595. En aquel capítulo queda escrito que la gran Reina del cielo fue alimentada con aquel sustento que la señaló el Señor, del estado y disposición que allí declaré (Cf. supra n. 536s.), por los mil doscientos y sesenta días que dijo el Evangelista San Juan en el capítulo 12 del Apocalipsis (Ap 12, 6). Estos días hacen tres años y medio poco más o menos, con que la purísima Madre cumplió los sesenta años de su edad y dos meses, pocos días más, y el año del Señor de cuarenta y cinco. Y como la piedra en su natural movimiento con que baja a su centro cobra mayor velocidad cuanto más se va acercando a él, nuestra gran Reina y Señora de las criaturas, cuanto se iba acercando a su fin y término de su vida santísima, tanto eran más veloces los vuelos de su purísimo espíritu y los ímpetus de sus deseos para llegar al centro de su eterno descanso y reposo. Desde el instante de su Inmaculada Concepción, había salido como río caudaloso del océano de la divinidad, donde en los eternos siglos fue ideada, y con las corrientes de tantos dones, gracias, favores, virtudes, santidad y merecimientos, había crecido de tal manera, que ya le venía angosta toda la esfera de las criaturas, y con un movimiento rápido y casi impaciente de la sabiduría y amor se apresuraba a unirse con el mar, de donde salió, para volverse a él, y redundar de allí otra vez su maternal clemencia sobre la Iglesia (Ecl 1, 7).
596. Vivía ya la gran Reina en estos últimos años con la dulce violencia del amor en un linaje de martirio continuado. Porque sin duda, en estos movimientos del espíritu, es verdadera filosofía que el centro cuando está más vecino atrae con mayor fuerza lo que se llega a él; y en María santísima, de parte del infinito y sumo bien, había tanta vecindad que sólo le dividía, como dijo en los Cantares (Cant 2,9), el cancel o la pared de la mortalidad y ésta no impedía para que se viesen y mirasen con vista y con amor recíproco; y de parte de los dos, mediaba el amor tan impaciente de medios que impidan la unión de lo que se ama que ninguna cosa más desea que vencerlos y apartarlos para llegar a conseguirla. Deseábalo su Hijo santísimo y deteníale la necesidad que siempre tenía la Iglesia de tal Maestra. Deseábalo la dulcísima Madre y, aunque se encogía para no pedir la muerte natural, mas no podía impedir la fuerza del amor para que sintiese la violencia de la vida mortal y de sus prisiones que la detenían el vuelo.
597. Pero mientras no llegaba el plazo determinado por la eterna Sabiduría, padecía los dolores del amor que es fuerte como la muerte (Cant 8, 6). Llamaba con ellos a su amado que saliese fuera de sus retretes, que bajase al campo, que se detuviese en esta aldea (Cant 7, 11), que viese las flores y los frutos tan fragantes y suaves de su viña. Con estas flechas de sus ojos y de sus deseos hirió el corazón del amado, y le hizo volar de las alturas y descender a su presencia. Sucedió, pues, que un día, por el tiempo que voy declarando, crecieron las ansias amorosas de la beatísima Madre de manera que con verdad pudo decir que estaba enferma de amor (Cant 2, 5); porque, sin los defectos de nuestras pasiones terrenas, adoleció con los ímpetus del corazón moviéndosele de su lugar, y dándole el Señor para que así como Él era la causa de la dolencia lo fuese gloriosamente de la cura y medicina. Los Santos Ángeles que la asistían, admirados de la fuerza y efectos del amor de su Reina, la hablaban como Ángeles para que recibiese algún alivio con la esperanza tan segura de su deseada posesión, pero estos remedios no apagaban la llama, que antes la encendían, y la gran Señora no les respondía más que conjurarlos dijesen a su dilecto que estaba enferma de amor (Cant 5, 8), y ellos la replicaban dándole las señas que deseaba. Y en esta ocasión, y en otras de estos últimos años, advierto que especialmente se ejecutaron en esta única y digna Esposa todos los misterios ocultos y escondidos en los Cánticos de Salomón. Fue necesario que los supremos Príncipes que en forma visible la asistían, la recibiesen en los brazos por los dolores que sentía.
