Mistica Ciudad de Dios - Virgen María
 
por María de Agreda

 - Treasury of Prayers, Catholic inspirations, meditations, reflexions Los favores que María santísima por medio de sus Ángeles hacía a los Apóstoles, la salvación que alcanzó a una mujer en la hora de la muerte y otros sucesos de algunos que se condenaron.

INDICE   Libro  7   Capítulo  10    Versos:  155-178


155. Como la nueva ley de gracia se iba dilatando en
Jerusalén, crecía cada día el número de los fieles y se aumentaba la nueva Iglesia del Evangelio, y al mismo paso crecía también la solicitud y atención de su gran Reina y Maestra María santísima con los nuevos hijos que los Apóstoles engendraban en Cristo nuestro Señor con su predicación. Y como ellos eran los fundamentos de la Iglesia, en quienes como en piedras firmísimas había de estribar la firmeza de este admirable edificio, por esto la prudentísima Madre y Señora cuidaba del Colegio Apostólico con especial vigilancia. Y toda esta divina atención se le aumentaba conociendo la indignación de Lucifer contra los seguidores de Cristo, y mayor contra los Sagrados Apóstoles como ministros de la salvación eterna de los otros fieles. Nunca será posible en esta vida decir ni alcanzar a conocer los oficios, los favores y beneficios que hizo a todo el cuerpo de la Iglesia y a cada uno de sus miembros místicos, en particular a los Apóstoles y discípulos, porque, según lo que se me ha dado a entender, no se pasó día ni hora en que no obrase con ellos alguna o muchas maravillas. Diré en este capítulo algunos sucesos que son de gran enseñanza para nosotros, por los secretos que contienen de la oculta providencia del Altísimo. Y de ellos se puede colegir cuál sería la vigilantísima caridad y celo de las almas que María santísima tenía con ellas.
156. A todos los Apóstoles amaba y servía con increíble afecto y veneración, así por su extremada santidad como por la dignidad de Sacerdotes y ministerio de fundadores y predicadores del Evangelio. Cuando estuvieron juntos en Jerusalén los servía, asistía, aconsejaba y gobernaba, como arriba queda dicho (Cf. supra n. 89, 92, 102). Pero con el aumento de la Iglesia fue necesario que luego comenzasen a salir de Jerusalén para bautizar y admitir a la fe a muchos que de los lugares circunvecinos se convertían; aunque luego volvían a la ciudad, porque de intento no se habían repartido ni despedido de Jerusalén, hasta que tuvieron orden para hacerlo. Y de los Actos apostólicos consta (Act 9, 38-40) que San Pedro salió a Lidia y a Jope, donde resucitó a Tabita e hizo otros milagros, y volvía a Jerusalén. Y aunque estas salidas las cuenta San Lucas después de la muerte de San Esteban —de que hablaré en el capítulo siguiente—, pero en el tiempo que pasó hasta que sucedió todo esto se convirtieron muchos de Palestina y fue necesario que los Apóstoles saliesen a predicarles y confirmarlos en la fe, y volvían a Jerusalén a dar cuenta de todo a su divina Maestra.
157. En todas estas jornadas y predicaciones procuraba el común enemigo impedir la palabra divina o el fruto de ella, moviendo muchas contradicciones y alteraciones de los incrédulos contra los Apóstoles y sus oyentes y convertidos. Y en estas persecuciones padecían cada día grandes molestias y sobresaltos, porque le pareció al Dragón infernal podía embestirles con mayor confianza, hallándolos ausentes y lejos del amparo de su Protectora y Maestra. Tan formidable era para el infierno esta gran Reina de los Ángeles, que con ser tan eminente la santidad de los Apóstoles, con todo eso le parecía a Lucifer que sin María los cogía desarmados y a su salvo, para acometerles y tentarlos. Tal es también la soberbia y furor de este Dragón, que, como está escrito en Job (Job 41, 18-19), al más duro acero lo reputó por una pajuela flaca y al bronce como si fuera un podrido leño. No teme las flechas ni la honda, pero teme tanto a María santísima, que para tentar a los Apóstoles aguarda que estén ausentes de este amparo.
