1314. Una de las acusaciones que los judíos y sus pontífices presentaron a Pilatos contra Jesús Salvador nuestro fue que había predicado, comenzando de la provincia de Galilea a conmover el pueblo. De aquí tomó ocasión Pilatos para preguntar si Cristo nuestro Señor era galileo. Y como le informasen que era natural y criado en aquella provincia, parecióle tomar de aquí algún motivo para inhibirse en la causa de Cristo nuestro bien, a quien hallaba sin culpa, y exonerarse de la molestia de los judíos que tanto instaban le condenase a muerte. Hallábase en aquella ocasión Herodes en Jerusalén celebrando la Pascua de los judíos. Este era hijo del otro rey Herodes [Herodes Magnus] que antes había degollado a los Inocentes, persiguiendo a Jesús recién nacido, y por haberse casado con una mujer judía se pasó al judaísmo haciéndose israelita prosélito. Por esta ocasión su hijo Herodes guardaba también la ley de Moisés y había venido a Jerusalén desde Galilea, donde era gobernador de aquella provincia. Pilatos estaba encontrado con Herodes, porque los dos gobernaban las dos principales provincias de Palestina, Judea y Galilea, y poco tiempo antes había sucedido que Pilatos, celando el dominio del imperio romano, había degollado a unos galileos cuando hacían ciertos sacrificios —como consta del capítulo 13 de San Lucas (Lc 13, 1)—, mezclando la sangre de los reos con la de los sacrificios, y de esto se había indignado Herodes. Y para darle Pilatos de camino alguna satisfacción determinó remitirle a Cristo nuestro Señor, como vasallo o natural de Galilea, para que examinase su causa y la juzgase, aunque siempre esperaba Pilatos que Herodes le daría por libre como a inocente y acusado por maliciosa envidia de los pontífices y escribas.
1315. Salió Cristo nuestro bien de casa de Pilatos para la de Herodes, atado y preso como estaba, acompañado de los escribas y sacerdotes, que iban para acusarle ante el nuevo juez, y gran número de soldados y ministros, para llevarle tirando de las sogas y despejar las calles, que con el gran concurso y novedad estaban llenas de pueblo. Pero la milicia rompía por la multitud y, como los ministros y pontífices estaban tan sedientos de la sangre del Salvador para derramarla aquel día, apresuraban el paso y llevaban a Su Majestad por las calles casi corriendo y con desordenado tumulto. Salió también María santísima con su compañía de casa de Pilatos para seguir a su dulcísimo Hijo Jesús y acompañarle en los pasos que le restaban hasta la cruz. Y no fuera posible que la gran Señora siguiera este camino a vista de su Amado, si los Santos Ángeles no lo dispusieran como Su Alteza quería, de manera que siempre fuese tan cerca de su Hijo que pudiese gozar de su presencia, para con esto participar con mayor plenitud de sus tormentos y dolores. Y todo lo consiguió con su ardentísimo amor, porque caminando por las calles a vista del Señor oía juntamente los oprobios que los ministros le decían, los golpes que le daban y las murmuraciones del pueblo, con los varios pareceres que cada cual tenía o refería de otros.
1316. Cuando Herodes tuvo aviso que Pilatos le remitía a Jesús Nazareno, alegróse grandemente. Sabía era muy amigo de San Juan Bautista, a quien él había mandado degollar, y estaba informado de la predicación que hacía, y con estulta y vana curiosidad deseaba que en su presencia obrase alguna cosa extraordinaria y nueva de que admirarse y hablar con entretenimiento. Llegó, pues, el autor de la vida a la presencia del homicida Herodes, contra quien estaba clamando ante el mismo Señor la sangre de San Juan Bautista, más que la del justo Abel (Gen 4, 10). Pero el infeliz adúltero, como quien ignoraba los terribles juicios del Altísimo, le recibió con risa, juzgándole por encantador y mágico. Y con este formidable error le comenzó a examinar y hacerle diversas preguntas, pensando que con ellas le provocaría para hacer alguna cosa maravillosa, como lo deseaba. Pero el Maestro de la sabiduría y prudencia no le respondió palabra, estando siempre con severidad humilde y en presencia del indignísimo juez, que tan merecido tenía por sus maldades el castigo de no oír las palabras de vida eterna que debieran salir de la boca de Cristo, si Herodes estuviera dispuesto para admitirlas con reverencia.
