488. En breves razones comprendió Santa Isabel, como lo refiere el evangelista San Lucas (Lc., 1,45), la grandeza de la fe de María Santísima, cuando la dijo:
Bienaventurada eres por haber creído; que por esto se cumplirán en ti las palabras y promesas del Señor. Por la felicidad y bienaventuranza de esta gran Señora y por su inefable dignidad se ha de medir su fe; pues fue tal y tan excelente que por haber creído llegó a la grandeza mayor después, del mismo Dios. Creyó el mayor sacramento de los sacramentos y misterios que en ella se habían de obrar. Y fue tal la prudencia y ciencia divina de María nuestra Señora para dar crédito a esta verdad tan nueva y nunca vista, que trascendió sobre todo el humano y angélico entendimiento y sólo en el Divino se pudo fraguar su fe, como en la oficina del poder inmenso del Altísimo, donde todas las virtudes de esta Reina se fabricaron con el brazo de Su Alteza. Yo me hallo siempre atajada y torpe para hablar de estas virtudes y mucho más para las anteriores; porque es grande la inteligencia y luz que de ellas se me ha dado, pero muy limitados los términos humanos para declarar los conceptos y actos de fe engendrados en el entendimiento y espíritu de la más fiel de todas las criaturas, o la que fue más que todas juntas; diré lo que pudiere, reconociendo mi incapacidad para lo que pedía mi deseo, y mucho más el argumento.
489. Fue la fe de María Santísima un asombro de toda la naturaleza criada y un patente prodigio del poder Divino; y porque en ella estuvo esta virtud de la fe en el supremo y perfectísimo grado que pudo tener, en gran parte y por algún modo satisfizo a Dios la mengua que en la fe habían de tener los hombres. Dio el Altísimo a los mortales viadores esta excelente virtud, para que sin embarazo de la carne mortal tuviesen noticia de la Divinidad y sus misterios y obras admirables, tan cierta, infalible y segura en la verdad como si le vieran cara a cara, así como le ven los Ángeles bienaventurados. El mismo objeto y la misma verdad que ellos tienen patente con claridad, esa creemos nosotros debajo del velo y obscuridad de la fe.
490. Este grandioso beneficio, mal conocido y peor agradecido de los mortales, bien se deja entender volviendo los ojos al mundo cuántas naciones, reinos y provincias le han desmerecido desde el principio del mundo; cuántas le han arrojado de sí infelizmente, habiéndoselo concedido el Señor con liberal misericordia; y cuántos fieles, habiéndolo recibido sin merecerlo, le malogran y le tienen como de burlas, ocioso y sin provecho ni efecto para caminar con él a conseguir el último fin adonde los endereza y guía. Convenía, pues, a la Divina equidad, que esta lamentable pérdida tuviese alguna recompensa y que tan incomparable beneficio tuviese adecuado y proporcionado retorno, en cuanto fuese posible a las criaturas, y que entre ellas se hallase alguna en quien estuviera la virtud de la fe en grado perfectísimo, como en ejemplar y medida de todos los demás.
491. Todo esto se halló en la gran fe de María Santísima y sólo por ella y para ella, cuando fuera sola esta Señora en el mundo, convenientísimamente hubiera Dios criado y fabricado la virtud excelente de la fe; porque sola María Purísima desempeñó a la Divina Providencia para que, a nuestro modo de entender, no padeciera mengua de parte de los hombres, ni quedara frustrada en la formación de esta virtud y en la corta correspondencia que en ella le habían de mostrar los mortales. Este defecto recompensó la fe de la soberana Reina, y ella copió en sí misma la Divina idea de esta virtud con la suma posible perfección; y todos los demás creyentes se pueden regular y medir por la fe de esta Señora y serán más o menos fieles cuanto más o menos se ajustaren con la perfección de su fe incomparable. Y para esto fue elegida por maestra y ejemplar de todos los creyentes, entrando los Patriarcas, Profetas, Apóstoles y Mártires y todos cuantos con ellos han creído y creerán los artículos de la fe cristiana hasta el fin del mundo.