598. Bajó del cielo su Hijo santísimo en esta ocasión a visitarla en un trono de gloria acompañado de millares de Ángeles que le daban loores y magnificencia. Y llegándose a la purísima Madre la renovó y confortó en su dolencia y juntamente la dijo: Madre mía, dilectísima y escogida para nuestro beneplácito, los clamores y suspiros de vuestro amoroso pecho han herido mi corazón. Venid, paloma mía, a mi celestial patria, donde se convertirá vuestro dolor en gozo, vuestras lágrimas en alegría y allí descansaréis de vuestras penas.— Luego los Santos Ángeles por mandado del mismo Señor pusieron a la Reina en el trono y al lado de su Hijo santísimo y con música celestial subieron todos al empíreo cielo, y María Santísima adoró al trono de la Beatísima Trinidad. Teníala siempre a su lado la humanidad de Cristo nuestro Salvador, causando accidental gozo a todos los cortesanos del cielo; y manifestándole el mismo Señor, como si, a nuestro modo de entender, pusiera nueva atención a los Santos, habló con el Eterno Padre, y dijo:
599. Padre mío y Dios eterno, esta mujer es la que me dio forma de hombre en su virginal tálamo, la que me alimentó a sus pechos y me sustentó con su trabajo; la que me acompañó en los míos y cooperó conmigo en las obras de la Redención humana; la que fue siempre fidelísima y ejecutó en todo nuestra voluntad con plenitud de nuestro agrado; es inmaculada y pura como digna Madre mía y por sus obras llegó al colmo de toda santidad y dones que nuestro poder infinito le ha comunicado; y cuando tuvo merecido el premio y pudo gozarle para no dejarle, careció de él por sola nuestra gloria y volvió a la Iglesia militante para su fundación, gobierno y magisterio [como Medianera de todas las gracias y con sus consejos]; y porque viva en ella para socorro de los fieles le dilatamos el descanso eterno, que muchas veces nos tiene merecido. En la suma bondad y equidad de nuestra providencia hay razón para que mi Madre sea remunerada en el amor y obras con que sobre todas las criaturas nos obliga, y no debe correr en ella la común ley de los demás. Y si yo para todas merecía premios infinitos y gracia sin medida, justo es que mi Madre las reciba sobre todo el resto de las que son tan inferiores, pues ella con sus obras corresponde a nuestra liberal grandeza y no tiene impedimento ni óbice para que se manifieste en ella el poder infinito de nuestro brazo y participe de nuestros tesoros como Reina y Señora de todo lo que tiene ser criado.
600. A esta proposición de la humanidad santísima de Cristo respondió el Eterno Padre: Hijo mío dilectísimo, en quien yo tengo la plenitud de mi agrado y complacencia: Vos sois primogénito y cabeza de los predestinados, y en vuestras manos puse todas las cosas para que juzguéis con equidad a todos los tribus y generaciones y a todas mis criaturas. Distribuid mis tesoros infinitos y haced participante a vuestra voluntad a nuestra Amada, que os vistió de la carne pasible, conforme a su dignidad y mérito, en nuestra aceptación tan estimables.
601. Con este beneplácito del Eterno Padre determinó Cristo nuestro Salvador en presencia de los Santos, y como prometiéndolo a su Madre santísima, que desde aquel día, mientras ella viviese en la carne mortal, fuese levantada por los Ángeles al mismo cielo empíreo todos los días del domingo que daba fin a los ejercicios que hacía en la tierra y correspondían a la Resurrección del mismo Señor, para que estando en presencia del Altísimo en alma y cuerpo celebrase allí el gozo de aquel misterio. Determinó también el Señor que en la comunión cotidiana se le manifestase su santísima humanidad unida a la divinidad, por otro nuevo y admirable modo, diferente del que había tenido en esta luz hasta aquel día, para que este beneficio fuese como arras y prenda rica de la gloria que para su Madre tenía preparada en su eternidad. Conocieron los Bienaventurados cuán justo era hacer estos favores a la divina Madre para gloria del Omnipotente y demostración de su grandeza, y por la dignidad y santidad de la gran Reina y por la digna retribución que sola ella daba a tales obras, y todos hicieron nuevos cánticos de gloria y alabanza al Señor, que en todas ellas era santo, justo y admirable.