1317. Asistían allí los príncipes de los sacerdotes y escribas acusando a nuestro Salvador constantemente con las mismas acusaciones y cargos que ante Pilatos le habían puesto. Pero tampoco respondió palabra a estas calumnias, como lo deseaba Herodes; en cuya presencia, ni para responder a las preguntas, ni para desvanecer las acusaciones, no despegó el Señor sus labios, porque Herodes de todas maneras desmerecía oír la verdad, que fue su justo castigo y el que más deben temer los príncipes y poderosos del mundo. Indignóse Herodes con el silencio y mansedumbre de nuestro Salvador, que frustraban su vana curiosidad, y casi confuso el inicuo juez lo disimuló, burlándose del inocentísimo Maestro, y despreciándole con todo su ejército le mandó remitir otra vez a Pilatos. Y habiéndose reído con mucho escarnio de la modestia del Señor todos los criados de Herodes, para tratarle como a loco y menguado de juicio, le vistieron una ropa blanca con que señalaban a los que perdían el seso, para que todos huyesen de ellos. Pero en nuestro Salvador esta vestidura fue símbolo y testimonio de su inocencia y pureza, ordenándolo la oculta Providencia del Altísimo, para que estos ministros de maldad, con las obras que no conocían, testificasen la verdad que pretendían oscurecer con otras maravillas, que de malicia ocultaban, que había obrado el Salvador.
1318. Herodes se mostró agradecido con Pilatos por la cortesía con que le había remitido la causa y persona de Jesús Nazareno. Y le volvió por respuesta, que no hallaba en él causa alguna, que antes le parecía hombre ignorante y de ninguna estimación. Y desde aquel día se reconciliaron Herodes y Pilatos y quedaron amigos, disponiéndolo así los ocultos juicios de la divina Sabiduría. Volvió segunda vez nuestro Salvador de Herodes a Pilatos, llevándole muchos soldados de entrambos gobernadores con mayor tropel, gritería y alboroto de la gente popular. Porque los mismos que antes le habían aclamado y venerado por Salvador y Mesías bendito del Señor, entonces, pervertidos ya con el ejemplo de los sacerdotes y magistrados, estaban de otro parecer y condenaban y despreciaban al mismo Señor a quien poco antes habían dado gloria y veneración; que tan poderoso como esto es el error de las cabezas y su mal ejemplo para llevar al pueblo tras de sí. En medio de estas confusas ignominias iba nuestro Salvador repitiendo dentro de sí mismo con inefable amor, humildad y paciencia aquellas palabras que tenía dichas por la boca del Santo Rey y Profeta David (Sal 21, 7-8): Yo soy gusano y no soy hombre, soy el oprobio de los hombres y el desprecio del pueblo. Todos los que me vieron hicieron burla de mí, hablaron con los labios y movieron la cabeza. Era Su Majestad gusano y no hombre no sólo porque no fue engendrado como los demás hombres, ni era solo y puro hombre, sino Hombre y Dios verdadero; mas también porque no fue tratado como hombre, sino como gusano vil y despreciable. Y a todos los vituperios con que era hollado y abatido no hizo más ruido ni resistencia que un humilde gusanillo a quien todos pisan y desprecian y le reputan por oprobio y vilísimo. Todos los que miraban a Cristo nuestro Redentor, que eran sin número, hablaban y movían la cabeza, como retratando el concepto y opinión en que le tenían.
