70. Grandes son las obras del Altísimo (Sal., 110, 2),70. Grandes son las obras del Altísimo (Sal., 110, 2), porque todas fueron y son hechas con plenitud de ciencia y de bondad, en equidad y mesura (Sap., 11, 21). Ninguna es manca, inútil ni defectuosa, superflua ni vana; todas son exquisitas y magníficas, como el mismo Señor que con la medida de su voluntad quiso hacerlas y conservarlas, y las quiso como convenían, para ser en ellas conocido y magnificado. Pero todas las obras de Dios ad extra, fuera del misterio de la Encarnación, aunque son grandes, estupendas y admirables, y más admirables que comprensibles, no son más de una pequeña centella (Eclo., 42, 23) despedida del inmenso abismo de la divinidad. Sólo este gran sacramento de hacerse Dios hombre pasible y mortal es la obra grande de todo el poder y sabiduría infinita y la que excede sin medida a las demás obras y maravillas de su brazo poderoso; porque en este misterio, no una centella de la divinidad, pero todo aquel volcán del infinito incendio, que Dios es, bajó y se comunicó a los hombres, juntándose con indisoluble y eterna unión a nuestra terrena y humana naturaleza.
71. Si esta maravilla y sacramento del Rey se ha de medir con su misma grandeza, consiguiente era que la mujer, de cuyo vientre había de tomar forma de hombre, fuese tan perfecta y adornada de todas sus riquezas, que nada le faltase de los dones y gracias posibles y que todas fuesen tan llenas, que ninguna padeciese mengua ni defecto alguno. Pues como esto era puesto en razón y convenía a la grandeza del Omnipotente, así lo cumplió con María Santísima, mejor que el rey Asuero con la graciosa Ester, para levantarla al trono de su grandeza. Previno el Altísimo a nuestra Reina María con tales favores, privilegios y dones nunca imaginados de las criaturas, que cuando salió a vista de los cortesanos de este gran Rey de los siglos inmortal (1 Tim., 1, 17), conocieron todos y alabaron el poder Divino y que, si eligió una mujer para Madre, pudo y supo hacerla digna para hacerse Hijo suyo.
72. Llegó el día séptimo y vecino de este misterio y, a la misma hora que en los pasados he dicho, fue llamada y elevada en espíritu la divina Señora, pero con una diferencia de los días precedentes; porque en éste fue llevada corporalmente por mano de sus santos ángeles al cielo empíreo, quedando en su lugar uno de ellos que la representase en cuerpo aparente. Puesta en aquel supremo cielo, vio la Divinidad con abstractiva visión como otros días, pero siempre con nueva y mayor luz y misterios más profundos, que aquel objeto voluntario sabe y puede ocultar y manifestar. Oyó luego una voz que salía del trono real, y decía: Esposa y paloma electa, ven, graciosa y amada nuestra, que hallaste gracia en nuestros ojos y eres escogida entre millares y de nuevo te queremos admitir por nuestra Esposa única, y para esto queremos darte el adorno y hermosura digna de nuestros deseos.
73. A esta voz y razones, la humildísima entre los humildes se abatió y aniquiló en la presencia del Altísimo, sobre todo lo que alcanza la humana capacidad, y toda rendida al beneplácito divino, con agradable encogimiento respondió: Aquí está, Señor, el polvo, aquí este vil gusanillo, aquí está la pobre esclava vuestra, para que se cumpla en ella vuestro mayor agrado. Servios, bien mío, del instrumento humilde de vuestro querer, gobernadle con vuestra diestra.—Mandó luego el Altísimo a dos serafines, de los más allegados al trono y excelentes en dignidad, que asistiesen a aquella divina mujer, y acompañados de otros se pusieron en forma visible al pie del trono, donde estaba María Santísima más inflamada que todos ellos en el amor divino.
74. Era espectáculo de nueva admiración y júbilo para todos los espíritus angélicos ver en aquel lugar celestial, nunca hollado de otras plantas, una humilde doncella consagrada para Reina suya y más inmediata al mismo Dios entre todas las criaturas, ver en el cielo tan apreciada y valorada aquella mujer (Prov., 31,10) que ignoraba el mundo y como no conocida la despreciaba, ver a la naturaleza humana con las arras y principio de ser levantada sobre los coros celestiales y ya interpuesta en ellos. ¡Oh qué santa y dulce emulación pudiera causarles esta peregrina maravilla a los cortesanos antiguos de la superior Jerusalén! ¡Oh qué conceptos formaban en alabanza del Autor! ¡Oh qué afectos de humildad repetían, sujetando sus elevados entendimientos a la voluntad y ordenación divina! Reconocían ser justo y santo que levante a los humildes y que favorezca a la humana humildad y la adelante a la angélica.