602. Convirtió luego las razones Cristo nuestro bien a su purísima Madre, y la dijo: Madre mía amantísima, con vos estaré siempre en lo que os resta de vuestra mortal vida, y seré por nuevo modo tan admirable que hasta ahora no le conocieron los hombres ni los ángeles. Con mi presencia no tendréis soledad y donde yo estoy será mi patria, en mí descansaréis de vuestras ansias, yo recompensaré vuestro destierro, aunque será corto el plazo; no sean penosas para vos las prisiones del mortal cuerpo que presto seréis libre de ellas. Y en el ínterin que llega el día, yo seré el término de vuestras aflicciones y alguna vez correré la cortina que impide vuestros deseos amorosos y para todo os doy mi real palabra.—Entre estas promesas y favores estaba María santísima en lo profundo de su inefable humildad alabando, engrandeciendo y agradeciendo al Omnipotente la liberalidad de tan grande beneficio y aniquilándose a sí misma en su propia estimación. Este espectáculo ni se puede explicar ni entender en esta vida. Ver al mismo Dios levantar a su digna Madre justamente a tan alta excelencia y estimación de su divina sabiduría y voluntad, y verla a ella en competencia del poder divino humillarse, abatirse y deshacerse, mereciendo en esto la misma exaltación que recibía.
603. Tras de todo esto, fue iluminada y retocadas sus potencias, como otras veces he declarado (Cf. supra p.I n. 626ss.), para la visión beatífica. Y estando así preparada se corrió la cortina y vio a Dios intuitivamente, gozando sobre todos los Santos por algunas horas la fruición y gloria esencial: bebía las aguas de la vida en su misma fuente, saciaba sus ardentísimos deseos, llegaba a su centro y cesaba aquel movimiento velocísimo para volverle a comenzar de nuevo. Después de esta visión dio gracias a la Beatísima Trinidad, y rogaba de nuevo por la Iglesia, y toda renovada y confortada la volvieron los mismos Ángeles al oratorio, donde quedó su cuerpo del modo que otras veces he significado para que no la echasen de menos (Cf. supra n. 400, 490). Y en bajando de la nube en que la volvieron, se postró en tierra como acostumbraba y allí se humilló después de este favor y beneficio, más que todos los hijos de Adán se reconocieron y humillaron después de sus pecados y miserias. Y desde aquel día por todos los que vivió en la tierra se cumplió en ella la promesa del Señor; porque todos los domingos, cuando acababa los ejercicios de la pasión, después de media noche, cuando llegaba la hora de la Resurrección, la levantaban todos sus Ángeles en un trono de nube y la llevaban al cielo empíreo, donde Cristo su Hijo santísimo la salía a recibir, y con un linaje de inefable abrazo la unía consigo. Y aunque no siempre se le manifestaba la divinidad intuitivamente, pero fuera de no ser esta visión gloriosa, era con tantos efectos y participación de los de la gloria que excede a toda capacidad humanada. Y en estas ocasiones la cantaban los Ángeles aquel cántico: Regina coeli laetare, alleluia; y era día muy festivo para todos los Santos, especialmente para San José, Santa Ana y San Joaquín, y todos sus más allegados y sus Ángeles custodios. Y luego consultaba con el Señor los negocios arduos de la Iglesia, pedía por ella y singularmente por los Apóstoles, y volvía a la tierra cargada de riquezas, como la nave del mercader que dice Salomón en el capítulo 31 de sus Proverbios (Prov 31, 14).