1319. A los oprobios y acusaciones que hicieron los sacerdotes contra el autor de la vida en presencia de Herodes y a las preguntas que él mismo le propuso, no estuvo presente corporalmente su afligida Madre, aunque todas las vio por otro modo de visión interior, porque estaba fuera del tribunal donde entraron al Señor. Pero cuando salió fuera de la sala donde le habían tenido, topó con ella y se miraron con íntimo dolor y recíproca compasión, correspondiente al amor de tal Hijo y de tal Madre. Y fue nuevo instrumento para dividirle el corazón aquella vestidura blanca que le habían puesto, tratándole como a hombre insensato y sin juicio, aunque sola ella conocía entre todos los nacidos el misterio de la inocencia y pureza que aquel hábito significaba. Adoróle en él con altísima reverencia y fuele siguiendo por las calles a la casa de Pilatos, a donde otra vez le volvían, porque en ella se debía ejecutar la divina disposición para nuestro remedio. En este camino de Herodes a Pilatos, sucedió que, con la multitud del pueblo y con la prisa que aquellos ministros impiísimos llevaban al Señor, atropellándole y derribándole algunas veces en el suelo y tirando con suma crueldad de las sogas, le hicieron reventar la sangre de sus sagradas venas y como, no se podía fácilmente levantar por llevar atadas las manos, ni el tropel de la gente se podía ni quería detenerse, daban sobre Su Divina Majestad y le hollaban y pisaban y le herían con muchos golpes y puntillazos, causando gran risa a los soldados en vez de la natural compasión, de que por industria del demonio estaban totalmente desnudos como si no fueran hombres.
1320. A la vista de tan desmedida crueldad creció la compasión y sentimiento de la dolorosa y amorosa Madre y, convirtiéndose a los Santos Ángeles que la asistían, les mandó cogiesen la divina sangre que derramaba su Rey y Señor por las calles, para que no fuese de nuevo conculcada y hollada de los pecadores; y así lo hicieron los ministros celestiales. Mandóles también la gran Señora que si otra vez sucediese caer en tierra su Hijo y Dios verdadero, le sirviesen, impidiendo a los obradores de la maldad para que no le hollasen ni pisasen su divina persona. Y porque en todo era prudentísima, no quiso que este obsequio ejecutasen los Ángeles sin voluntad del mismo Señor y así les ordenó que de su parte se lo propusiesen y le pidiesen licencia y le representasen las angustias que como Madre padecía, viéndole tratar con aquel linaje de irreverencia entre los pies inmundos de aquellos pecadores. Y para obligar más a su Hijo santísimo le pidió por medio de los mismos Ángeles que aquel acto, de humillarse a ser pisado y conculcado de aquellos malos ministros, lo conmutase Su Majestad en el de obedecer o rendirse a los ruegos de su afligida Madre, que también era su esclava y formada del polvo. Todas estas peticiones llevaron los Santos Ángeles a Cristo nuestro bien en nombre de su santísima Madre, no porque Su Majestad las ignorase, pues todo lo conocía y obraba Él mismo con su divina gracia, sino porque estos modos de obrar quiere el Señor que en ellos se guarde el orden de la razón, que la gran Señora conocía entonces con altísima sabiduría, usando de las virtudes por diversos modos y operaciones, porque esto no se impide por la ciencia del Señor, que todo lo tiene previsto.
1321. Admitió nuestro Salvador Jesús los deseos y peticiones de su beatísima Madre y dio licencia a sus Ángeles para que como ministros de su voluntad ejecutasen lo que ella deseaba. Y en lo restante hasta llegar a casa de Pilatos, no permitieron que Su Majestad fuese derribado en tierra y atropellado ni pisado como antes había sucedido algunas veces; aunque en las demás injurias se dio permiso y consentimiento a los ministros de la justicia y a la ceguedad y malicia popular para que todos las ejecutasen con su loca indignación. Todo lo miraba y oía su Madre santísima con invicto pero lastimado corazón. Y lo mismo respectivamente vieron las Marías y San Juan Evangelista, que con llanto irreparable seguían al Señor en compañía de su purísima Madre. Y no me detengo en referir las lágrimas de estas santas mujeres y otras devotas que con ellas asistían a la Reina, porque sería necesario divertirme mucho, y más para decir lo que hizo la Santa María Magdalena, como más ardiente y señalada en el amor y más agradecida a Cristo nuestro Redentor, como el mismo Señor lo dijo cuando la justificó: que más ama a quien mayores culpas se le perdonan (Lc 7, 43).