158. Mas no por esto les faltó, porque la gran Señora desde la atalaya de su altísima sabiduría alcanzaba a todas partes, y como vigilantísima centinela descubría las asechanzas de Lucifer y acudía al socorro de sus hijos y ministros del Señor. Y cuando por estar ausentes los Apóstoles no los podía hablar, enviaba luego que los conocía afligidos a sus Santos Ángeles que la asistían, para que los consolasen y animasen, los previniesen y algunas veces ahuyentasen a los demonios que los perseguían. Todo esto ejecutaban los espíritus celestiales con prontitud, como su Reina lo ordenaba. Y unas veces lo hacían ocultamente por inspiraciones y consolaciones interiores que daban a los Apóstoles, otras veces, y más de ordinario, se les manifestaban visibles en cuerpos refulgentes y hermosísimos y hablaban con los Apóstoles todo lo que convenía o su Maestra les quería advertir. Y este modo era frecuente por la santidad y pureza de los Apóstoles y por la necesidad que entonces había de favorecerles con tanta abundancia de consuelo y esfuerzo. Y nunca tuvieron aprieto ni trabajo en que la amantísima Madre no les socorriese por estos modos, a más de las continuas oraciones, peticiones y hacimientos de gracias que por ellos ofrecía. Era la mujer fuerte, cuyos domésticos estaban socorridos con dobladas vestiduras, y la madre de familias que a todos los proveía de alimento y con el fruto de sus manos plantaba la viña del Señor (Prov 31).
159. Con todos los otros fieles tenía el mismo cuidado respectivamente y, aunque eran muchos en Jerusalén y en Palestina, de todos tenía noticia y conocimiento para favorecerlos en sus necesidades y tribulaciones, y no sólo atención a las de las almas, sino también a las corporales, y fuera de los muchos que curaba de gravísimas enfermedades. A otros que conocía no era conveniente darles salud milagrosamente, a éstos los servía muchas cosas por su misma persona, visitándolos y regalándolos, y de los más pobres cuidaba más, y muchas veces por su mano les daba de comer, hacía las camas en que estaban, atendía a su limpieza como si fuera sierva de cada uno y con el enfermo estuviera enferma. Tanta era la humildad, la caridad y solicitud de la gran Reina del mundo, que ningún oficio ni obsequio o ministerio negaba a sus hijos los fieles, ni por ínfimos y humildes los despreciaba, como fuesen para consuelo suyo. Y llenaba a todos de gozo y consolación suavísima en sus trabajos, con que se les hacían fáciles. Y a los que por estar lejos no podía acudir personalmente, los favorecía por medio de los Ángeles ocultamente, o con oraciones y peticiones les alcanzaba interiores beneficios y otros socorros.
160. Singularmente se señalaba su maternal piedad con los que estaban a la hora de la muerte y morían, porque a muchos asistía en aquel último conflicto y los ayudaba en él hasta dejarlos en estado de seguridad eterna. Y por los que iban al purgatorio hacía fervorosas peticiones y algunas obras penales, como postraciones en cruz, genuflexiones y otros ejercicios con que satisfacía por ellos. Y luego despachaba a alguno de sus Ángeles para que sacase del purgatorio aquellas almas por quien había satisfecho y las llevase al cielo y en su nombre las presentase a su Hijo santísimo, como hacienda propia del mismo Señor y fruto de su sangre y redención. Esta felicidad alcanzó a muchas almas en el tiempo que la Señora del cielo era moradora en la tierra. Y no entiendo se les niegue ahora a las que se disponen en su vida para merecer su presencia en la muerte, como en otra parte dejo escrito (Cf. supra p. II n. 929). Y porque sería necesario extender mucho esta Historia si hubiera de referir los beneficios que hizo María santísima en la hora de la muerte a muchos que ayudó en ella, no puedo detenerme en esto, pero diré un suceso que tuvo con una doncella a quien libró de la boca del Dragón infernal; por ser tan raro y digno de advetrencia para todos, no es justo negársele a esta Historia ni a nuestra enseñanza.
