecieron, como el suceso lo manifestó y adelante veremos (Cf. infra n. 1240).
1142. Con la beatísima Madre comunicó y trató nuestro Salvador aquellos días inmediatos a su pasión tan altos sacramentos y misterios de la redención humana y de la nueva ley de gracia, que muchos de ellos estarán ocultos hasta la vista del Señor en la patria celestial. Y de los que yo he conocido puedo manifestar muy poco, pero en el prudentísimo pecho de nuestra gran Reina depositó su Hijo santísimo todo lo que llamó Santo Rey David incierto y oculto de su sabiduría (Sal 50, 8), que fue el mayor de los negocios que el mismo Dios tenía por su cuenta en las obras ad extra, cual fue nuestra reparación, glorificación de los predestinados, y en ella la exaltación de su santo nombre. Ordenóle Su Majestad todo lo que había de hacer la prudentísima Madre en el discurso de la pasión y muerte que por nosotros iba a recibir y la previno de nueva luz y enseñanza. Y en todas estas conferencias la habló el Hijo santísimo con nueva majestad y grandiosa severidad de Rey, conforme la importancia de lo que trataban, porque entonces de todo punto cesaron los regalos y las caricias de Hijo y Esposo. Pero como el amor natural de la dulcísima Madre y la caridad encendida de su alma purísima había llegado a tan alto grado sobre toda ponderación criada y se acercaba el término de la conversación y trato que había tenido con el mismo Dios e Hijo suyo, no hay lengua que pueda manifestar los afectos tiernos y dolorosos de aquel candidísimo corazón de la Madre y los gemidos que de lo más íntimo de él despedía, como tórtola misteriosa que ya comenzaba a sentir su soledad, que todo lo restante de cielo y tierra entre las criaturas no podían recompensar.
1143. Llegó el jueves, víspera de la pasión y muerte del Salvador, y este día antes de salir la luz llamó el Señor a su amantísima Madre, y ella respondió postrada a sus pies, como lo tenía de costumbre, y le dijo: Hablad, Señor y Dueño mío, que vuestra sierva oye. Levantóla su Hijo santísimo del suelo donde estaba postrada y hablándola con grande amor y serenidad le dijo: Madre mía, llegada es la hora determinada por la eterna sabiduría de mi Padre para obrar la salvación y redención humana, que me encomendó su voluntad santa y agradable; razón es que se ejecute el sacrificio de la nuestra [vida], que tantas veces la habemos ofrecido. Dadme licencia para irme a padecer y morir por los hombres y tened por bien, como verdadera madre, que me entregue a mis enemigos para cumplir con la obediencia de mi eterno Padre, y por ella misma cooperad conmigo en la obra de la salvación eterna, pues recibí de vuestro virginal vientre la forma de hombre pasible y mortal, en que se ha de redimir el mundo y satisfacer a la divina justicia. Y como vuestra voluntad dio el fiat para mi encarnación, quiero que me deis ahora para mi pasión y muerte de cruz; y el sacrificarme de vuestra voluntad a mi Eterno Padre será el retorno de haberos hecho Madre mía, pues Él me envió para que por medio de la pasibilidad de mi carne recobrase las ovejas perdidas de su casa, que son los hijos de Adán.
