Aprendamos a amar a Dios

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Aprendamos a amar a Dios

El primer mandamiento de la ley de Dios nos dice: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu mente, con toda tu alma y con toda tu fortaleza.” Siendo el primer mandamiento algo que ningún ser humano ha podido cumplir a la perfección excepto la Virgen María, nos encontramos frente al desafío más grande de nuestra fe.

Dios nos ama con amor infinito e ilimitado, dulce y misericordioso; nos has creado en su imagen y semejanza para que nosotros le respondamos amorosamente y podamos gozar de su gloria en la vida eterna.

Y como podemos amar a Dios? San Juan nos dice que si no podemos amar al prójimo a quien podemos ver, entonces no podemos amar a Dios. Y si decimos que amamos a Dios pero odiamos al prójimo o no lo tratamos con amor, entonces somos mentirosos.

El amor de Dios es como una luz que entra a nuestro corazón y nos ilumina nuestras almas con la presencia de Dios. Es el cumplimiento de la voluntad de Dios que desea que seamos santos como El es santo, que seamos perfectos como el es perfecto. Sin Dios no somos nada, así que sin amor tampoco somos nada.

Podemos pasar una vida religiosa, llena de ritos y mortificaciones. Podemos llegar a creer que estamos muy bien ante Dios, pero de nada nos sirve la justificación propia si no aprendemos a amar el prójimo con el amor de Dios.

El Señor nos presenta diariamente ocasiones para demostrar nuestro amor por los demás. Cada persona es un templo de la presencia de Dios. Si nos olvidamos de esto es muy fácil sentir actitudes que reprochan el amor y nos llevan a despreciar a Dios verdaderamente presente en nuestro hermano o hermana.

Cada conversación, cada mirada, cada gesto o acción a favor o en contra del prójimo es el escenario de nuestra relación con Dios. Dios se nos hace presente en las necesidades de nuestro prójimo, El está verdaderamente presente y nuestro corazón lo sabe pero convenientemente ignora las necesidades de los demás y se justifica.

Es muy fácil pecar contra el amor de Dios porque normalmente pasa desapercibido ante nosotros y los demás, pues en el juicio humano simplemente decimos que cierta persona tiene tal carácter y el asunto queda resuelto. Pero ante los ojos de Dios es algo diferente, nuestras actitudes quedan grabadas en el Libro de la Vida y el día de nuestro juicio veremos claramente que no supimos amar a Dios y nos pesará amargamente no haber amado al prójimo como a nosotros mismos.

El amor de Dios en nuestro corazón es una presencia dinámica que actúa cuando tenemos una sonrisa, una conversación, un alivio, un consuelo, un afecto o un entendimiento y lo convierte en un favor o en una acción misericordiosa. En otras palabras nosotros permitimos que Dios actúe a través de nosotros cuando amamos a nuestros hermanos.

De la misma manera nosotros le cerramos la puerta al amor de Dios cuando actuamos con amor propio. Pues en nuestro egoísmo negamos una sonrisa a alguien que la necesita, negamos una conversación a alguien que puede estar sufriendo de soledad, negamos un alivio con nuestra simpatía a alguien que anhela un soporte, negamos un afecto para calmar el hambre de amor que todos sienten y negamos un entendimiento a otro ser humano que actúa a su manera por razones que no debemos juzgar. En otras palabras bloqueamos el amor de Dios que podemos darle a otra persona porque rehusamos ser sus instrumentos. Traicionamos a Dios haciendo como hizo Pedro negándolo tres veces. No conozco a ese hombre, no conozco el amor, no conozco a Dios.

El amor de Dios se manifiesta en el amor que sentimos por los demás. Los afectos maternales y paternales que reciben todos los seres humanos son una expresión íntima del amor de Dios.

Dios nos ha creado con necesidad de amor. Cada persona satisface esa necesidad a través de los padres, luego a través del matrimonio. Las parejas se expresan ese amor de Dios mutuamente, engendran hijos y los llenan de amor y así se cumple la voluntad de Dios.

El amor empieza a fallar dentro de nuestra propia casa, hay tantas relaciones tensas de marido y mujer que resultan en la separación. Tantas relaciones quebrantadas entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre familiares.

