Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Fue llevado Cristo nuestro Salvador a casa del Pontífice Caifás, donde fue acusado y preguntado si era Hijo de Dios; y San Pedro le negó otras dos veces; lo que María santísima hizo en este paso y otros misterios ocultos.

INDICE   Libro  6   Capítulo  16    Versos:  1268-1282


1268. Luego que nuestro Salvador Jesús recibió en casa de Anás las contumelias y bofetada, le remitió este pontífice, atado y preso como estaba, al Pontífice Caifás, que era su suegro y aquel año hacía el oficio de Príncipe y Sumo Sacerdote; y con él estaban congregados los escribas y señores del pueblo, para sustanciar la causa del inocentísimo Cordero. Con la invencible paciencia y mansedumbre que mostraba el Señor de las virtudes (Sal 23, 10) en las injurias que recibía, estaban como atónitos los demonios y llenos de confusión y furor grande, que no se puede explicar con palabras; y como no penetraban las obras interiores de la santísima humanidad, y en las exteriores, por donde en los demás hombres rastrean el corazón, no hallaban movimiento alguno desigual, ni el mansísimo Señor se quejaba, ni suspiraba, ni daba este pequeño alivio a su humanidad, de toda esta grandeza de ánimo se admiraba y atormentaba el dragón como de cosa nueva y nunca vista entre los hombres de condición pasible y flaca. Y con este furor irritaba el enemigo a todos los príncipes, escribas y ministros de los sacerdotes, para que ofendiesen y maltratasen al Señor con abominables oprobios, y en todo lo que el demonio les administraba estaban prontos para ejecutarlo, si la divina voluntad lo permitía.
1269. Partió de casa de Anás toda aquella canalla de ministros infernales y de hombres inhumanos, y llevaron por las calles a nuestro Salvador a casa de Caifás, tratándole con su implacable crueldad ignominiosamente. Y entrando con escandaloso tumulto en casa del Sumo Sacerdote, él y todo el concilio recibieron al Criador y Señor de todo el universo con grande risa y mofa de verle sujeto y rendido a su poder y jurisdicción, de quien les parecía que ya no se podría defender. ¡Oh secreto de la altísima sabiduría del cielo! ¡Oh estulticia de la ignorancia diabólica y cieguísima torpeza de los mortales! ¡Qué distancia tan inmensa veo entre vosotros y las obras del Altísimo! Cuando el Rey de la gloria poderoso en las batallas (Sal 28) está venciendo a los vicios, a la muerte y al pecado con las virtudes de paciencia, humildad y caridad, como Señor de todas ellas, entonces piensa el mundo que le tiene vencido y sujeto con su arrogante soberbia y presunción. ¡Qué distancia de pensamientos eran los que tenía Cristo nuestro Señor, de los que poseían aquellos ministros operarios de la maldad! Ofrecía el autor de la vida a su Eterno Padre aquel triunfo que su mansedumbre y humildad ganaba del pecado, rogaba por los sacerdotes, escribas y ministros que le perseguían, presentando su misma paciencia y dolores y la ignorancia de los ofensores. Y la misma petición y oración hizo en aquel mismo punto su beatísima Madre, rogando por sus enemigos y de su Hijo santísimo, acompañándole e imitándole en todo lo que Su Majestad iba obrando, porque le era patente, como muchas veces he repetido (Cf. supra n. 481, 990, etc.). Y entre Hijo y Madre había una dulcísima y admirable consonancia y correspondencia agradable a los ojos del Eterno Padre.