1144. Estas y otras razones que dijo nuestro Salvador traspasaron el amantísimo corazón de la Madre de la vida y le pusieron de nuevo en la prensa más ajustada de dolor que jamás hasta entonces había padecido, porque llegaba ya aquella hora y no hallaba apelación su dolorosa pena, ni al tiempo, ni a otro superior tribunal, sobre el decreto eficaz del Eterno Padre, que destinaba aquel plazo para la muerte de su Hijo. Y como la prudentísima Madre le miraba como a Dios infinito en atributos y perfecciones y como a verdadero hombre, unida su humanidad a la persona del Verbo y santificada con sus efectos y debajo de esta dignidad inefable, confería la obediencia que le había mostrado cuando Su Alteza le criaba como Madre, los favores que de su mano había recibido en tan larga compañía, y que luego carecería de ellos y de la hermosura de su rostro, de la dulzura eficaz de sus palabras, y que no sólo le faltaría junto todo esto en una hora, pero que le entregaba a los tormentos e ignominias de su pasión y al cruento sacrificio de la muerte y de la cruz y le daba en manos de tan impíos enemigos. Todas estas noticias y consideraciones, que entonces eran más vivas en la prudentísima Madre, penetraron su amoroso y tierno corazón con dolor verdaderamente inexplicable. Pero con la grandeza de Reina, venciendo a su invencible pena, se volvió a postrar a los pies de su Hijo y Maestro divino y besándolos con suma reverencia le respondió y dijo:
1145. Señor y Dios altísimo, autor de todo lo que tiene ser, esclava vuestra soy, aunque sois hijo de mis entrañas, porque vuestra dignación de inefable amor me levantó del polvo a la dignidad de Madre vuestra; razón es que este vil gusanillo sea reconocido y agradecido a vuestra liberal clemencia y obedezca a la voluntad del Eterno Padre y Vuestra. Yo me ofrezco y me resigno en su divino beneplácito, para que en mí como en Vos, Hijo y Señor mío, se cumpla y ejecute su voluntad eterna y agradable. El mayor sacrificio que puedo yo ofrecer, será el no morir con Vos y que no se truequen estas suertes, porque el padecer en vuestra imitación y compañía será grande alivio de mis penas, y todas dulces a vista de las Vuestras. Bastárame por dolor el no poderos aliviar en los tormentos que por la salvación humana habéis de padecer. Recibid, oh bien mío, el sacrificio de mis deseos y que Os vea yo morir quedando con la vida siendo Vos cordero inocentísimo y figura de la sustancia de Vuestro Eterno Padre. Recibid también el dolor de que yo vea la inhumana crueldad de la culpa del linaje humano ejecutada por mano de vuestros crueles enemigos en vuestra dignísima persona. ¡Oh cielos y elementos con todas las criaturas que estáis en ellos, espíritus soberanos, Santos Patriarcas y Profetas, ayudadme todos a llorar la muerte de mi Amado que os dio el ser y llorad conmigo la infeliz miseria de los hombres, que serán la causa de esta muerte y perderán después la eterna vida, la cual les ha de merecer, y ellos no se aprovecharán de tan gran beneficio! ¡Oh infelices prescitos y dichosos predestinados, que se lavaron vuestras estolas en la sangre del Cordedo! (Ap 7, 14) Vosotros, que supisteis aprovecharos de este bien, alabad al Todopoderoso. Oh Hijo mío y bien infinito de mi alma, dad fortaleza y virtud a Vuestra afligida Madre y admitidla por Vuestra discípula y compañera, para que participe de Vuestra pasión y cruz y con Vuestro sacrificio reciba el Eterno Padre el mío como Madre vuestra.
1146. Con estas y otras razones, que no puedo explicar con palabras, respondía la Reina del cielo a su Hijo santísimo y se ofreció a la imitación y participación de su pasión, como cooperadora y coadjutora de nuestra Redención. Y luego le pidió licencia para proponerle otro deseo y petición, prevenida muy de lejos con la ciencia que tenía de todos los misterios que el Maestro de la vida había de obrar en el fin de ella; y dándole licencia Su Majestad añadió la purísima Madre y dijo: Amado de mi alma y lumbre de mis ojos, no soy digna, Hijo mío, de lo que anhela mi corazón a pediros, pero Vos, Señor, sois aliento de mi esperanza y en esta fe os suplico me hagáis participante, si sois servido, del inefable sacramento de vuestro sagrado cuerpo y sangre, como tenéis determinado de instituirle por prenda de Vuestra gloria, y para que volviendo a recibiros en mi pecho se me comuniquen los efectos de tan admirable y nuevo Sacramento. Bien conozco, Señor mío, que ninguna de las criaturas puede dignamente merecer tan excesivo beneficio, prevenido sobre Vuestras obras por sola Vuestra magnificencia, y para obligarla ahora, sólo tengo que ofreceros a Vos mismo con Vuestros merecimientos infinitos. Y si la humanidad santísima en que los vinculáis por haberla recibido de mis entrañas induce algún derecho, éste no será tanto en mí para que seáis mío en este Sacramento, como para que yo sea Vuestra con la nueva posesión de recibiros, en que puedo restituirme a Vuestra dulce compañía. Mis obras y deseos dediqué a esta dignísima y divina comunión desde la hora que Vuestra dignación me dio noticia de ella, y de la voluntad y decreto de quedaros en vuestra Iglesia Santa en especies de pan y vino consagrados. Volved, pues, Señor y bien mío, a la primera y antigua habitación de Vuestra Madre, de Vuestra amiga y Vuestra esclava, a quien para recibiros en su vientre hicisteis libre y exenta del común contagio. En mi pecho recibiré ahora la humanidad que de mi sangre os comuniqué y en él estaremos juntos con estrecho y nuevo abrazo que aliente mi corazón y encienda mis afectos, para no estar de Vos jamás ausente, que sois infinito bien y amor de mi alma.