75. Estando en esta loable admiración los moradores del cielo, la beatísima Trinidad —a nuestro bajo modo de entender y de hablar— confería entre sí misma cuán agradable era en sus ojos la princesa María, cómo había correspondido perfecta y enteramente a los beneficios y dones que se le habían fiado, cuánto con ellos había granjeado la gloria que adecuadamente daba al mismo Señor y cómo no tenía falta ni defecto, ni óbice para la dignidad de Madre del Verbo para que era destinada. Y junto con esto, determinaron las tres divinas personas que fuese levantada esta criatura al supremo grado de gracia y amistad del mismo Dios, que ninguna otra pura criatura había tenido ni tendrá jamás, y en aquel instante la dieron a ella sola más que tenían todas juntas. Con esta determinación la Beatísima Trinidad se complació y agradó de la santidad suprema de María, como ideada y concebida en su mente Divina.
76. Y en correspondencia de esta santidad y en su ejecución, y en testimonio de la benevolencia con que el mismo Señor la comunicaba nuevas influencias de su divina naturaleza, ordenó y mandó que fuese María Santísima adornada visiblemente con una vestidura y joyas misteriosas, que señalasen los dones interiores de las gracias y privilegios que le daban como a Reina y Esposa. Y aunque este adorno y desposorio se le concedió otras veces, como queda dicho (Cf. supra p. I n. 435), cuando fue presentada al templo, pero en esta ocasión fue con circunstancias de nueva excelencia y admiración, porque servía de más próxima disposición para el milagro de la Encarnación.
77. Vistieron luego los dos Serafines por mandado del Señor a María Santísima una tunicela o vestidura larga, que como símbolo de su pureza y gracia era tan hermosa y de tan rara candidez y belleza refulgente, que sólo un rayo de luz de los que sin número despedía, si apareciera al mundo, le diera mayor claridad sólo él que todo el número de las estrellas si fueran soles; porque en su comparación toda la luz que nosotros conocemos pareciera oscuridad. Al mismo tiempo que la vestían los serafines, le dio el Altísimo profunda inteligencia de la obligación en que la dejaba aquel beneficio de corresponder a Su Majestad con la fidelidad y amor y con un alto y excelente modo de obrar, que en todo conocía, pero siempre se le ocultaba el fin que tenía el Señor de recibir carne en su virginal vientre. Todo lo demás reconocía nuestra gran Señora, y por todo se humillaba con indecible prudencia y pedía el favor divino para corresponder a tal beneficio y favor.
78. Sobre la vestidura la pusieron los mismos serafines una cintura, símbolo del temor santo que se le infundía; era muy rica, como de piedras varias en extremo refulgentes, que la agraciaban y hermoseaban mucho. Y al mismo tiempo la fuente de la luz que tenía presente la divina Princesa la iluminó e ilustró para que conociese y entendiese altísimamente las razones por que debe ser temido Dios de toda criatura. Y con este don de temor del Señor quedó ajustadamente ceñida, como convenía a una criatura pura que tan familiarmente había de tratar y conversar con el mismo Criador, siendo verdadera Madre suya.
79. Conoció luego que la adornaban de hermosísimos y dilatados cabellos recogidos con un rico apretador, y ellos eran más brillantes que el oro subido y refulgente. Y en este adorno entendió se le concedía que todos sus pensamientos toda la vida fuesen altos y divinos, inflamados en subidísima caridad, significada por el oro. Y junto con esto se le infundieron de nuevo hábitos de sabiduría y ciencia clarísima, con que quedasen ceñidos y recogidos varia y hermosamente estos cabellos en una participación inexplicable de los atributos de ciencia y sabiduría del mismo Dios. Concediéronla también para sandalias o calzado que todos los pasos y movimientos fuesen hermosísimos (Cant., 7, 1) y encaminados siempre a los más altos y santos fines de la gloria del Altísimo. Y cogieron este calzado con especial gracia de solicitud y diligencia en el bien obrar para con Dios y con los prójimos, al modo que sucedió cuando con festinación fue a visitar a Santa Isabel y San Juan (Lc., 1, 39); con que esta hija del Príncipe (Cant., 7, 1) salió hermosísima en sus pasos.
80. Las manos las adornaban con manillas, infundiéndola nueva magnanimidad para obras grandes, con participación del atributo de la magnificencia, y así las extendió siempre para cosas fuertes (Prov., 31, 19). En los dedos la hermosearon con anillos, para que con los nuevos dones del Espíritu Divino en las cosas menores o en materias más inferiores obrase superiormente con levantado modo, intención y circunstancias, que hiciesen todas sus obras grandiosas y admirables. Añadieron juntamente a esto un collar o banda que le pusieron lleno de inestimables y brillantes piedras preciosas y pendiente una cifra de tres más excelentes, que en las tres virtudes fe, esperanza y caridad correspondía a las tres divinas personas. Renováronle con este adorno los hábitos de estas nobilísimas virtudes para el uso que de ellas había menester en los misterios de la Encarnación y Redención.