492. Alguno podría dificultar cómo se compadecía que la Reina del Cielo ejercitase la fe, supuesto que tuvo muchas veces visión clara de la Divinidad y muchas más la tuvo abstractiva, que también hace evidencia de lo que conoce el entendimiento, como queda dicho arriba (Cf. supra n. 229 y 237) y adelante repetiré muchas veces (Passim). Y la duda nacerá de que la fe es la sustancia de las cosas que esperamos y argumento de las que no vemos, como lo dice el Apóstol (Heb. 11, 1), que es decirnos cómo de las cosas que ahora esperamos del último fin de la bienaventuranza no tenemos otra presencia, ni sustancia o esencia, mientras somos viadores, más de la que contiene la fe en su objeto creído oscuramente y por espejo; si bien, la fuerza de este hábito infuso con que inclina a creer lo que no vemos y la certeza infalible de lo creído hacen un argumento infalible y eficaz para el entendimiento y para que la voluntad segura y sin temor crea lo que desea y espera. Y conforme a esta doctrina, si la Virgen Santísima en esta vida llegó a ver y tener a Dios que todo es uno sin el velo de la fe oscura, no parece que le quedaría oscuridad para creer por fe lo que había visto con claridad cara a cara, y más si en su entendimiento permanecían las especies adquiridas en la visión clara o en la evidente de la Divinidad.
493. Esta duda no sólo no impide la fe de María
Santísima, pero antes la engrandece y levanta de punto, pues quiso el Señor que su Madre fuese tan admirable en el privilegio de esta virtud de la fe y lo mismo es de la esperanza que trascendiese a todo el orden común de los otros viadores y que su excelente entendimiento, para ser maestra y artífice de estas grandes virtudes, fuese ilustrado unas veces por los actos perfectísimos de la fe y esperanza, otras con la visión y posesión, aunque de paso, del fin y objeto que creía y esperaba, para que en su original conociese y gustase las verdades que como maestra de los creyentes había de enseñar a creer por virtud de la fe; y juntar estas dos cosas en el alma santísima de María era fácil al poder de Dios; y siéndolo era como debido a su Madre Purísima, a quien ningún privilegio por grande desdecía, ni le debía faltar.
494. Verdad es que con la claridad del objeto que conocemos no se compadece la oscuridad de la fe con que creemos lo que no vemos, ni con la posesión la esperanza, ni María Santísima, cuando gozaba de estas visiones evidentes, ni cuando usaba de las especies que con evidencia, aunque abstractiva, le manifestaban los objetos, ejercitaba los actos oscuros de la fe, ni usaba de su hábito, sino de solo el de la ciencia infusa. Mas no por esto quedaban ociosos los hábitos de las dos virtudes teologales, fe y esperanza; porque el Señor, para que María Purísima usase de ellos, suspendía el concurso o detenía el uso de las especies claras y evidentes, con que cesaba la ciencia actual y obraba la fe oscura, en cuyo perfectísimo estado quedaba a tiempos la soberana Reina, ocultándose el Señor para todas las noticias claras; como sucedió en el misterio altísimo de la encarnación del Verbo, de que diré en su lugar (Cf. infra p. II n. 119, 133).