1147. Muchas palabras de incomparable amor y reverencia dijo la gran Señora en esta ocasión, porque habló con su Hijo santísimo con admirable afecto del corazón, para pedirla la participación de su sagrado cuerpo y sangre. Y Su Majestad le respondió también con más caricia, concediéndole su petición, y la ofreció que la daría el favor y beneficio de la comunión que le pedía, en llegando la hora de celebrar su institución. Desde luego la purísima Madre con nuevo rendimiento hizo grandiosos actos de humildad, agradecimiento, reverencia y viva fe, para estar dispuesta y preparada para la deseada comunión de la eucaristía; y sucedió lo que diré adelante (Cf. infra n. 1197).
1148. Mandó luego Cristo Salvador nuestro a los Santos Ángeles de su Madre santísima que la asistiesen desde entonces en forma visible para ella y la sirviesen y consolasen en su dolor y soledad, como en efecto lo cumplieron. Ordenóle también a la gran Señora que, en partiendo Su Majestad a Jerusalén con sus discípulos, ella le siguiese por algún breve espacio con las mujeres santas que venían acompañándolos desde Galilea y que las informase y animase, para que no desfalleciesen con el escándalo que tendrían viéndole padecer y morir con tantas ignominias y muerte de cruz afrentosísima. Y dando fin a esta conferencia el Hijo del Eterno Padre, dio su bendición a su amantísima Madre, despidiéndose para la última jornada en que había de padecer y morir. El dolor que en esta despedida penetró los corazones de Hijo y Madre excede a todo humano pensamiento, porque fue correspondiente al amor recíproco de entrambos y éste era proporcionado a la condición y dignidad de las personas. Y aunque de ello podemos declarar tan poco, no por esto quedamos excusados de ponderarlo en nuestra consideración y acompañarlos con suma compasión, conforme a nuestras fuerzas y capacidad, para no ser reprendidos como ingratos y de pesado corazón.
1149. Despedido nuestro Salvador de su amantísima Madre y dolorosa Esposa, salió de Betania para la última jornada a Jerusalén el jueves, que fue el de la cena, poco antes de mediodía, acompañado de los Apóstoles que consigo tenía. A los primeros pasos que dio Su Majestad en este viaje, que ya era el último de su peregrinación, levantó los ojos al Eterno Padre y, confesándole con alabanza y hacimiento de gracias, se ofreció de nuevo a sí mismo con lo ardentísimo de su amor y obediencia para morir y padecer por la Redención de todo el linaje humano. Esta oración y ofrecimiento hizo nuestro Salvador y Maestro con tan inefable afecto y fuerza de su espíritu, que como éste no se puede escribir, todo lo que dijere parece desdice de la verdad y de mi deseo. Eterno Padre y Dios mío —dijo Cristo nuestro Señor— voy por vuestra voluntad y amor a padecer y morir por la libertad de los hombres mis hermanos y hechura de Vuestras manos. Voy a entregarme para su remedio y a congregar en uno los que están derramados y divisos por la culpa de Adán. Voy a disponer los tesoros con que las almas criadas a Vuestra imagen y semejanza han de ser adornadas y enriquecidas, para que sean restituidas a la dignidad de Vuestra amistad y felicidad eterna y para que Vuestro santo nombre sea conocido y engrandecido de todas las criaturas. Cuanto es de Vuestra parte y de la mía, ninguna de las almas quedará sin remedio abundantísimo, y Vuestra inviolable equidad quedará justificada en los que despreciaren esta copiosa Redención.