604. Este beneficio, aunque fue singular gracia del Altísimo, pero en algún modo se le debía a su beatísima Madre por dos títulos. El uno, porque ella misma carecía de la visión beatífica que por sus méritos se le debía y se privó de este gozo por el gobierno [con su intercesión como Medianera de todas las gracias de Dios y con sus consejos] de la Iglesia, y estando en ella llegaba tantas veces a los términos de la vida, por la violencia del amor y deseos de ver a Dios, que para conservársela era muy congruente medio llevarla alguna vez a su divina presencia y lo que era posible y conveniente era como debido de Hijo a Madre. El otro título era, porque renovando cada semana en sí misma la pasión de su Hijo santísimo venía a sentirlo y como a morir de nuevo con el mismo Señor y por consiguiente debía resucitar con él. Y como Su Majestad estaba ya glorioso en el cielo, era puesto en razón que en su misma presencia hiciera participante a su misma Madre e imitadora del gozo de su Resurrección, para que con alegría semejante cogiese el fruto de los dolores y lágrimas que había sembrado.
605. En el segundo beneficio que le prometió su Hijo santísimo de la comunión, advierto que hasta la edad y tiempo de que voy hablando, dejaba algunos días la gran Reina la Sagrada Comunión, como fue en la jornada de Efeso y en algunas ausencias de San Juan Evangelista, o por otros incidentes que se ofrecían. Y la profunda humildad la obligaba a acomodarse a todo esto, sin pedirlo a los Apóstoles, dejándose a su obediencia; porque en todo fue la gran Señora dechado y maestra de la perfección, enseñándonos el rendimiento que debemos imitar, aun en lo que nos parece muy santo y conveniente. Pero el Señor, que descansa en los corazones humildes y sobre todo quería vivir y descansar en el de su Madre y muchas veces renovar en él sus maravillas, ordenó que desde este beneficio de que trato, comulgase cada día por los años que le restaban de vida. Esta voluntad del Altísimo conoció en el cielo Su Alteza, pero como prudentísima en todas sus acciones ordenó que se ejecutase la voluntad divina por medio de la obediencia de San Juan Evangelista, porque obrase en todo ella como inferior, como humilde y sujeta a quien la gobernaba en estas acciones.
606. Para esto no quiso manifestar por sí misma al Evangelista lo que sabía de la voluntad del Señor. Y sucedió que un día estuvo muy ocupado el Santo Apóstol en la predicación y se pasaba la hora de la comunión. Habló a los Santos Ángeles, consultándoles qué haría, y respondiéronla que se cumpliese lo que su Hijo santísimo había mandado, y que ellos avisarían a San Juan Evangelista y le intimarían este orden de su Maestro. Y luego uno de los Ángeles fue a donde estaba predicando y manifestándosele le dijo: Juan, el Altísimo quiere que su Madre y nuestra Reina le reciba sacramentado cada día mientras viva en el mundo.—Con este aviso volvió luego el Evangelista al Cenáculo, donde María santísima estaba recogida para la comunión, y la dijo: Madre y Señora mía, el Ángel del Señor me ha manifestado el orden de nuestro Dios y Maestro para que Os administre su sagrado cuerpo sacramentado todos los días sin omitir alguno.—Respondióle la beatísima Madre:
Y Vos, señor, ¿qué me ordenáis en esto?—Replicó San Juan: Que se haga lo que manda Vuestro Hijo y mi Señor.—Y la Reina dijo: Aquí está su esclava para obedecer en esto.—Desde entonces le recibió cada día sin faltar alguno por lo restante que vivió. Y los días de los ejercicios comulgaba viernes y sábado, porque el domingo era levantada al cielo empíreo, como se ha dicho (Cf. supra n.603), y aquel beneficio era en lugar de la comunión.
607. Al punto que recibía en su pecho las especies sacramentales, desde aquel día se le manifestaba debajo de ellas la persona de Cristo en la edad que instituyó el Santísimo Sacramento. Y aunque no se le descubría en esta visión la divinidad más que con la abstractiva que siempre tenía, pero la humanidad santísima se le manifestaba gloriosa, mucho más refulgente y admirable que cuando se transfiguró en el Tabor. Y de esta visión gozaba tres horas continuas en acabando de comulgar, con efectos que no se pueden manifestar con palabras. Este fue el segundo beneficio que le ofreció su Hijo santísimo para recompensarle en algo la dilación de la eterna gloria que le tenía preparada. Y a más de esta razón tuvo otra el Señor en esta maravilla, que fue recompensar de antemano y desagraviarse de la ingratitud, tibieza y mala disposición con que los hijos de Adán en los siglos de la Iglesia habíamos de tratar y recibir el sagrado misterio de la Eucaristía. Y si María santísima no hubiera suplido esta falta de todas las criaturas, ni quedara dignamente agradecido este beneficio de parte de la Iglesia, ni el Señor quedara satisfecho del retorno que le deben los hombres por habérseles dado en este Sacramento.