1270. El pontífice Caifás estaba en su cátedra o silla sacerdotal encendido en mortal envidia y furor contra el Maestro de la vida. Asistíale Lucifer con todos los demonios que vinieron a casa de Anás. Y los escribas y fariseos estaban como sangrientos lobos con la presa del manso corderillo, y todos juntos se alegraban como lo hace el envidioso cuando ve deshecho y confundido a quien se le adelanta. Y de común acuerdo buscaron testigos que sobornados con dádivas y promesas dijesen algún falso testimonio contra Jesús nuestro Salvador. Vinieron los que estaban prevenidos, y los testimonios que dijeron ni convenían entre sí mismos, ni menos podían ajustarse con el que por naturaleza era la misma inocencia y santidad. Y para no hallarse confusos trajeron otros dos testigos falsos que depusieron contra Jesús, testificando haberle oído decir que era poderoso para destruir aquel Templo de Dios hecho por manos de hombres y edificar otro en tres días (Mc 14, 58) que no fuese fabricado por ellas. Y tampoco pareció conveniente este falso testimonio, aunque por él pretendían hacer cargo a nuestro Salvador que usurpaba el poder divino y se lo apropiaba a sí mismo. Pero cuando esto fuera así, era verdad infalible y nunca podía ser falso ni presuntuoso, pues Su Majestad era Dios verdadero. Pero el testimonio era falso, porque no había dicho el Señor las palabras como los testigos las referían, entendiéndolas del templo material de Dios; y lo que había dicho en cierta ocasión que expelió del templo a los compradores y vendedores, preguntándole ellos en qué virtud lo hacía, respondió (Jn 2, 19) y fue decirles que desatasen aquel templo, entendiendo el de su santísima humanidad, y que al tercero día resucitaría, como lo hizo en testimonio de su poder divino.
1271. No respondió nuestro Salvador Jesús palabra alguna a todas las calumnias y falsedades que contra su inocencia testificaban. Y viendo Caifás el silencio y paciencia del Señor se levantó de la silla y le dijo:
¿Cómo no respondes a lo que tantos testifican contra ti? (Mc 14, 60-61) Tampoco a esta pregunta respondió Su Majestad, porque Caifás y los demás, no sólo estaban indispuestos para darle crédito, pero su duplicado intento era que respondiese el Señor alguna razón que le pudiesen calumniar, para satisfacer al pueblo en lo que intentaban contra el Señor y que no conociese le condenaban a muerte sin justa causa. Con este humilde silencio de Cristo nuestro Señor, que podía ablandar el corazón del mal sacerdote, enfurecióse mucho más, porque se le frustraba su malicia. Y Lucifer, que movía a Caifás y a todos los demás, estaba muy atento a todo lo que el Salvador del mundo obraba; aunque el intento de este Dragón era diferente que el del Pontífice, y sólo pretendía irritar la paciencia del Señor, o que hablase alguna palabra por donde pudiera conocer si era Dios verdadero.
1272. Con este intento Lucifer movió la imaginación de Caifás para que con grande saña e imperio hiciese a Cristo nuestro bien aquella nueva pregunta: Yo te conjuro por Dios vivo, que nos digas si tú eres Cristo Hijo de Dios bendito (Mt 26, 63). Esta pregunta de parte del Pontífice fue arrojada y llena de temeridad e insipiencia; porque en duda si Cristo era o no era Dios verdadero, tenerle preso como reo en su presencia, era formidable crimen y temeridad, pues aquel examen se debiera hacer por otro modo, conforme a razón y justicia. Pero Cristo nuestro bien, oyéndose conjurar por Dios vivo, le adoró y reverenció, aunque pronunciado por tan sacrílega lengua. Y en virtud de esta reverencia respondió y dijo: Tú lo dijiste, y yo lo soy. Pero yo os aseguro que desde ahora veréis al Hijo del Hombre, que soy yo, asentado a la diestra del mismo Dios y que vendrá en las nubes del cielo (Mt 26, 64). Con esta divina respuesta se turbaron los demonios y los hombres con diversos accidentes. Porque Lucifer y sus ministros no la pudieron sufrir, antes bien sintieron una fuerza en ella que los arrojó hasta el profundo, sintiendo gravísimo tormento de aquella verdad que los oprimía. Y no se atreviera a volver a la presencia de Cristo nuestro Salvador, si no dispusiera su altísima providencia que Lucifer volviera a dudar si aquel Hombre Cristo había dicho verdad o no la había dicho para librarse de los judíos. Y con esta duda se esforzaron de nuevo y salieron otra vez a la estacada, porque se reservaba para la cruz el último triunfo, que de ellos y de la muerte había de ganar el Salvador, como adelante veremos (Cf. infra n. 1423), y según la profecía de Habacuc (Hab 3, 2-5).