1150. En seguimiento del autor de la vida partió luego de Betania la beatísima Madre, acompañada de Santa María Magdalena y de las otras mujeres santas que asistían y seguían a Cristo nuestro Señor desde Galilea. Y como el divino Maestro iba informando a sus Apóstoles y previniéndolos con la doctrina y fe de su pasión, para que no desfalleciesen en ella por las ignominias que le viesen padecer, ni por las tentaciones ocultas de Satanás, así también la Reina y Señora de las virtudes iba consolando y previniendo a su congregación santa de discípulas, para que no se turbasen cuando viesen morir a su Maestro y ser azotado afrentosamente. Y aunque en la condición femenina eran estas santas mujeres de naturaleza más enferma y frágil que los Apóstoles, con todo eso fueron más fuertes que algunos de ellos en conservar la doctrina y documentos de su gran Maestra y Señora. Y quien más se adelantó en todo fue Santa María Magdalena, como los Evangelistas enseñan (Mt 27, 56;
Mc 15, 40; Lc 24, 10; Jn 19, 25), porque la llama de su amor la llevaba toda enardecida y por su misma condición natural era magnánima, esforzada y varonil, de buena ley y respetos. Y entre todos los del apostolado tomó por su cuenta acompañar a la Madre de Jesús y asistirla sin desviarse de ella todo el tiempo de la pasión, y así lo hizo como amante fidelísima.
1151. En la oración y ofrecimiento que hizo nuestro Salvador en esta ocasión, le imitó y siguió también su Madre santísima, porque todas las obras de su Hijo santísimo iba mirando en el espejo claro de aquella luz divina con que las conocía, para imitarlas, como muchas veces queda dicho (Cf. supra n. 481, 990, etc.). Y a la gran Señora iban sirviendo y acompañando los Ángeles que la guardaban, manifestándosele en forma humana visible, como el mismo Señor se lo había mandado. Con estos espíritus soberanos iba confiriendo el gran sacramento de su santísimo Hijo, que no podían percibir sus compañeras, ni todas las criaturas humanas. Ellos conocían y ponderaban dignamente el incendio de amor que sin modo ni medida ardía en el corazón purísimo y candidísimo de la Madre de Dios y la fuerza con que llevaban tras de sí los ungüentos olorosos (Cant 1, 3) del amor recíproco de Cristo, su Hijo, Esposo y Redentor. Ellos presentaban al Eterno Padre el sacrificio de alabanza y expiación que le ofrecía su Hija única y primogénita entre las criaturas. Y porque todos los mortales ignoraban de este beneficio y de la deuda en que los ponía el amor de Cristo nuestro Señor y de su Madre santísima, mandaba la Reina a los Santos Ángeles que le diesen gloria, bendición y honra al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y todo lo cumplían conforme a la voluntad de su gran Princesa y Señora.
1152. Fáltanme dignas palabras y digno sentimiento y dolor para decir lo que entendí en esta ocasión de la admiración de los Santos Ángeles, que de una parte miraban al Verbo humanado y a su Madre santísima encaminando sus pasos a la obra de la redención humana con la fuerza del ardentísimo amor que a los hombres tenían y tienen, y por otra parte miraban la vileza, ingratitud, tardanza y dureza de los mismos hombres para conocer esta deuda y obligarse del beneficio que a los demonios obligara si fueran capaces de recibirle. Esta admiración de los ángeles no era con ignorancia, sino con reprensión de nuestra intolerable ingratitud. Mujer flaca soy y menos que un gusanillo de la tierra, pero en esta luz que se me ha dado quisiera levantar la voz, que se oyera por todo el orbe, para despertar a los hijos de la vanidad y amadores de la mentira (Sal 4, 3) y acordarles esta deuda a Cristo nuestro Señor y a su santísima Madre y pedir a todos, postrada sobre mi rostro, que no seamos graves de corazón y tan crueles enemigos para nosotros mismos, y sacudamos este sueño tan olvidadizo, que nos sepulta en el peligro de la eterna muerte y aparta de la vida celestial y bienaventurada que nos mereció Cristo nuestro Redentor y Señor con muerte tan amarga de cruz.