81. En las orejas le pusieron unas arracadas de oro con gusanillos de plata (Cant., 1, 10), preparando sus oídos con este adorno para la embajada que luego había de oír del Santo Arcángel Gabriel, y se le dio especial ciencia para que la oyese con atención y respondiese con discreción, formando razones prudentísimas y agradables a la voluntad divina; y en especial para que del metal sonoro y puro de la plata de su candidez resonase en los oídos del Señor y quedasen en el pecho de la divinidad aquellas deseadas y sagradas palabras: Fiat mihi secundum verbum tuum (Lc., 1, 38).
82. Sembraron luego la vestidura de unas cifras que servían como de realces o bordaduras de finísimos matices y oro, que algunas decían: María, Madre de Dios, y otras, María, Virgen y Madre; mas no se le manifestaron ni descifraron entonces estas cifras misteriosas a ella sino a los ángeles santos; y los matices eran los hábitos excelentes de todas las virtudes en eminentísimo grado y los actos que a ellas correspondían sobre todo lo que han obrado todas las demás criaturas intelectuales. Y para complemento de toda esta belleza la dieron por agua de rostro muchas iluminaciones y resplandores, que se derivaron en esta divina Señora de la vecindad y participación del infinito ser y perfecciones del mismo Dios; que para recibirle real y verdaderamente en su vientre virginal, convenía haberle recibido por gracia en el sumo grado posible a pura criatura.
83. Con este adorno y hermosura quedó nuestra princesa María tan bella y agradable, que pudo el Rey supremo codiciarla (Sal., 44, 12). Y por lo que en otras partes he dicho de sus virtudes (Cf. supra p. I n. 226-235, 482-611), y será forzoso repetir en toda esta divina Historia, no me detengo más en explicar este adorno, que fue con nuevas condiciones y efectos más divinos. Y todo cabe en el poder infinito y en el inmenso campo de la perfección y santidad, donde siempre hay mucho que añadir y entender sobre lo que nosotros alcanzamos a conocer. Y llegando a este mar de María Purísima, quedamos siempre muy a las márgenes de su grandeza; y mi entendimiento de lo que ha conocido queda siempre con gran preñez de conceptos que no puede explicar.
Doctrina que me dio la Reina santísima María.
84. Hija mía, las ocultas oficinas y recámaras del Altísimo son de Rey divino y Señor omnipotente y por esto son sin medida y número las ricas joyas que en ellas tiene para componer el adorno de sus esposas y escogidas. Y como enriqueció mi alma, pudiera hacer lo mismo con otras innumerables y siempre le sobrara infinito. Y aunque a ninguna otra criatura dará tanto su liberal mano como me concedió a mí, no será porque no puede o no quiere, sino porque ninguna se dispondrá para la gracia como yo lo hice; pero con muchas es liberalísimo el Todopoderoso y las enriquece grandemente, porque le impiden menos y se disponen más que otras.
85. Yo deseo, carísima, que no pongas impedimento al amor del Señor para ti, antes quiero te dispongas para recibir los dones y preseas con que te quiere prevenir, para que seas digna de su tálamo de esposo. Y advierte que todas las almas justas reciben este adorno de su mano, pero cada una en su grado de amistad y gracia de que se hace capaz. Y si tú deseas llegar a los más levantados quilates de esta perfección y estar digna de la presencia de tu Señor y Esposo, procura crecer y ser robusta en el amor; pero éste crece, cuando crece la negación y mortificación. Todo lo terreno has de negar y olvidar y todas tus inclinaciones a ti misma y a lo visible se han de extinguir en ti, y sólo en el amor divino has de crecer y adelantarte. Lávate y purifícate en la sangre de Cristo tu reparador y aplícate este lavatorio muchas veces, repitiendo el amoroso dolor de la contrición de tus culpas. Con esto hallarás gracia en sus ojos y tu hermosura le será de codicia y tu adorno estará lleno de toda perfección y pureza.
86. Y habiendo tú sido tan favorecida y señalada del Señor en estos beneficios, razón es que sobre muchas generaciones seas agradecida y con incesante alabanza le engrandezcas por lo que contigo se ha dignado. Y si este vicio de la ingratitud es tan feo y reprensible en las criaturas que menos deben, cuando luego como terrenas y groseras olvidan con desprecio los beneficios del Señor, mayor será la culpa de esta villanía en tus obligaciones. Y no te engañes con pretexto de humillarte, porque hay mucha diferencia entre la humildad agradecida y la ingratitud humillada con engaño; y debes advertir que muchas veces hace grandes favores el Señor a los in59 dignos, para manifestar su bondad y grandeza y para que no se alce nadie con ellos, conociendo su propia indignidad, que ha de ser de contrapeso y triaca contra el veneno de la presunción; pero siempre se compadece con esto el agradecimiento, conociendo que todo don perfecto es y viene del Padre de las lumbres (Sant., 1, 17) y nunca por sí le pudo merecer la criatura, sino que se le da por sola su bondad, con que debe quedar rendida y cautiva del agradecimiento.
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