1322. Llegó nuestro Salvador Jesús segunda vez a casa de Pilatos, y de nuevo le comenzaron a pedir los judíos que le condenase a muerte de cruz. Pilatos, que conocía la inocencia de Cristo y la mortal envidia de los judíos, sintió mucho que le restituyese Herodes la causa de que él deseaba eximirse. Y viéndose obligado como juez, procuró aplacar a los judíos por diversos caminos. Y uno fue hablar en secreto a algunos ministros y amigos de los pontífices y sacerdotes, para que pidiesen la libertad de nuestro Redentor y le soltasen con alguna corrección que le daría y no pidiesen más al malhechor Barrabás. Esta diligencia había hecho Pilatos cuando le volvieron a presentar otra vez a Cristo nuestro Señor para que le condenase. Y el proponerles que escogiesen a Jesús o a Barrabás no fue una sola vez, sino dos y tres: la una antes de llevar al Señor a Herodes y la otra después; y por esto lo refieren los Evangelistas con alguna diferencia, aunque sin contradecirse en la verdad. Habló Pilatos a los judíos y les dijo: Habéisme presentado a este Hombre, acusándole que dogmatiza y pervierte al pueblo; y habiéndole examinado en vuestra presencia, no ha sido convencido de lo que le acusáis. Ni tampoco Herodes, a quien le remití, le ha condenado a muerte, aunque ante él le habéis acusado. Bastará por ahora corregirle y castigarle para que adelante se enmiende. Y habiendo de soltar algún malhechor por la solemnidad de la Pascua, soltaré a Cristo si le queréis dar libertad y castigaré a Barrabás. Conociendo los judíos que Pilatos deseaba mucho soltar a Cristo Señor nuestro, respondieron todos los de la turba: Quita allá, deja a Cristo y danos libre a Barrabás (Lc 23, 18).
1323. La costumbre de dar libertad a un malhechor y preso en aquella gran solemnidad de la Pascua se introdujo entre los judíos como en memoria y agradecimiento de la libertad que tal día como aquel habían alcanzado sus padres, rescatándolos el Señor del poder de Faraón, degollando los primogénitos de los gitanos [egipcios] aquella noche (Ex 12, 29) y después anegando a él y a sus ejércitos en el mar rubro [rojo] (Ex 14, 28). Por este memorable beneficio hacían otros los hebreos al mayor delincuente, perdonándole sus delitos, y castigaban otros que no eran tan malhechores. Y en los pactos, que tenían con los romanos, era condición que se les guardase esta costumbre, y así lo cumplían los gobernadores. Aunque éstos la pervirtieron en esta ocasión en cuanto a las circunstancias, según el juicio que hacían de Cristo nuestro Señor; porque habiendo de soltar al más criminoso y confesando ellos que Jesús Nazareno lo era, con todo eso lo dejaron a él y eligieron a Barrabás, a quien reputaban por menos malo. Tan ciegos y pervertidos los tenía la ira del demonio con su propia envidia, que en todo se deslumbraban aun contra sí mismos.
1324. Estando Pilatos en el pretorio con estas altercaciones de los judíos, sucedió que sabiéndolo su mujer que se llamaba Prócula, le envió un recado diciéndole: ¿Qué tienes tú que ver con ese hombre justo? Déjale, porque te hago saber que por su causa he tenido hoy algunas visiones (Mt 27, 19).—El motivo de esta advertencia de Prócula fue que Lucifer y sus demonios, viendo lo que se iba ejecutando en la persona de nuestro Salvador y la inmutable mansedumbre con que llevaba tantos oprobios, se hallaron más deslumbrados y desatinados en su furor rabioso. Y aunque su altiva soberbia no acababa de ajustar cómo se compadecía haber divinidad y consentir tales y tantos oprobios y sentir en la carne sus efectos, y con esto no podía entender si era o no era hombre y Dios, con todo eso juzgaba el Dragón que allí había algún misterio grande para los hombres y que siempre sería para él y su maldad de mucho daño y estrago si no atajaba el suceso de cosa tan nueva en el mundo. Y con este acuerdo que tomó con sus demonios envió muchas sugestiones a los fariseos para que desistiesen de perseguir a Cristo. Estas ilusiones no aprovecharon, como introducidas por el mismo demonio y sin virtud divina en corazones obstinados y depravados. Y despedidos de reducirlos se fueron a la mujer de Pilatos y la hablaron en sueños y la propusieron que aquel hombre era justo y sin culpa, y que si le condenaba su marido sería privado de la dignidad que poseía, y a ella le sucederían grandes trabajos; que le aconsejase a Pilatos soltase a Jesús y castigase a Barrabás, si no querían tener un mal suceso en su casa y en sus personas.