Doctrina que me dio la Reina de los Ángeles.
608. Hija mía, cuando los mortales, fenecido el breve curso de su vida, llegan al término que les puso Dios para merecer la eterna, entonces fenecen también todos sus engaños con la experiencia de la eternidad en que comienzan a entrar, para gloria o para pena que nunca tendrá fin. Allí conocen los justos en qué consistió su felicidad y remedio, y los réprobos su lamentable y eterna perdición. ¡Oh cuán dichosa es, hija mía, la criatura que en el breve momento de su vida procura anticiparse en la ciencia divina de lo que tan presto ha de conocer por experiencia! Esta es la verdadera sabiduría, no esperar a conocer el fin en el fin, sino en el principio de la carrera, para correrla no con tantas dudas de conseguirle, sino con alguna seguridad. Considera tú, pues, ahora cómo estarían los que al principio de una carrera mirasen un estimable premio puesto en el término y fin de aquel espacio y le hubiesen de ganar corriendo a él con toda diligencia. Cierto es que partirían y correrían con toda ligereza, sin divertirse ni embarazarse en cosa alguna que los pudiese detener. Y si no corriesen y dejasen de mirar al premio y fin de su camino, o serían juzgados por locos, o que no saben lo que pierden.
609. Esta es la vida mortal de los hombres, en cuyo breve curso está por premio o por castigo la eterna de gloria o tormento que ponen fin a la carrera. Todos nacen en el principio para correrla con el uso de la razón y libertad de la voluntad, y en esta verdad nadie puede alegar ignorancia y menos los hijos de la Iglesia. ¿Pues dónde está el juicio y el seso de los que tienen fe católica? ¿Por qué los embaraza la vanidad? ¿Por qué o para qué se enredan en el amor de lo aparente y engañoso? ¿Por qué así ignoran el fin a donde llegarán tan brevemente? ¿Cómo no se dan por entendidos de lo que allí los aguarda? ¿Ignoran por ventura que nacen para morir, y que la vida es momentánea, la muerte infalible, el premio o castigo inexcusable y eterno (2 Cor 4, 17)? ¿Qué responden a esto los amadores del mundo, los que consumen toda su corta vida —que todas lo son mucho— en adquirir hacienda, en acumular honras, en gastar sus fuerzas y potencias, gozando corruptibles y vilísimos deleites?
610. Ea, amiga mía, advierte cuán falso y desleal es el mundo en que naciste y tienes a la vista. En él quiero que seas mi discípula, mi imitadora y parto de mis deseos y fruto de mis peticiones. Olvídalo todo con íntimo aborrecimiento, no pierdas de vista el término a donde aprisa caminas, el fin para que te formó de nada tu Criador; por esto anhela siempre, en esto se ocupen tus cuidados y suspiros; no te diviertas a lo transitorio, vano y mentiroso; sólo el amor divino viva en ti y consuma todas tus fuerzas, que no es amor verdadero el que las deja libres para amar otra cosa y todo no lo sujeta, mortifica y arrebata. Sea en ti fuerte como la muerte (Cant 8, 6), para que seas renovada como yo deseo. No impidas la voluntad de mi Hijo santísimo en lo que quiere obrar contigo, y asegúrate de su fidelidad, que remunera más que ciento por uno. Atiende con veneración humilde a lo que contigo hasta ahora se ha manifestado, y te exhorto y amonesto que hagas experiencia de nuevo de su verdad, como yo te lo mando. Para todo continuarás mis ejercicios con nuevo cuidado en acabando esta Historia. Y agradécele al Señor el grande y estimable beneficio de haber ordenado y dispuesto por tus prelados que le recibas cada día sacramentado, y disponiéndote a mi imitación continúa las peticiones que yo te he amonestado y enseñado.
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