1273. Pero el pontífice Caifás, indignado con la respuesta del Señor, que debía ser su verdadero desengaño, se levantó otra vez y, rompiendo sus vestiduras en testimonio de que celaba la honra de Dios, dijo a voces: Blasfemado ha, ¿qué necesidad hay de más testigos? ¿No habéis oído la blasfemia que ha dicho? ¿Qué os parece de esto? (Mt 26, 65) Esta osadía loca y abominable de Caifás fue verdaderamente blasfemia, porque negó a Cristo el ser Hijo de Dios, que por naturaleza le convenía, y le atribuyó el pecado, que por naturaleza repugnaba a su divina persona. Tal fue la estulticia de aquel inicuo sacerdote, a quien por oficio tocaba conocer la verdad católica y enseñarla, que se hizo execrable blasfemo, cuando dijo que blasfemaba el que era la misma santidad. Y habiendo profetizado poco antes con instinto del Espíritu Santo, en virtud de su dignidad, que convenía muriese un hombre para que toda la gente no pereciese (Jn 11, 50), no mereció por sus pecados entender la misma verdad que profetizaba. Pero como el ejemplo y juicio de los Príncipes y Prelados es tan poderoso para mover a los inferiores y al pueblo, inclinado a la lisonja y adulación de los poderosos, todo aquel concilio de maldad se irritó contra el Salvador Jesús y respondiendo a Caifás dijeron en altas voces:
Digno es de muerte (Mt 26, 66); muera, muera. Y a un mismo tiempo irritados del demonio arremetieron contra el mansísimo Maestro y descargaron sobre él su furor diabólico: unos le dieron de bofetadas, otros le hirieron con puntillazos, otros le mesaron los cabellos, otros le escupieron en su venerable rostro, otros le daban golpes o pescozones en el cuello, que era un linaje de afrenta vil con que los judíos trataban a los hombres que reputaban por muy viles.
1274. Jamás entre los hombres se intentaron ignominias tan afrentosas y desmedidas como las que en esta ocasión se hicieron contra el Redentor del mundo. Y dicen San Lucas (Lc 22, 64) y San Marcos (Mc 14, 65) que le cubrieron el rostro y así cubierto le herían con bofetadas y pescozones y le decían: Profetiza ahora, profetízanos, pues eres profeta, di quién es el que te hirió. La causa de cubrirle el rostro fue misteriosa; porque del júbilo con que nuestro Salvador padecía aquellos oprobios y blasfemias —como luego diré— le redundó en su venerable rostro una hermosura y resplandor extraordinario, que a todos aquellos operarios de maldad los llenó de admiración y confusión muy penosa, y para disimularla atribuyeron aquel resplandor a hechicería y arte mágica y tomaron por arbitrio cubrirle al Señor la cara con paño inmundo, como indignos de mirarla, y porque aquella luz divina los atormentaba y debilitaba las fuerzas de su diabólica indignación. Todas estas afrentas, baldones y abominables oprobios que padecía el Salvador, los miraba y sentía su santísima Madre con el dolor de los golpes y de las heridas en las mismas partes y al mismo tiempo que nuestro Redentor las recibía. Sólo había diferencia, que en Cristo nuestro Señor los dolores eran causados de los golpes y tormentos que le daban los verdugos y en su Madre purísima los obraba la mano del Altísimo por voluntad de la misma Señora. Y aunque naturalmente con la fuerza de los dolores y angustias interiores llegaba a querer desfallecer la vida, pero luego era confortada con la virtud divina, para continuar en el padecer con su amado Hijo y Señor.