1325. Con esta visión recibió Prócula grande espanto y temor, y, cuando entendió lo que pasaba entre los judíos y su marido Pilatos, le envió el recado que dice San Mateo (Mt 27, 19), para que no se metiese en condenar a muerte al que miraba y tenía por justo. Púsole también el demonio otros temores semejantes en la imaginación al mismo Pilatos, y con el aviso de su mujer fueron mayores; aunque, como todos eran mundanos y políticos y no había cooperado a los auxilios verdaderos del Señor, no duró más este miedo de en cuanto no concibió otro que le movió más, como se vio en el efecto. Pero entonces insistió tercera vez con los judíos, como dice San Lucas (Lc 23, 22), defendiendo a Cristo nuestro Señor como inculpable y testificando que no hallaba en él crimen alguno ni causa de muerte, que le castigaría y soltaría. Y de hecho le castigó, para ver si con esto quedarían satisfechos, como diré en el capítulo siguiente. Pero los judíos, dando voces, respondieron que le crucificase. Entonces Pilatos pidió que le trajesen agua y mandó soltar a Barrabás como lo pedían. Se lavó las manos en presencia de todos, diciendo: Yo no tengo parte en la muerte de ese hombre justo a que vosotros le condenáis. Mirad lo que hacéis, que en testimonio de esto lavo mis manos, para que se entienda no quedan manchadas con la sangre del Inocente.—Parecióle a Pilatos que con aquella ceremonia se disculpaba con todos y prohijaba la muerte de Cristo nuestro Señor a los príncipes de los judíos y a todo el pueblo que la pedía. Y fue tan loca y ciega la indignación de los judíos que, a trueque de ver crucificado al Señor, condescendieron con Pilatos y cargaron sobre sí el delito, pronunciando aquella formidable sentencia y execración, dijeron: Su sangre venga sobre nosotros y sobre nuestros hijos (Mt 27, 25).
1326. ¡Oh ceguedad estultísima y cruelísima! ¡Oh temeridad nunca imaginada! La injusta condenación del Justo y la sangre del Inocente, a quien el mismo juez declara por inculpable, ¿queréis cargar sobre vosotros y sobre vuestros hijos? Cuando sólo fuera vuestro hermano, vuestro bienhechor y maestro, fuera vuestra audacia tremenda y execrable vuestra maldad. Mas ¡ay dolor! que habiendo de caer esta sangre deificada sobre todos los hijos de Adán para lavarlos y purificarlos a todos, que para esto se ha derramado sobre todos los hijos de la Santa Iglesia, y con eso hay muchos en ella que cargan sobre sí mismos con sus obras esta sangre, como los judíos la cargaron con obras y con palabras; ellos ignorando y no creyendo que era sangre de Cristo y los católicos conociendo y confesando que lo es.
1327. Su lengua tienen los pecados de los cristianos y sus depravadas obras con que hablan contra la sangre y muerte de Cristo nuestro Señor, cargándola sobre sí mismos. Sea Cristo afrentado, escupido, abofeteado, escarpiado en una cruz, despreciado y muerto y pospuesto a Barrabás; sea atormentado, azotado y coronado de espinas por nuestros pecados, que nosotros no queremos tener más parte en esta sangre, que ser causa que se derrame afrentosamente y que se nos impute eternamente. Padezca y muera el mismo Dios humanado, y nosotros gocemos de los bienes aparentes. Aprovechemos la ocasión, usemos de la criatura (Sap 2, 6-8), coronémonos de rosas, vivamos con alegría, valgámonos del poder, nadie se nos adelante; despreciemos la humildad, aborrezcamos la pobreza, atesoremos riquezas, engañemos a todos, no perdonemos agravios, entreguémonos al deleite de las delicias torpes, nada vean nuestros ojos que no codicien y todo lo que alcancen nuestras fuerzas; ésta sea nuestra ley sin otro algún respeto. Y si con todo esto crucificamos a Cristo, venga sobre nosotros su sangre y sobre nuestros hijos.