161. Sucedió, pues, en Jerusalén, que una doncella de padres humildes y poco abundantes de hacienda se convirtió entre los cinco mil que primero recibieron el bautismo. Esta pobrecilla mujer, acudiendo a los ministerios de su casa, enfermó y le duró por muchos días la dolencia, sin mejorar en la salud. Con esta ocasión, como suele suceder a otras almas, se fue resfriando en el primer fervor y se descuidó en cometer algunas culpas, con que pudo perder la gracia bautismal. Pero Lucifer, que no se descuidaba, sediento de tragar alguna de aquellas almas, acudió a ésta y la embistió con suma crueldad, permitiéndolo así Dios para mayor gloria suya y de su Madre santísima. Aparecióle el demonio a la doncella en forma de otra mujer para engañarla mejor y díjola con halagos que se retirase mucho de aquella gente que predicaba al Crucificado y no les diese crédito en cuanto la decían porque la engañaban en todo, y que si no lo hacía la castigarían los sacerdotes y jueces, como habían crucificado al Maestro de aquella ley nueva y engañosa que la habían enseñado a ella, y con este remedio estaría buena y después viviría contenta y sin peligro. Respondióle la doncella: Yo haré lo que me dices, mas aquella Señora que he visto con estos hombres y mujeres y parece tan linda y apacible, ¿qué tengo de hacer con ella?, porque la quiero mucho.—Replicóle el demonio: Esa que tú dices es peor que todos y a ella es la primera a quien has de aborrecer y retirarte de sus engaños y esto es lo que más te importa.
162. Con este mortal veneno de la antigua serpiente quedó inficionada el alma de aquella simplecilla paloma, y en vez de mejorar en la salud del cuerpo se le fue agravando la enfermedad y acercándose a la muerte natural y eterna. Uno de los setenta y dos discípulos que andaba visitando a los fieles tuvo noticia de la grave enfermedad de aquella mujer, porque un vecino de su casa le dijo que allí estaba una mujer de los de su secta muy cerca de expirar. Entró a verla y animarla con razones santas y a reconocer su necesidad. Pero la enferma estaba tan oprimida de los demonios, que ni le admitió ni habló palabra aunque la exhortó y predicó grande rato, antes se retiraba y cubría para no oírle. Reconoció el discípulo por aquellas señales la perdición de la enferma, aunque ignoraba la causa, y con grande presteza fue a dar cuenta de aquel daño al Apóstol San Juan, el cual sin detenerse acudió luego a visitar a la doncella y la amonestó y habló palabras de vida eterna, si las quisiera admitir. Pero sucedió lo mismo que al discípulo, porque a entrambos resistió con pertinacia. Si bien el Apóstol vio muchas legiones de demonios que tenían rodeada a la enferma, porque llegando él se retiraron, pero no cesaban de forcejear para volver luego a renovar las ilusiones de que la miserable mujer estaba llena.
163. Y reconociendo su dureza el Apóstol, se fue muy afligido a dar noticia de ello a María santísima y pedirle el remedio. Convirtió luego la gran Reina su vista interior a la enferma y conoció el infeliz y peligroso estado de aquella alma y cómo el enemigo la había puesto en él. Lamentóse la piadosa Madre sobre aquella simple ovejuela, engañada del infernal y sangriento lobo, y postrada en tierra oró y pidió el rescate de la mísera doncella. Pero el Señor no respondió palabra a esta petición de su Madre santísima, no porque sus ruegos no le fuesen agradables, antes por eso mismo y por oír más sus clamores se hizo sordo, y para enseñarnos también cuál era la caridad y prudencia de la gran Maestra y Madre en las ocasiones que era necesario usar de ellas. Dejóla el Señor para esto en el estado común y ordinario que la gran Señora tenía, sin añadirla nueva ilustración en lo que pedía. Mas no por esto desistió, ni se entibió su caridad ardentísima, como quien conocía que no por el silencio del Señor había de faltar ella a su oficio de Madre, mientras no sabía expresamente la voluntad divina. Con esta prudencia se gobernó en aquel suceso y luego ordenó a uno de sus Santos Ángeles fuese a remediar aquella alma y la defendiese de los demonios y exhortase con santas inspiraciones, para que se apartase de sus engaños y se convirtiese a Dios. Hizo el Ángel esta embajada con la presteza que saben obedecer a la voluntad del Altísimo, pero tampoco pudo reducir aquella obstinada mujer con las diligencias que como Ángel pudo hacer y de hecho hizo para desengañarla. A tal estado como éste puede venir un alma que se entrega al demonio.