Doctrina que me dio la Reina María santísima.
1153. Hija mía, de nuevo te llamo y convido, para que, ilustrada tu alma con especiales dones de la divina luz, entres en el profundo piélago de los misterios de la pasión y muerte de mi Hijo santísimo. Prepara tus potencias y estrena todas las fuerzas de tu corazón y alma, para que en alguna parte seas digna de conocer, ponderar y sentir las ignominias y dolores que el mismo Hijo del Eterno Padre se dignó de padecer, humillándose a morir en una cruz para redimir a los hombres, y todo lo que yo hice y padecí, acompañándole en su acerbísima pasión. Esta ciencia tan olvidada de los mortales quiero que tú, hija mía, la estudies y aprendas para seguir a tu Esposo y para imitarme a mí, que soy tu Madre y Maestra. Y escribiendo y sintiendo juntamente lo que yo te enseñaré de estos sacramentos, quiero que de todo punto te desnudes de todo humano y terreno afecto y de ti misma, para que alejada de lo visible sigas pobre y desvalida nuestras pisadas. Y porque ahora con especial gracia te llamo a ti a solas para el cumplimiento de la voluntad de mi Hijo santísimo y mía y en ti queremos enseñar a otros, es necesario que de tal manera te des por obligada de esta copiosa Redención, como si fuera benefició para ti sola y como si se hubiera de perder no aprovechándote tú sola. Tanto como esto lo debes apreciar, pues con el amor con que murió y padeció mi Hijo santísimo por ti, te miró con tanto afecto como si fueras tú sola la que necesitabas de su pasión y muerte para tu remedio.
1154. Con esta regla debes medir tu obligación y tu agradecimiento. Y cuando conoces el pesado y peligroso olvido que hay en los hombres de tan excesivo beneficio, como haber muerto por ellos su mismo Dios y Criador hecho hombre, procura tú recompensarle esta injuria amándole por todos, como si el retorno de esta deuda estuviera remitido a solo tu agradecimiento y fidelidad. Y duélete asimismo de la ciega estulticia de los hombres en despreciar su eterna felicidad y en atesorar la ira del Señor contra sí mismos, frustrándole los mayores afectos de su infinito amor para con el mundo. Para esto te doy a conocer tantos secretos y el dolor tan sin igual que yo padecí desde la hora que me despedí de mi Hijo santísimo para ir al sacrificio de su sagrada pasión y muerte. No hay términos con que significar la amargura de mi alma en aquella ocasión, pero a su vista ningún trabajo reputarás por grande, ni podrás apetecer descanso ni delectación terrena y sólo codiciarás padecer y morir con Cristo. Y compadécete conmigo, que es debido a lo que te favorezco esta fiel correspondencia.
1155. Quiero también que adviertas cuán aborrecible es en los ojos del Señor y en los míos y de todos los Bienaventurados el desprecio y olvido de los hombres en frecuentar la Comunión Sagrada y el no llegar a ella con disposición y fervor de devoción. Para que entiendas y escribas este aviso, te he manifestado lo que yo hice (Cf. supra n. 835), disponiéndome tantos años para el día que llegase a recibir a mi santísimo Hijo sacramentado, y lo demás, que escribirás adelante (Cf. infra n. 1197; p. III n. 109, 583), para enseñanza y confusión vuestra; porque si yo, que estaba inocente y sin alguna culpa que me impidiese y con tanto lleno de todas las gracias, procuré añadir nueva disposición de ferviente amor, humildad y agradecimiento, ¿qué debes hacer tú y los demás hijos de la Iglesia, que cada día y cada hora incurren en nuevas culpas y fealdades, para llegar a recibir la hermosura de la misma divinidad y humanidad de mi Hijo santísimo y mi Señor? ¿Qué descargo darán los hombres en el juicio, de haber tenido consigo al mismo Dios sacramentado en la iglesia, esperando que vayan a recibirle para llenarlos de la plenitud de sus dones y han despreciado este inefable amor y beneficio por emplearse y divertirse en deleites mundanos y servir a la vanidad aparente y engañosa? Y admírate, como lo hacen los Ángeles y Santos, de tal insania y guárdate de incurrir en ella.
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