1328. Preguntemos ahora a los réprobos que están en el infierno, si fueron éstas las voces de sus obras que les atribuye Salomón en la Sabiduría y si porque hablaron en su corazón consigo mismos tan estultamente se llaman impíos y lo fueron. ¿Qué pueden esperar los que malogran la sangre de Cristo y la cargan sobre sí mismos, no como quien la desea para su remedio, sino como quien la desprecia para su condenación? ¿Quién se hallará entre los hijos de la Iglesia que sufra ser pospuesto a un ladrón facineroso? Tan mal practicada anda esta doctrina, que ya se hace admirable el que consiente que le preceda otro tan bueno y benemérito o más que él, y ninguno se hallará tan bueno como Cristo ni tan malo como Barrabás. Pero son sin número los que a la vista de este ejemplo se dan por ofendidos y se juzgan por desgraciados si no son preferidos y mejorados en la honra, en las riquezas, dignidades y en todo lo que tiene ostentación y aplauso del mundo. Esto se solicita, se litiga y se busca, y en esto se ocupan los cuidados de los hombres y todas sus fuerzas y potencias, desde que principian a usar de ellas hasta que las pierden. Y la mayor lástima y dolor es que no se libran de este contagio los que por su profesión y estado renunciaron el mundo y le volvieron las espaldas y, mandándoles el Señor que olviden su pueblo y la casa de su padre, se vuelven a ella con lo mejor de la criatura humana, que es la atención y cuidado para gobernarlos, la voluntad y deseo para solicitarles cuanto posee el mundo y les parece poco y se introducen en la vanidad. Y en lugar de olvidar la casa de su padre, olvidan la de Dios en que viven, donde reciben los auxilios divinos para conseguir la salvación, la honra y estimación que jamás en el mundo alcanzaran y el sustento sin afán ni cuidado. Y a todos estos beneficios se hacen ingratos, dejando la humildad que por su estado deben profesar. La humildad de Cristo nuestro Salvador y su paciencia, sus afrentas, los oprobios de la cruz, la imitación de sus obras, la escuela de su doctrina, todo se remite a los pobres, a los solitarios, a los desvalidos del mundo y humildes, y los caminos de Sión están desiertos y llorando (Lam 1, 4), porque hay tan pocos que vengan a la solemnidad de la imitación de Cristo nuestro Señor.
1329. No fue menor la insipiencia de Pilatos en pensar que con lavar sus manos y haber imputado a los judíos la sangre de Cristo quedaba justificado en su conciencia y con los hombres, a quienes pretendía satisfacer con aquella ceremonia llena de hipocresía y mentira. Verdad es que los judíos fueron los principales actores, y más reos en condenar al Inocente, y se cargaron sobre sí mismos esta formidable culpa. Pero no por eso quedó Pilatos libre de ella, pues, conociendo la inocencia de Cristo Señor nuestro, no debía posponerle a un ladrón y homicida, castigarle, ni enmendarle a quien nada tenía que corregir ni enmendar, y mucho menos debiera condenarle y entregarle a la voluntad de sus mortales enemigos, cuya envidia y crueldad le era manifiesta. Pero no puede ser justo juez el que conociendo la verdad y justicia la puso en una balanza con respetos y fines humanos de su propio interés, porque este peso arrastra la razón de los hombres que tienen corazón cobarde y, como no tienen caudal, ni el lleno de las virtudes que han menester los jueces, no pueden resistir a la codicia ni al temor mundano, y cegándolos la pasión desamparan la justicia para no aventurar sus comodidades temporales, como sucedió a Pilatos.