164. Volvió el Santo Ángel a su Reina y la dijo: Señora mía, vengo de ayudar a aquella doncella en el peligro de su condenación, como Vos, Madre de Misericordia, me lo ordenasteis, pero su dureza es tanta que ni admite ni escucha las inspiraciones santas que le he dado. He altercado con los demonios para defenderla de ellos y se resisten, alegando el derecho que aquella alma de su voluntad les ha dado, en que libremente persevera. El poder de la divina justicia no ha concurrido conmigo como yo deseaba, obedeciendo Vuestra voluntad, y no puedo, Señora mía, daros el consuelo que deseáis.—
Afligióse mucho la piadosa Madre con esta respuesta, pero como ella era la Madre del amor, de la ciencia y de la santa esperanza (Eclo 24, 24), no pudo perder lo que a todos nos mereció y enseñó. Y retirándose de nuevo a pedir el remedio de aquella alma engañada, se postró en tierra y dijo: Señor mío y Dios de misericordias, aquí está este vil gusanillo de la tierra, castigadme y afligidme a mí y no vea yo que esta alma, señalada con las primicias de Vuestra sangre y engañada por la serpiente, quede por despojos de su maldad y del odio que tiene contra Vuestros fieles.
165. Perseveró María santísima un rato en esta petición, pero tampoco la respondió el Señor, para probar su invicto corazón y caridad con los prójimos. Consideró la prudentísima Virgen lo que sucedió al Profeta San Eliseo [Día 14 de junio: Samaríae, in Palaestína, sancti Eliséi Prophétae, cujus sepúlcrum, ubi et Prophéta quiéscit Abdías, a daemónibus perhorrésci sanctus Hierónymus scribit.] (4 Re 4, 34) para resucitar al hijo de la Sunamitis su hospedera, que no bastó a darle vida el báculo del Profeta que le aplicó Giezi su discípulo y fue necesario que llegase en persona el mismo San Eliseo y tocase el difunto y se midiese y ajustase con él, con que le restituyó la vida. No fueron poderosos el Ángel ni el Apóstol para resucitar del pecado y engaño de Satanás a aquella miserable mujer, y así determinó la gran Señora ir a remediarla por su persona. Propúsolo así al Señor en la oración que por ella hizo y, aunque no tuvo respuesta de Su Majestad, como la obra misma le daba licencia, se levantó y comenzó a dar algunos pasos para salir del aposento donde estaba y caminar con San Juan Evangelista a donde estaba la enferma, que era algo distante del cenáculo. Pero en moviéndose a los primeros pasos la detuvieron los Ángeles, a quienes había mandado el Señor la llevasen y acompañasen, pero no se le había manifestado a ella. Preguntóles por qué la detenían. Y respondiéronla, porque no es razón consintamos que vais por la ciudad, cuando nosotros podemos llevaros con mayor decencia. Luego la pusieron en un trono de nube refulgente y la llevaron y pusieron en el aposento de la doncella enferma, que, como era pobre y no hablaba, la habían desamparado todos y estaba sola y rodeada de demonios que esperaban su alma para llevarla.
166. Mas al instante que llegó la Reina de los Ángeles huyeron todos los espíritus malignos como unos relámpagos y como atropellándose unos a otros con terribles aullidos. Y la poderosa Señora les mandó con imperio descendiesen al profundo, hasta que les permitiese saliesen de él, y así lo hicieron sin poderlo resistir. Llegó la piadosísima Madre a la enferma y llamóla por su nombre, tomóla de la mano y la habló dulcísimas razones de vida con que la renovó toda y comenzó a respirar y volver en sí. Y respondiendo a María santísima dijo: Señora mía, una mujer que me visitó, me persuadió que los discípulos de Jesús me engañaban y que me apartase luego de ellos y de vos, porque me sucedería muy mal si admitía la ley que me enseñaban.—
Replicó la Reina y díjola: Hija mía, esa que te pareció mujer era el demonio tu enemigo. Yo vengo a darte de parte del Altísimo la vida eterna; vuelve, pues, a su verdadera fe que antes recibiste y confiésale de todo tu corazón por tu Dios verdadero y Redentor, que para remedio tuyo y de todo el mundo murió en la Cruz; adórale, invócale y pídele perdón de tus pecados.