495. No convenía que la Madre de Dios careciera del premio de estas virtudes infusas de la fe y esperanza; y para alcanzarle había de merecerle y para merecerle había de ejercitar sus operaciones proporcionadas al premio; y como éste fue incomparable, así lo fueron los actos de fe que obró esta gran Señora en todas y en cada una de las verdades católicas; porque todas las conoció y creyó explícitamente con altísima y perfectísima creencia como viadora. Y claro está que cuando el entendimiento tiene evidencia de lo que conoce no aguarda para creer al consentimiento de la voluntad, porque antes que ella se lo mande es compelido de la misma claridad a dar asenso firme; y por eso aquel acto de creer lo que no puede negar no es meritorio. Y cuando María Santísima asintió a la embajada del Arcángel, fue digna de incomparable premio, porque en el asenso de tal misterio mereció; y lo mismo sucedió en los otros que creyó, cuando el Altísimo disponía que usase de la fe infusa y no de la ciencia, aunque también con ésta tenía su mérito, por el amor que con ella ejercitaba, como en diferentes lugares he dicho (Cf. supra n. 231, 380, 383).
496. Tampoco le dieron el uso de la ciencia infusa cuando perdió al Niño, a lo menos para conocer aquel objeto dónde estaba, como con aquella luz conocía otros muchos; ni tampoco usaba entonces de las especies claras de la Divinidad; y lo mismo fue al pie de la cruz, que suspendía el Señor la vista y operaciones que en el alma santísima de su Madre habían de impedir el dolor; porque entonces convenía que le tuviese y obrase la fe sola y la esperanza. Y el gozo que tuviera con cualquiera vista o noticia, aunque fuera abstractiva, de la Divinidad, naturalmente impidiera al dolor, si no hacía Dios nuevo milagro para que estuviesen juntos pena y gozo. Y no convenía que Su Majestad hiciera este milagro, pues con el padecer se compadecían en la Reina del Cielo el mérito e imitación de su Hijo Santísimo con las gracias y excelencia de Madre. Por esto buscó al Niño con dolor (Lc. 2, 48), como ella lo dijo, y con fe viva y esperanza; y también las tuvo en la pasión y resurrección de su único y amado Hijo, que creía y esperaba; permaneciendo en ella sola esta fe de la Iglesia, como reducida entonces esta virtud a su Maestra y Fundadora.
497. Tres condiciones o excelencias particulares se pueden considerar en la fe de María Santísima: la continuación, la intensión y la inteligencia con que creía. La continuación sólo se interrumpía cuando con claridad intuitiva o evidencia abstractiva miraba a la divinidad, como ya he dicho; pero distribuyendo los actos interiores del conocimiento de Dios que tenía la Reina del Cielo aunque sólo el mismo Señor que los dispensaba puede saber cuándo y en qué tiempos ejercitaba su Madre Santísima los unos actos o los otros; pero jamás estuvo ocioso su entendimiento, sin cesar solo un instante de toda su vida, desde el primero de su concepción, en que perdiese a Dios de vista; porque si suspendía la fe, era porque gozaba de la vista de la Divinidad clara o evidente por ciencia altísima infusa, y si el Señor le ocultaba este conocimiento, entraba obrando la fe; y en la sucesión y vicisitud de estos actos había una concertadísima armonía en la mente de María Santísima, a cuya atención convidaba el Altísimo a los espíritus angélicos, según aquello que dijo en los Cantares, cap. 8 (Cant., 8, 13): La que habitas en los huertos, los amigos te escuchan, hazme oír tu voz.
498. En la eficacia o intensión que tenía la fe de esta soberana Princesa excedió a todos los Apóstoles, Profetas y Santos juntos y llegó a lo supremo que pudo caber en pura criatura. Y no sólo excedió a todos los creyentes, pero tuvo la fe que faltó a todos los infieles que no han creído y con la fe de María Santísima pudieron todos ser ilustrados. Por lo cual de tal suerte estuvo en ella firme, inmoble y constante, cuando los Apóstoles en el tiempo de la pasión desfallecieron, que si todas las tentaciones, engaños, errores y falsedades del mundo se juntaran, no pudieran contrarrestar ni turbar la invencible fe de la Reina de los fieles; y su Fundadora y Maestra a todos venciera y contra todos saliera victoriosa y triunfante.