1330. En casa de Pilatos estuvo nuestra gran Reina y Señora, de manera que con el ministerio de sus Santos Ángeles pudo oír las altercaciones que tenía el inicuo juez con los escribas y pontífices sobre la inocencia de Cristo nuestro bien, sobre posponerle a Barrabás. Y todos los clamores de aquellos inhumanos tigres los oyó con silencio y admirable mansedumbre, como estampa viva de su santísimo Hijo. Pero aunque su honestísima modestia era inmutable, todas las voces de los judíos penetraban como cuchillos de dos filos su lastimado corazón. Mas los clamores de su doloroso silencio resonaban en el pecho del Eterno Padre con mayor agrado y dulzura que los llantos de la hermosa Raquel, con que —según dice San Jeremías (Jer 31, 15)—, lloraba a sus hijos sin consuelo, porque no los pudo restaurar; que nuestra hermosísima Raquel María purísima no pedía venganza, sino perdón para los enemigos que le quitaban el Unigénito del Padre y suyo. Y en todos los actos que hacía el alma santísima de Cristo le imitaba y acompañaba, obrando con tanta plenitud de santidad y perfección, que ni la pena suspendía sus potencias, ni el dolor impedía la caridad, ni la tristeza remitía su fervor, ni el bullicio distraía su atención, ni las injurias y tumulto de la gente le eran embarazo para estar recogida dentro de sí misma, porque a todo daba el lleno de las virtudes en grado eminentísimo.
Doctrina que me dio la gran Señora del cielo María santísima.
1331. Hija mía, de lo que has escrito y entendido te veo admirada, reparando en que Pilatos y Herodes no se mostraron tan inhumanos y crueles en la muerte de mi Hijo santísimo como los sacerdotes, pontífices y fariseos; y ponderas mucho que aquéllos eran jueces seculares y gentiles y éstos eran ministros de la ley y sacerdotes del pueblo de Israel que profesaban la verdadera fe. A este pensamiento te quiero responder con una doctrina que no es nueva, y tú la has entendido otras veces, mas ahora quiero que la renueves y no la olvides por todo el discurso de tu vida. Advierte, pues, carísima, que la caída de más alto lugar es en extremo peligrosa y su daño o es irreparable o muy dificultoso el remedio. Eminente lugar en la naturaleza y en los dones de la luz y gracia tuvo Lucifer en el cielo, porque en su hermosura excedía a todas las criaturas, y por la caída de su pecado descendió a lo profundo de la fealdad y miseria y a la mayor obstinación de todos sus secuaces. Los primeros padres del linaje humano, Adán y Eva, fueron puestos en altísima dignidad y encumbrados beneficios, como salidos de la mano del Todopoderoso, y su caída perdió a toda su posteridad con ellos mismos, y su remedio fue tan costoso como lo enseña la fe, y fue inmensa misericordia remediarlos a ellos y a sus descendientes.
1332. Otras muchas almas han subido a la cumbre de la perfección y de allí han caído infelicísimamente, hallándose después casi desconfiadas o casi imposibilitadas para levantarse. Este daño por parte de la misma criatura nace de muchas causas. La primera es el despecho y confusión desmedida que siente el que ha caído de mayores virtudes; porque no sólo perdió mayores bienes, pero tampoco fía de los beneficios futuros más que de los pasados y perdidos y no se promete más firmeza de los que puede adquirir con nueva diligencia que en los adquiridos y malogrados por su ingratitud. De esta peligrosa desconfianza se sigue el obrar con tibieza, sin fervor y sin diligencia, sin gusto y sin devoción, porque todo esto extingue la desconfianza, así como animada y alentada la esperanza vence muchas dificultades, corrobora y vivifica a la flaqueza de la criatura humana para emprender magníficas obras. Otra razón hay, y no menos formidable, y es que las almas acostumbradas a los beneficios de Dios, o por oficio como los sacerdotes y religiosos, o por ejercicios de virtudes y favores como otras personas espirituales, de ordinario pecan con desprecio de los mismos beneficios y mal uso de las cosas divinas; porque con la frecuencia de ellas incurren en esta peligrosa grosería de estimar en poco los dones del Señor, y con esta irreverencia y poco aprecio impiden los efectos de la gracia para cooperar con ella y pierden el temor santo, que despierta y estimula para el bien obrar, para obedecer a la divina voluntad y aprovecharse luego de los medios que ordenó Dios para salir del pecado y alcanzar su amistad y la vida eterna. Este peligro es manifiesto en los sacerdotes tibios, que sin temor y reverencia frecuentan la eucaristía y otros sacramentos, en los doctos y sabios y en los poderosos del mundo, que con dificultad se corrigen y enmiendan sus pecados, porque han perdido el aprecio y veneración de los remedios de la Iglesia, que son los santos sacramentos, la predicación y doctrina. Y con estas medicinas, que son en otros pecadores saludables y sanan los ignorantes, enferman ellos, que son los médicos de la salud espiritual.