167. Todo eso —respondió la enferma— creía yo antes, y me han dicho que es muy malo y me castigarán si lo confieso.—Replicóle la divina Maestra: Amiga mía, no temas ese engaño, pero advierte que el castigo y penas que se han de temer son las del infierno, a donde te encaminaban los demonios. Y ahora estás muy cerca de la muerte y puedes alcanzar el remedio que yo te ofrezco si me das crédito y serás libre del fuego eterno que te amenazaba por tu error.—Con esta exhortación y la gracia que María santísima alcanzó para aquella pobrecilla mujer, se movió con grandes lágrimas de compunción y la pidió su favor en aquel peligro, estando rendida para todo lo que la mandase. Luego la gran Señora la hizo protestar la fe de Cristo nuestro Señor y que hiciese un acto de contrición para confesarse. Y la gran Reina dispuso que recibiese los sacramentos, llamando a los Apóstoles para que se los administrasen. Y repitiendo la dichosa mujer los actos de contrición y de amor, invocando a Jesús y a su Madre que la gobernaba, expiró la feliz doncella en manos de su Remediadora, habiendo estado dos horas enteras con ella, para que el demonio no volviese a engañarla. Y fue tan poderoso este socorro, que no sólo la redujo al camino de la vida eterna, pero le alcanzó tantos auxilios, que salió aquella dichosa alma libre de culpa y de pena. Y luego la envió al cielo con unos Ángeles de los doce que tenían en el pecho aquella señal o divisa de la redención y traían palmas y coronas en las manos para socorrer a los devotos de su gran Reina. De estos ángeles queda ya dicho en la primera parte, capítulo 14, número 202, y capítulo 18, número 273, y no es necesario repetirlo ahora. Sólo advierto que a estos Ángeles, que enviaba la Reina a diversas operaciones, los escogía conforme a las gracias y virtudes que tenían para beneficio de los hombres.
168. Después de remediada aquella alma, volvieron los demás Ángeles a la Reina a su oratorio en la misma nube que la habían traído. Y luego se humilló y postró en tierra adorando al Señor y dándole gracias por el beneficio de haber sacado aquella alma de la boca del Dragón infernal, y por ello hizo un cántico de alabanza del Altísimo. Esta maravilla ordenó su gran sabiduría, para que los Ángeles, los Santos del cielo, los Apóstoles y también los mismos demonios entendiesen el poder incomparable de María santísima y que así como era Señora de todos así también todos juntos no serían poderosos tanto como ella y que nada se le negaría de lo que pidiese para los que la amasen, sirviesen y llamasen, pues aquella feliz doncella, por el amor que había tenido a esta Señora divina, no fue despedida del remedio, y los demonios quedasen oprimidos, confusos y desconfiados de prevalecer contra lo que María santísima quiere y puede para sus devotos. Otras cosas para nuestra enseñanza se pueden notar en este ejemplo, que remito a la atención y prudencia de los fieles.
169. No sucedió así a otros dos de los convertidos, que desmerecieron la eficaz intercesión de María santísima. Y porque este ejemplo puede servir también de aviso y escarmiento, como el de Ananías y Safira, para conocer la astucia de Lucifer en tentar y derribar a los hombres, le escribiré como le he entendido, con las advertencias que encierra, para temer con Santo Rey David los justos juicios del Muy Alto (Sal 118, 120). Después del milagro referido, tuvo permiso el demonio para volver al mundo con los suyos y tentar a los fieles, porque así convenía para la corona de los justos y predestinados. Salió del infierno con mayor saña contra ellos y comenzó a investigar por dónde le abrían puerta para acometer, rastreando las inclinaciones malas de cada uno como ahora lo hace, con la confianza que le ha dado la experiencia de que los hijos de Adán, inadvertidos, de ordinario seguimos las inclinaciones y pasiones más que la razón y la virtud. Y como la multitud no puede ser muy perfecta en todas sus partes y la Iglesia iba creciendo en número, así también en algunos se entibiaba el fervor de la caridad, y el demonio tenía mayor campo en que sobresembrar su cizaña. Reconoció entre los fieles que dos hombres eran de malas inclinaciones y hábitos antes que se convirtiesen y que deseaban tener gracia y estrecha dependencia de algunos príncipes de los judíos, de quien esperaban algunos intereses temporales de honra y hacienda, y con esta codicia —que siempre fue raíz de todos los males (1 Tim 6, 10)— contemporizaban y lisonjeaban a los poderosos cuya gracia codiciaban.