1275. Las obras interiores que el Salvador hacía en esta ocasión de tan inhumanas y nuevas afrentas, no pueden caer debajo de razones y capacidad humana. Sólo María santísima las conoció con plenitud, para imitarlas con suma perfección. Pero como el divino Maestro en la escuela de la experiencia de sus dolores iba deprendiendo la compasión de los que habían de imitarle y seguir su doctrina (Heb 5, 8), convirtióse más a santificarlos y bendecirlos en la misma ocasión que con su ejemplo les enseñaba el camino estrecho de la perfección. Y en medio de aquellos oprobios y tormentos, y en los que después se siguieron, renovó Su Majestad sobre sus escogidos y perfectos las bienaventuranzas que antes les había ofrecido y prometido (Mt 5, 3ss). Miró a los pobres de espíritu, que en esta virtud le habían de imitar, y dijo: Bienaventurados seréis en vuestra desnudez de las cosas terrenas, porque con mi pasión y muerte he de vincular el reino de los cielos como posesión segura y cierta de la pobreza voluntaria. Bienaventurados serán los que con mansedumbre sufrieren y llevaren las adversidades y tribulaciones, porque, a más del derecho que adquieren a mi gozo por haberme imitado, poseerán la tierra de las voluntades y corazones humanos con la apacible conversación y suavidad de la virtud. Bienaventurados los que sembrando con lágrimas lloraren (Sal 125, 5), porque en ellas recibirán el pan de entendimiento y vida y cogerán después el fruto de la alegría y gozo sempiterno.
1276. Benditos serán también los que tuvieron hambre y sed de la justicia y verdad, porque yo les merezco satisfacción y hartura que excederá a todos sus deseos, así en la gracia como en el premio de la gloria. Benditos serán los que se compadecieren con misericordia de aquellos que los ofenden y persiguen, como yo lo hago, perdonándolos y ofreciéndoles mi amistad y gracia, si la quieren admitir, que yo les prometo en nombre de mi Padre larga misericordia. Sean benditos los limpios de corazón, que me imitan y crucifican su carne para conservar la pureza del espíritu; yo les prometo la visión de paz y que lleguen a la de mi divinidad por mi semejanza y participación. Benditos sean los pacíficos, que sin buscar su derecho no resisten a los malos y los reciben con corazón sencillo y quieto sin venganza; ellos serán llamados hijos míos, porque imitaron la condición de su Padre celestial y yo los concibo y escribo en mi memoria y en mi mente para adoptarlos por míos. Y los que padecieren persecución por la justicia, sean bienaventurados y herederos de mi reino celestial, porque padecieron conmigo, y donde yo estaré quiero que estén eternamente conmigo (Jn 12, 26). Alegraos, pobres; recibid consolación los que estáis y estaréis tristes; celebrad vuestra dicha los pequeñuelos y despreciados del mundo; los que padecéis con humildad y sufrimiento, padeced con interior regocijo; pues todos me seguís por las sendas de la verdad. Renunciad la vanidad, despreciad el fausto y arrogancia de la soberbia de Babilonia falsa y mentirosa, pasad por el fuego y las aguas de la tribulación hasta llegar a mí, que soy luz, verdad y vuestra guía para el eterno descanso y refrigerio.
1277. En estas obras tan divinas y otras peticiones por los pecadores, estaba ocupado nuestro Salvador Jesús, mientras el concilio de los malignantes le rodeaba, y como rabiosos canes —según dijo Santo Rey y Profeta David (Sal 21, 17)— le embestían y cargaban de afrentas, oprobios, heridas y blasfemias. Y la Madre Virgen, que a todo estaba atenta, le acompañaba en lo que hacía y padecía; porque en las peticiones hizo la misma oración por los enemigos, y en las bendiciones que dio su Hijo santísimo a los justos y predestinados se constituyó la divina Reina por su Madre, amparo y protectora, y en nombre de todos hizo cánticos de alabanza y agradecimiento porque a los despreciados del mundo y pobres les dejaba el Señor tan alto lugar de su divina aceptación y agrado. Y por esta causa y las que conoció en estas obras interiores de Cristo nuestro Señor, hizo con incomparable fervor nueva elección de los trabajos y desprecios, tribulaciones y penas para lo restante de la pasión y de su vida santísima.