1333. Otras razones hay de este daño, que miran al mismo Señor. Porque los pecados de aquellas almas, que por estado o virtud se hallan más obligadas a Dios, se pesan en la balanza de su justicia muy diferentemente que los de otras almas menos beneficiadas de su misericordia. Y aunque los pecados de todos sean de una misma materia, por las circunstancias son muy diferentes: porque los sacerdotes y maestros, los poderosos y prelados y los que tienen lugar o nombre de santidad, hacen gran daño con el escándalo de la caída y pecados que cometen. Es mayor su audacia y temeridad en atreverse contra Dios, a quien más conocen y deben, ofendiéndole con mayor luz y ciencia, y por esto con más osadía y desacato que los ignorantes; con que le desobligad tanto los pecados de los católicos, y entre ellos los de los más sabios e ilustrados, como se conoce en todo el corriente de las Escrituras sagradas. Y como en el término de la vida humana, que está señalado a cada uno de los mortales para que en él merezca el premio eterno, también está determinado hasta qué número de pecados le ha de aguardar y sufrir la paciencia del Señor a cada uno, pero este número no se computa sólo según la cantidad y multitud, sino también según la calidad y peso de los pecados en la divina justicia; y así puede suceder que en las almas de mayor ciencia y beneficios del cielo, la calidad supla la multitud de los pecados y con menos en número sean desamparados y castigados que otros pecadores con más. No a todos puede suceder lo que a Santo Rey David y a San Pedro, porque no en todos habrán precedido tantas obras buenas antes de su caída, a que tenga atención el Señor. Ni tampoco el privilegio de algunos es regla general para todos, porque no todos son elegidos para un ministerio, según los juicios ocultos del Señor.
1334. Con esta doctrina quedará, hija mía, satisfecha tu duda y entenderás cuan malo y lleno de amargura es ofender al Todopoderoso, cuando a muchas almas que redimió con su sangre las pone en el camino de la luz y las lleva por él, y cómo de alto estado puede caer una persona a más perversa obstinación que otras inferiores. Esta verdad testifica el misterio de la muerte y pasión de mi Hijo santísimo, en que los pontífices, sacerdotes, escribas y todo aquel pueblo en comparación de los gentiles, estaba más obligado a Dios, y sus pecados los llevaron a la obstinación, ceguedad y crueldad más abominable y precipitada que a los mismos gentiles, que ignoraban la verdadera religión. Quiero también que esta verdad y ejemplo te avisen de tan terrible peligro, para que prudente le temas y con el temor santo juntes el humilde agradecimiento y alta estimación de los bienes del Señor. En el tiempo de la abundancia no te olvides de la penuria (Eclo 18, 25). Confiere lo uno y lo otro en ti misma, considerando que el tesoro lo tienes en vaso quebradizo y le puedes perder, y que el recibir tantos beneficios no es merecerlos, ni el poseerlos es derecho de justicia sino gracia y liberalidad, y el haberte hecho el Altísimo tan familiar suya no es asegurarte de que no puedes caer o que vivas descuidada o pierdas el temor y reverencia. Todo ha de caber en ti al paso y peso de los favores, porque también ha crecido la ira de la serpiente y se desvela contra ti más que contra otras almas, porque ha conocido que con muchas generaciones no ha mostrado el Altísimo su liberal amor tanto como lo hace contigo; y si cayese tu ingratitud sobre tantos beneficios y misericordias, serías infelicísima y digna de riguroso castigo.
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