En la vida diaria, separados de nuestros padres o de nuestra familia nos encontramos con el resto de nuestros hermanos donde también estamos supuestos a expresar el amor de Dios. Ese es un terreno difícil para la mayoría de nosotros, pero es allí donde Dios nos llama a obedecer su mandamiento “Amaos los unos a los otros como Yo os he amado.”

Vemos entonces como la falta de amor nos mueve a la crítica y luego el desprecio causando la destrucción de las relaciones familiares, las relaciones entre amigos, entre patronos y obreros, entre estudiantes y maestros, entre grupos que se enfrentan a grupos de diferentes ideales y luego entre naciones.

No importa la actitud que otra persona tenga contra nosotros, el amor de Dios en nuestro corazón debe entender, debe ser paciente y debe ser misericordioso. Nuestra buena actitud es el evangelio viviente que tenemos que transmitirle a los demás.

Cuando encontremos ira practiquemos la paciencia y el entendimiento como armas que apaciguan el corazón atormentado.

Cuando encontremos rudeza practiquemos la suavidad y la ternura maternal del amor que ablanda el corazón endurecido.

Cuando encontremos nerviosidad practiquemos la calma del amor en nuestro corazón para que se apacigüe la tormenta.

Cuando encontremos rechazo practiquemos la actitud que Cristo nos enseñó: amemos a nuestros enemigos, oremos por ellos.

Cuando encontremos el odio, practiquemos el perdón y no usemos fuego para apagar el fuego, en silencio amemos con el amor de Dios.

Cuando encontremos el pecado practiquemos la misericordia que es el grado más alto del amor, recordemos que somos pecadores, no levantemos la primera piedra.

Cuando encontremos el dolor practiquemos la compasión y llevemos alivio a los que sufren, llevemos el bálsamo del amor de Dios como medicina para el sufrimiento.

Cuando encontremos la ignorancia, discretamente y sin orgullo llevemos la enseñanza de Dios, llevemos la corrección que es luz para disipar el error.

Cuando encontremos la violencia, llevemos el amor de Dios invocando su poder para calmar los corazones confusos.

Cuando encontremos la traición, démonos cuenta de que Jesús también fue traicionado y recemos por esa persona que ha fallado al amor de Dios.

Cuando encontremos el vicio, la corrupción y la maldad no juzguemos. Llevemos el amor de Dios que recibe el hijo pródigo. Recemos por los demás para que sus necesidades sean escuchadas en lo alto.

Cuando encontremos la pobreza no ignoremos lo que vemos, no cerremos los ojos, hagamos algo inmediatamente, practiquemos la caridad que nos da un tesoro en el cielo.

Cuando encontremos lamentación y escuchemos los quejidos de los atribulados, no tapemos los oídos. Nuestra indiferencia es cerrar las puertas al amor de Dios. Actuemos con caridad inmediata, con entendimiento y sin juicios.

Encontrar a Dios es saber encontrarnos con nuestro prójimo. No esperemos una aparición divina, Dios está verdaderamente presente en las necesidades de los demás. El día del juicio no seremos juzgados por nuestra religiosidad sino por el amor que tuvimos por nuestros hermanos.

El Señor nos dirá en el juicio final refiriéndose a nuestros hermanos: tuve hambre y no me diste de comer, estuve enfermo y no me visitaste, triste y no me consolaste, confuso y no me ayudaste, equivocado y no me corregiste, en pecado y no me reprendiste, necesitado y me ignoraste, perdido y no me encontraste, en prisión y no me visitaste, tuve cargas y no me ayudaste a llevarlas, estuve urgido de oración y no oraste por mí.

Pero nunca es tarde. Dios nos llama hoy a reflexionar sobre el amor. Cuando nosotros amamos y perdonamos Dios se regocija y es glorificado.

Las almas que se llenan del amor de Dios son la luz del mundo, como antorchas iluminan la oscuridad de este mundo lleno de pecado, sufrimiento y desprecio de Dios.

No ignoremos el llamado de Dios a que nos amemos los unos a los otros, no pongamos condiciones al amor, no seamos obstáculos del espíritu del amor divino que nos llama desde los corazones de nuestros hermanos.

José de Jesús y María
Apostolado del Trabajo de Dios

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