1278. A nuestro Salvador Jesús había seguido San Pedro desde la casa de Anás a la de Caifás, aunque algo de lejos, porque siempre le tenía acobardado el miedo de los judíos, pero vencíale en parte con el amor que a su Maestro tenía y con el esfuerzo connatural de su corazón. Y entre la multitud que entraba y salía en casa de Caifás, no fue dificultoso introducirse el Apóstol, abrigado también de la oscuridad de la noche. En las puertas del zaguán le miró otra criada, que era portera como la de la casa de Anás, y acercándose a los soldados, que también allí estaban al fuego, les dijo: Este hombre es uno de los que acompañaban a Jesús Nazareno. Y uno de los circunstantes le dijo: Tú verdaderamente eres galileo y uno de ellos (Mc 14, 67.71; Lc 22, 48). Nególo San Pedro, afirmando con juramento que no era discípulo de Jesús, y con esto se desvió del fuego y conversación. Pero aunque salió fuera del zaguán, no se fue ni se pudo apartar hasta ver el fin del Salvador, porque lo detenía el amor y compasión natural de los trabajos en que le dejaba. Y andando el Apóstol rodeando y acechando por espacio o tiempo de una hora en la misma casa de Caifás, le conoció un pariente de Malco, a quien él había cortado la oreja, y le dijo: Tú eres galileo y discípulo de Jesús, y yo te vi con él en el huerto (Lc 22, 59; Jn 18, 26). Entonces San Pedro cobró mayor miedo viéndose conocido y comenzó a negar y maldecirse de que no conocía aquel Hombre. Y luego cantó el gallo segunda vez y se cumplió puntualmente la sentencia y prevención que su divino Maestro había hecho, de que le negaría aquella noche tres veces antes que cantase el gallo dos.
1279. Anduvo el Dragón infernal muy codicioso contra San Pedro para destruirle, y el mismo Lucifer movió a las criadas de los pontífices primero, como más livianas, y después a los soldados, para que unos y otros afligiesen al Apóstol con su atención y preguntas, y a él le turbó con grandes imaginaciones y crueldad, después que le vio en el peligro, y más cuando comenzaba a blandear. Y con esta vehemente tentación, la primera negación fue simple, la segunda con juramento y a la tercera añadió anatemas y execraciones contra sí mismo; que por este modo, de un pecado menor se viene a otro mayor, oyendo a la crueldad de nuestros enemigos. Pero San Pedro oyendo el canto del gallo se acordó del aviso de su divino Maestro, porque Su Majestad le miró con su liberal misericordia. Y para que le mirase intervino la piedad de la gran Reina del mundo, porque en el cenáculo, donde estuvo, conoció las negaciones y el modo y causas con que el Apóstol las había hecho, afligido del temor natural y mucho más de la crueldad de Lucifer. Postróse luego en tierra la divina Señora y con lágrimas pidió por San Pedro, representando su fragilidad con los méritos de su Hijo santísimo. El mismo Señor despertó el corazón de Pedro y le reprendió benignamente, mediante la luz que le envió para que conociese su culpa y la llorase. Al punto se salió el Apóstol de la casa del Pontífice, rompiendo su corazón con íntimo dolor y lágrimas por su caída, y para llorarla con amargura se fue a una cueva, que ahora llaman del Gallicanto, donde lloró con confusión y dolor vivo; y dentro de tres horas volvió a la gracia y alcanzó perdón de sus delitos, aunque los impulsos y santas inspiraciones se continuaron siempre. Y la purísima Madre y Reina del cielo envió uno de sus Ángeles que ocultamente le consolase y moviese con esperanza al perdón, porque con el desmayo de esta virtud no se le retardase. Fue el Santo Ángel con orden de que no se le manifestase, por haber tan poco que el Apóstol había cometido su pecado. Todo lo ejecutó el Ángel sin que San Pedro le viese, y quedó el gran penitente confortado y consolado con las inspiraciones del Ángel y perdonado por intercesión de María santísima.

Doctrina que me dio la gran Reina y Señora.

1280. Hija mía, el sacramento misterioso de los oprobios, afrentas y desprecios que padeció mi Hijo santísimo, es un libro cerrado que sólo se puede abrir y entender con la divina luz, como tú lo has conocido y en parte se te ha manifestado, aunque escribes mucho menos de lo que entiendes, porque no lo puedes todo declarar. Pero como se te desplega y hace patente en el secreto de tu corazón, quiero que quede en él escrito y que en la noticia de este ejemplar vivo y verdadero estudies la divina ciencia que la carne ni la sangre no te pueden enseñar, porque ni la conoce el mundo ni merece conocerla. Esta filosofía divina consiste en aprender y amar la felicísima suerte de los pobres, de los humildes, de los afligidos, despreciados y no conocidos entre los hijos de la vanidad. Esta escuela estableció mi Hijo santísimo y amantísimo en su Iglesia, cuando en el monte predicó y propuso a todos las ocho bienaventuranzas. Y después, como catedrático que ejecuta la doctrina que enseña, la puso en práctica, cuando en la pasión y oprobios renovó los capítulos de esta ciencia que en sí mismo ejecutaba, como lo has escrito (Cf. supra n. 1275). Pero con todo eso, aunque la tienen presente los católicos y está pendiente ante ellos este libro de la vida, son muy pocos y contados los que entran en esta escuela y estudian en este libro, e infinitos los estultos y necios que ignoran esta ciencia, porque no se disponen para ser enseñados en ella.