170. Con estos achaques juzgó el demonio que aquellos fieles estaban flacos en la fe y virtudes y que podría derribarlos por medio de los judíos principales, de quienes tenían dependencia. Y como lo pensó la serpiente, así lo ejecutó y consiguió, arrojando muchas sugestiones al corazón incrédulo de aquellos sacerdotes, para que reprendiesen y amenazasen a los dos convertidos por haber admitido la fe de Cristo y recibido su Bautismo. Hiciéronlo así como el demonio se lo administraba con grande aspereza y autoridad. Y como la indignación en los poderosos acobarda a los menores que son de corazón flaco, y lo eran aquellos dos convertidos, apegados a sus propios intereses temporales, con esta párvula flaqueza se resolvieron en apostatar de la fe de Cristo, para no caer en desgracia de aquellos judíos poderosos, en quien tenían alguna infeliz y falsa confianza. Luego se retiraron de todo el gremio de los otros fieles y dejaron de acudir a la predicación y ejercicios santos que los demás hacían, con que se conoció su caída y perdición.
171. Contristáronse mucho los Apóstoles por la ruina de aquellos fieles y por el escándalo que los demás recibirían con tan pernicioso ejemplo en los principios de la Iglesia. Confirieron entre sí si le darían noticia del suceso a María santísima, porque temían el desconsuelo y dolor que la causaría. Pero el Apóstol San Juan les advirtió que la gran Señora sabía todas las cosas de la Iglesia y aquélla no se le podría ocultar a su vigilantísima atención y caridad. Con esto fueron todos a darla cuenta de lo que pasaba con aquellos dos apostatas a quienes habían exhortado para que se redujesen a la verdadera fe que habían descreído y negado. La piadosa y prudente Madre no disimuló el dolor, porque no era para ocultarle en la pérdida de las almas que ya estaban agregadas a la Iglesia. Y convenía también que los Apóstoles conocieran en el sentimiento de la gran Señora la estimación que debían hacer de los hijos de la Iglesia y el celo tan ardiente con que habían de procurar conservarlos en la fe y reducirlos al camino de salvación. Retiróse luego nuestra. Reina a su oratorio y postrada en tierra como solía hizo profunda oración por aquellos dos apostatas, derramando copiosas lágrimas de sangre por ellos.
172. Y para moderar en algo su dolor con la ciencia de los ocultos juicios del Altísimo, la respondió Su Majestad y la dijo: Esposa mía, escogida entre mis criaturas, quiero que conozcas mis justos juicios en esas dos almas por quien me pides y en otras que han de entrar en mi Iglesia. Estos dos, que han apostatado de mi verdadera fe, pueden hacer más daño que provecho entre los demás fieles si perseverasen en su conversación y trato, porque son de costumbres muy depravadas y han empeorado sus torcidas inclinaciones; con que mi ciencia infinita los conoce por réprobos [o precitos: Dios da gracia suficiente a todos pero los hombres tienen libre albedrío] y así conviene desviarlos del rebaño de los fieles y cortarlos del Cuerpo Místico de mi Iglesia para que no inficionen a otros ni les peguen su contagio. Necesario es ya, querida mía, conforme a mi altísima Providencia, que entren en mi Iglesia predestinados y prescitos: unos, que por sus culpas se han de condenar, y otros, que por mi gracia se han de salvar con buenas obras; y mi doctrina y Evangelio (Mt 13, 47) ha de ser como la red que recoge a todo género de peces, buenos y malos, a prudentes y necios, y el enemigo ha de sembrar su cizaña entre el grano puro de la verdad, para que los justos se justifiquen más y los inmundos, si quisieren por su malicia, se hagan más inmundos (Ap 22, 11).