499. La claridad o inteligencia con que creía explícitamente todas las verdades Divinas no se puede reducir a palabras sin oscurecerla con ellas. Sabía María purísima todo lo que creía y creía todo lo que sabía; porque la ciencia infusa teológica de la credibilidad de los misterios de la fe y su inteligencia estuvo en esta sapientísima Virgen y Madre con el grado más alto que a pura criatura fue posible. Tenía en acto esta ciencia y memoria de ángel sin olvidar lo que una vez aprendía; y siempre usaba de esta potencia y dones para creer profundamente, salvo cuando por divina disposición ordenaba Dios que por otros actos se suspendiese en la fe, como arriba dije (Cf. supra n. 494, 467). Y fuera de no ser comprensora, tenía en el estado de viadora, para creer y conocer a Dios, la inteligencia más alta y más inmediata en la esfera de la fe con la noticia clara de la Divinidad, con que transcendía el estado de todos los viadores, siendo ella sola en otra clase y estado de viadora a que ninguno otro pudo llegar.
500. Y si María Santísima, cuando ejercitaba los hábitos de fe y esperanza, tenía el estado más ordinario para ella, y por eso era el más inferior, y en él excedía a todos los Santos y Ángeles y en los merecimientos se les adelantó amando más que ellos ¿qué sería lo que obraba, merecía y amaba, cuando era levantada por el poder Divino a otros beneficios y estado más alto de la visión beatífica o conocimiento claro de la divinidad? Si al entendimiento angélico le faltarían fuerzas para entenderlo y penetrarlo ¿cómo tendrá palabras para explicarlo una criatura terrena? Yo quisiera a lo menos que todos los mortales conocieran el valor y precio de esta virtud de la fe, considerándola en este divino ejemplar donde llegó a los últimos términos de su perfección y adecuadamente tocó el fin para que fue fabricada. Lleguen los infieles, herejes, paganos, idólatras a la maestra de la fe, María Santísima, para que sean iluminados en sus engaños y tenebrosos errores y hallarán el camino seguro para atinar con el último fin para que fueron criados. Lleguen también los católicos y conozcan el copioso premio de esta excelente virtud y pidan con los Apóstoles al Señor que les aumente la fe (Lc., 17, 5), no para llegar a la de María Santísima, mas para imitarla y seguirla, pues con su fe nos enseña y nos da esperanza de alcanzarla nosotros por sus merecimientos altísimos.
501. Al patriarca Abrahán llamó San Pablo (Rom., 4, 11) padre de todos los creyentes, porque fue quien primero recibió las promesas del Mesías y creyó todo lo que Dios le prometió, creyendo en esperanza contra esperanza (Rom., 4, 18), que es decir cuán excelente fue la fe del Patriarca, pues el primero creyó las promesas del Señor, cuando no podía tener esperanza humana en la virtud de las causas naturales, así para que su mujer Sara le pariese un hijo ya estéril, como para que ofreciéndosele después a Dios en sacrificio como se lo mandaba, le quedase de él la sucesión innumerable (Gén., 15, 5) que el mismo Señor le había prometido. Todo esto que naturalmente era imposible y otras palabras y promesas creyó Abrahán que haría el poder divino sobrenaturalmente, y por esta fe mereció ser llamado padre de todos los creyentes y recibir la señal de la fe en que se había justificado, que fue la circuncisión.