1281. Todos aborrecen la pobreza y están sedientos de las riquezas, sin que les desengañe su falacia. Infinitos son los que siguen a la ira y la venganza y desprecian la mansedumbre. Pocos lloran sus miserias verdaderas, y trabajan muchos por la consolación terrena; apenas hay quien ame la justicia y quien no sea injusto y desleal con sus prójimos. La misericordia está extinguida, la limpieza de los corazones violada y oscurecida, la paz estragada: nadie perdona, ni quiere padecer, no sólo por la justicia, pero mereciendo de justicia padecer muchas penas y tormentos huyen todos injustamente de ellos. Con esto, carísima, hay pocos bienaventurados a quien les alcancen las bendiciones de mi Hijo santísimo y las mías. Y muchas veces se te ha manifestado el enojo y justa indignación del Altísimo contra los profesores de la fe, porque, a vista de su ejemplar y Maestro de la vida, viven casi como infieles; y muchos son más aborrecibles porque ellos son los que de verdad desprecian el fruto de la redención que confiesan y conocen y en la tierra de los santos obran la maldad con impiedad y se hacen indignos del remedio que con mayor misericordia se les puso en las manos.
1282. De ti, hija mía, quiero trabajes por llegar a ser bienaventurada, siguiéndome por imitación perfecta, según las fuerzas de la gracia que recibes, para entender esta doctrina escondida de los prudentes y sabios del mundo. Cada día te manifiesto nuevos secretos de mi sabiduría, para que tu corazón se encienda y te alientes extendiendo tus manos a cosas fuertes. Y ahora te añado un ejercicio que yo hice, que en parte puedas imitarme. Ya sabes que desde el primer instante de mi concepción fui llena de gracia, sin la mácula del pecado original y sin participar sus efectos; y por este singular privilegio fui desde entonces bienaventurada en las virtudes sin sentir la repugnancia ni contradicción que vencer, ni hallarme deudora de qué pagar ni satisfacer por culpas propias mías. Con todo esto, la divina ciencia me enseñó que por ser hija de Adán en la naturaleza que había pecado, aunque no en la culpa cometida, debía humillarme más que el polvo. Y porque yo tenía sentidos de la misma especie de aquellos con que se había cometido la inobediencia y sus malos efectos que entonces y después se sienten en la condición humana, debía yo por solo este parentesco mortificarlos, humillarlos y privarlos de la inclinación que en la misma naturaleza tenían. Y procedía como una hija fidelísima de familias, que la deuda de su padre y de sus hermanos, aunque a ella no la alcanza, la tiene por propia y procura pagarla y satisfacer por ella con tanto más diligencia, cuanto ama a su padre y hermanos y ellos menos pueden pagarla y desempeñarse, y nunca descansa hasta conseguirlo. Esto mismo hacía yo con todo el linaje humano, cuyas miserias y delitos lloraba; y porque era hija de Adán mortificaba en mí los sentidos y potencias con que él pecó y me humillaba como corrida y rea de su pecado e inobediencia, aunque no me tocaba, y lo mismo hacía por los demás que en la naturaleza son mis hermanos. No puedes tú imitarme en las condiciones dichas, porque eres participante de la culpa. Pero eso mismo te obliga a que me imites en lo demás que yo obraba sin ella, pues al tenerla, y la obligación de satisfacer a la divina justicia, te ha de compeler a trabajar sin cesar por ti y los prójimos y a humillarte hasta el polvo, porque el corazón contrito y humillado inclina a la verdadera piedad para usar de misericordia.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #176

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