173. Esta fue la respuesta que dio el Señor a María santísima en aquella oración, renovando en ella la participación de su divina ciencia, con que se dilató su afligido corazón conociendo la equidad de la justicia del Muy Alto en condenar con razón a los que por su malicia se hacían réprobos [o precitos: Dios quiere que todos se salven y da gracia suficiente a todos pero el hombre tiene libre albedrío y por su culpa puede condenarse al infierno – gehena. Hay predestinación a la gloria y no hay predestinación antecedente y previa al infierno] e indignos de la amistad de Dios y de su gloria. Pero como la divina Madre tenía el peso del santuario en su eminentísima sabiduría, ciencia y caridad, sola ella entre todas las criaturas pesaba y ponderaba dignamente lo que monta perder una alma a Dios eternamente y quedar condenada a los tormentos eternos en compañía de los demonios, y a la medida de esta ponderación era su dolor. Ya sabemos que los Ángeles y Santos del cielo, que conocen en Dios este misterio, no pueden tener dolor ni pena, porque no se compadece con aquel estado felicísimo. Y si fuera compatible con la gloria de que gozan, fuera su dolor conforme al conocimiento que tienen del daño que es condenarse los que aman con caridad tan perfecta y desean tener consigo en la gloria.
174. Pues las penas y dolor que no pueden sentir los bienaventurados de la condenación de los hombres, éste tuvo María santísima en grado tan superior al que tuvieran ellos, cuanto les excedía esta divina Señora en la sabiduría y caridad. Para sentir el dolor estaba en estado de viadora y para conocer la causa tenía ciencia de comprensora. Porque cuando gozó de la visión beatífica conoció el ser de Dios y el amor que tiene a la salvación de los hombres, como de bondad infinita, y lo que se doliera de la perdición de una alma si fuera capaz de dolor. Conocía la fealdad de los demonios, la ira que tienen contra los hombres, la condición de las penas infernales y eterna compañía de los mismos demonios y de todos los condenados. Todo esto, y lo que yo no alcanzo a ponderar, ¿qué dolor, qué pena y compasión causaría en un corazón tan blando, tan amoroso y tierno como el de nuestra amantísima María, sabiendo que aquellas dos almas y otras casi infinitas con ellas se perderían en la Santa Iglesia? Sobre esta desdicha se lamentaba y muchas veces repetía: ¿Es posible que un alma por su voluntad se haya de privar eternamente de ver la cara de Dios y escoja ver las de tantos demonios en eterno fuego?
175. El secreto de la reprobación de aquellos nuevos apostatas reservó para sí la prudentísima Reina, sin manifestarlo a los Apóstoles. Pero estando así afligida y retirada, en aquella ocasión entró el Evangelista San Juan a visitarla y saber lo que le mandaba hacer o en qué servirla. Y como la vio tan afligida y triste, se turbó el Apóstol y pidiéndola licencia para hablarla dijo: Señora mía y Madre de mi Señor Jesucristo, después que Su Majestad murió nunca he reconocido Vuestro semblante tan afligido y doloroso como ahora y bañados en sangre Vuestro rostro y ojos. Decidme, Señora, si es posible, la causa de tan nuevo dolor y sentimiento y si puedo aliviaros en él con dar mi propia vida.—Respondió María santísima: Hijo mío, lloro ahora por esta misma causa.—
Entendió San Juan Evangelista que la memoria de la pasión había renovado en la piadosa Madre tan acervo y nuevo dolor y con este pensamiento la replicó así: Ya, Señora mía, podéis moderar las lágrimas, cuando Vuestro Hijo y Redentor nuestro está glorioso y triunfante en los cielos a la diestra de su Eterno Padre. Y aunque no es razón olvidemos lo que padeció por los hombres, también es justo os alegréis con los bienes que se han seguido de su pasión y muerte.