502. Pero nuestra preexcelsa señora María tiene mayores títulos y prerrogativas que Abrahán para ser llamada Madre de la fe y de todos los creyentes y en su mano está enarbolado el estandarte y vexilo de la fe para todos los creyentes de la ley de gracia. Primero fue el Patriarca en el orden del tiempo, y de primer intento fue dado por padre y cabeza del pueblo hebreo; grande y excelente fue su fe en las promesas de Cristo nuestro Señor y en las palabras del Altísimo; pero en todas estas obras fue la fe de María Purísima más admirable sin comparación, y así es la primera en la dignidad. Mayor dificultad o imposibilidad era parir y concebir una virgen que una vieja estéril; y no estaba el patriarca Abrahán tan cierto de que se ejecutara el sacrificio de Isaac, como lo estaba María Santísima de que sería con efecto sacrificado su Hijo Santísimo. Y ella fue la que en todos los misterios creyó, esperó y enseñó a toda la Iglesia cómo debía creer en el Altísimo y las obras de la Redención. Y conocida la fe de María nuestra Reina, ella es la madre de los creyentes y el ejemplar de la fe católica y de la santa esperanza. Y para concluir este capítulo, digo que Cristo, nuestro Redentor y Maestro, como era comprensor y su alma santísima gozaba la suma gloria y visión beatífica, no tenía fe ni podría usar de ella, ni con sus actos pudo ser maestro de esta virtud. Pero lo que no pudo hacer el Señor por sí mismo hizo por su Madre Santísima, constituyéndola fundadora, madre y ejemplar de la fe de su Iglesia Evangélica, y para que el día del juicio universal sea esta soberana Señora y Reina juez que singularmente asista con su Hijo Santísimo a juzgar los que después no han creído, habiéndoles dado este ejemplo en el mundo.
Doctrina de la Madre de Dios y Señora nuestra.
503. Hija mía, el tesoro inestimable de la virtud de la fe divina está oculto a los mortales que sólo tienen ojos carnales y terrenos; porque no le saben dar el aprecio y estimación que piden este don y beneficio de tan incomparable valor. Advierte, carísima, y considera cuál estuvo el mundo sin fe y cuál estaría hoy si mi Hijo y Señor no la conservase. ¡Cuántos hombres que el mundo ha celebrado por grandes, poderosos y sabios, por faltarles la luz de la fe se despeñaron desde las tinieblas de su infidelidad en abominables pecados y de allí a las tinieblas eternas del infierno! ¡Cuántos reinos y provincias llevaron ciegas y llevan hoy tras de sí estos más ciegos, hasta caer todos en la fóvea de las penas eternas! A estos siguen los malos fieles y creyentes que, habiendo recibido esta gracia y beneficio de la fe, viven con él como si no le tuviesen en sus almas.
504. No te olvides, amiga mía, de agradecer esta preciosa margarita que te ha dado el Señor, como arras y vínculo del desposorio que contigo ha celebrado para traerte al tálamo de su Santa Iglesia y después al de su eterna visión beatífica. Ejercita siempre esta virtud de la fe, pues ella te pone cerca del último fin adonde caminas y del objeto que deseas y amas. Ella es la que enseña el camino cierto de la eterna felicidad, ella es la que luce en las tinieblas de la vida mortal de los viadores y los lleva seguros a la posesión de su patria, adonde debían caminar si no estuvieran muertos con la infidelidad y pecados. Ella es la que despierta las demás virtudes, la que sirve de alimento al justo y le entretiene en sus trabajos. Ella es la que confunde y atemoriza a los infieles y a los tibios fieles, negligentes en el obrar; porque les manifiesta en esta vida sus pecados y en la otra el castigo que les aguarda. Es la fe poderosa para todo, pues al creyente nada le es imposible (Mc., 9, 22), antes lo puede y lo alcanza todo; es la que ilustra y ennoblece al entendimiento humano, pues le adiestra para que no yerre en las tinieblas de su natural ignorancia y le levanta sobre sí mismo para que vea y entienda con infalible certeza lo que no alcanzara por sus fuerzas y lo crea tan seguro como si lo viera con evidencia; y le desnuda de la grosería y villanía, cual es no creer el hombre más de aquello que él mismo con su cortedad alcanza, siendo tan poco y limitado mientras vive el alma en la cárcel del cuerpo corruptible, sujeta en el entender al uso grosero de los sentidos. Estima, pues, hija mía, esta preciosa margarita de la fe católica que Dios te ha dado y guárdala y ejercítala con aprecio y reverencia.
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