176. Si después que murió mi Hijo —respondió María santísima— le quieren crucificar otra vez los que le ofenden y niegan y malogran el fruto inestimable de su sangre, justo es que yo llore, como quien conoce de su ardentísimo amor con los hombres que padeciera por el remedio de cada uno lo que padeció por todos. Veo tan mal agradecido este amor inmenso y la perdición eterna de tantos que debían conocerle, que no es posible moderar mi dolor, ni tener vida, si no me la conserva el mismo Señor que me la dio. Oh hijos de Adán, formados a la imagen de mi Hijo y de mi Señor, ¿en qué pensáis?, ¿dónde tenéis el juicio y la razón para sentir vuestra desdicha, si perdéis a Dios eternamente?—Replicó San Juan Evangelista: Madre y Señora mía, si vuestro dolor es por los dos que han apostatado, bien sabéis que entre tantos hijos ha de haber infieles siervos, pues en nuestro apostolado prevaricó Judas Iscariotes [que esta ya dos mil años en el infierno --- gehena] en la misma escuela de nuestro Redentor y Maestro.—Oh Juan —respondió la Reina— si Dios tuviera voluntad determinada [que no la tiene] de la perdición de algunas almas, pudiera aliviar algo mi pena, pero, aunque permite la condenación de los réprobos porque ellos se quieren perder, no era ésta absoluta voluntad de la divina bondad, que a todos quisiera hacer salvos si ellos con su libre albedrío no le resistieran, y a mi Hijo santísimo le costó sudar sangre el que no fuesen todos predestinados [a la gloria] y alcanzase con eficacia la que por ellos derramaba. Y si ahora en el cielo pudiera tener dolor [que no lo tiene] de cualquier alma que se pierde, sin duda le tuviera mayor que de padecer por ella. Pues yo, que conozco esta verdad y vivo en carne pasible, razón es que sienta lo que mi Hijo tanto desea y no se consigue.—Con estas y otras razones de la Madre de Misericordia se movió San Juan Evangelista a lágrimas y llanto, en que la acompañó grande rato.

Doctrina que me dio la Reina del cielo María santísima.

177. Hija mía, pues en este capítulo con particularidad has entendido el incomparable dolor y amargura con que yo lloré la perdición de las almas ajenas, de aquí conocerás lo que debes hacer por la tuya y por ellas, para imitarme en la perfección que yo de ti quiero. Ningún tormento ni la misma muerte rehusara yo, si fuera necesario, para remediar a cualquiera de los que se condenan, y lo reputara por descanso en mi ardentísima caridad. Pues ya que tú no mueras con este dolor, por lo menos no excuses el padecer todo lo que el Señor ordenare por esta causa, y tampoco el pedir por ellas y trabajar con todas tus fuerzas para excusar en tus hermanos cualquiera culpa, si pudieres atajarla; y cuando no luego la consigas, ni conozcas que te oye el Señor, no por esto pierdas la confianza, sino avívala y persevera, que esta porfía nunca puede desagradarle, pues desea Él más que tú la salvación de todos sus redimidos. Y si todavía no fueres oída ni alcanzares lo que pides, aplica los medios que la prudencia y la caridad pidieren y vuelve a pedir con nueva instancia, que siempre se obliga el Altísimo de esta caridad con el prójimo y del amor que obliga a impedir el pecado de que se ofende. No quiere la muerte del pecador (Ez 33, 11) y, como has escrito, no tuvo por sí voluntad absoluta y antecedente de perder a sus criaturas, antes las quisiera salvar a todas si ellas no se perdieran, y aunque lo permite por su justicia, permite lo que le es de su desagrado por la condición libre de los hombres. No te encojas en estas peticiones, pero las que fueren de cosas temporales preséntalas y pídele que haga su voluntad santa en lo que conviene.
178. Y si por la salvación de tus hermanos quiero que trabajes con tanto fervor de caridad, considera lo que debes hacer por la tuya y en qué estimación has de tener tu propia alma, por quien se ofreció infinito precio. Quiérote amonestar como Madre, que cuando la tentación y pasiones te inclinaren a cometer alguna culpa, por levísima que sea, te acuerdes del dolor y lágrimas que me costó el saber los pecados de los mortales y desear impedirlos. No quieras tú, carísima, darme la misma causa, que si bien no puedo ahora recibir aquella pena, por lo menos me privarás del gozo accidental que recibiré de que, habiéndome dignado de ser tu Madre y Maestra para gobernarte como a hija y discípula, salgas perfecta como enseñada en mi escuela. Y si en esto fueres infiel, frustrarás muchos deseos míos de que en todas tus obras seas agradable a mi Hijo santísimo y le dejes cumplir en ti su voluntad santa con toda plenitud. Pondera, con la luz infusa que recibes, cuán graves serían tus culpas, si alguna cometieres después de hallarte tan beneficiada y obligada del Señor y de mí. No te faltarán peligros y tentaciones en lo que tuvieres de vida, pero en todas te acuerda de mi enseñanza, de mis dolores y lágrimas y sobre todo de lo que debes a mi Hijo santísimo, que tan liberal es contigo en favorecerte y aplicarte el fruto de su sangre, para que en ti halle retorno y agradecimiento.
Apostolado del Trabajo de Dios - mcdd #200

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