190. Por la relación del embajador del cielo San Gabriel conoció María santísima cómo su deuda Isabel —que se tenía por estéril— había concebido un hijo y que ya estaba en el sexto mes de su preñado (Lc 1, 36). Y después, en unas de las visiones intelectuales que tuvo, la reveló el Altísimo que el hijo milagroso que pariría Santa Isabel sería grande delante del mismo Señor y sería profeta y precursor (Lc 1, 15-17) del Verbo humanado que ella traía en su virginal vientre, y otros misterios grandes de la santidad y ministerios de San Juan Bautista. En esta misma visión y en otras conoció también la divina Reina el agrado y beneplácito del Señor, en que fuese a visitar a su deuda Isabel, para que ella y su hijo que tenía en el vientre fuesen santificados con la presencia de su Reparador; porque disponía Su Majestad estrenar los efectos de su venida al mundo y sus merecimientos en su mismo Precursor, comunicándole el corriente de su divina gracia, con que fuese como fruto temporáneo y anticipado de la redención humana.
191. Por este nuevo sacramento que conoció la prudentísima Virgen, hizo gracias al Señor con admirable júbilo de su espíritu, porque se dignaba de hacer aquel favor al alma del que había de ser su profeta y precursor y a su madre Isabel. Y ofreciéndose al cumplimiento del divino beneplácito, habló con Su Majestad y le dijo:
Altísimo Señor, principio y causa de todo bien, eternamente sea glorificado vuestro nombre y de todas las naciones sea conocido y alabado. Yo, la menor de las criaturas, os doy humildes gracias por la misericordia que tan liberal queréis mostrar con vuestra sierva Isabel y con el hijo de su vientre. Si es beneplácito de vuestra dignación que me enseñéis de que yo os sirva en esta obra, aquí estoy preparada, Señor mío, para obedecer con prontitud a vuestros divinos mandatos.—
Respondióla el Altísimo: Paloma mía y amiga mía, escogida entre las criaturas, de verdad te digo que por tu intercesión y por tu amor atenderé como Padre y Dios liberalísimo a tu prima Isabel y al hijo que de ella ha de nacer, eligiéndole por mi profeta y precursor del Verbo en ti hecho hombre, y los miro como a cosas propias y allegadas a ti. Y así quiero que vaya mi Unigénito y tuyo a visitar a la madre y a rescatar al hijo de la prisión de la primera culpa, para que antes del tiempo común y ordinario de los otros hombres suene la voz de sus palabras y alabanza en mis oídos (Cant2, 14) y santificando su alma les sean revelados los misterios de la encarnación y redención. Y para esto quiero, esposa mía, que vayas a visitar a Isabel, porque todas las tres Personas divinas elegimos a su hijo para grandes obras de nuestro beneplácito.
192. A este mandato del Señor respondió la obedientísima Madre: Bien sabéis, Dueño y Señor mío, que todo mi corazón y mis deseos se encaminan a vuestro divino beneplácito y quiero con diligencia cumplir lo que mandáis a vuestra humilde sierva. Dadme, bien mío, licencia para que la pida a mi esposo José y que haga esta jornada con su obediencia y gusto. Y para que del vuestro no me aparte, gobernad en ella todas mis acciones y enderezad mis pasos a la mayor gloria de vuestro santo nombre, y recibid para esto el sacrificio de salir en público y dejar mi retirada soledad. Y quisiera yo, Rey y Dios de mi alma, ofrecer más que mis deseos en esto, hallando que padecer por vuestro amor todo lo que fuere de mayor servicio y agrado vuestro, para que no estuviera ocioso el afecto de mi alma.
193. Salió de esta visión nuestra gran Reina y, llamando a los mil ángeles de su guarda, se le manifestaron en forma corpórea, y declaróles el mandato del Altísimo, pidiéndoles que en aquella jornada la asistiesen muy cuidadosos y solícitos, para enseñarla a cumplir aquella obediencia con el mayor agrado del Señor y la defendiesen y guardasen de los peligros, para que en todo lo que se le ofreciese en aquel viaje ella obrase perfectamente. Ofreciéronse los santos príncipes a obedecerla y servirla con admirable rendimiento. Esto mismo solía hacer en otras ocasiones la Maestra de toda prudencia y humildad, que siendo ella más sabia y más perfecta en el obrar que los mismos Ángeles, con todo eso, por el estado de viadora y por la condición de la inferior naturaleza que tenía, para dar a sus obras toda plenitud de perfección, consultaba y llamaba a sus Santos Ángeles, que siendo inferiores en santidad la guardaban y asistían, y con su dirección disponía las acciones humanas, gobernadas todas por otra parte con el instinto del Espíritu Santo. Y los divinos espíritus la obedecían con la presteza y puntualidad propia a su naturaleza y debida a su misma Reina y Señora. Y con ella hablaban y conferían coloquios dulcísimos y alternaban cánticos de sumo honor y alabanza del Altísimo. Y otras veces trataba de los misterios soberanos del Verbo encarnado, de la unión hipostática, del sacramento de la redención humana, de los triunfos que alcanzaría, de los frutos y beneficios que de sus obras recibirían los mortales. Y sería alargarme mucho, si hubiera de escribir todo lo que en esta parte se me ha manifestado.
194. Determinó luego la humilde esposa pedir licencia a San José para poner por obra lo que la mandaba el Altísimo y sin manifestarle este mandato, siendo en todo prudentísima, un día le dijo estas palabras: Señor y esposo mío, por la divina luz he conocido cómo la dignación del Altísimo ha favorecido a Isabel mi prima, mujer de Zacarías, dándole el fruto que pedía en un hijo que ha concebido, y espero en su bondad inmensa que siendo mi prima estéril, habiéndole concedido este singular beneficio, será para mucho agrado y gloria del Señor. Yo juzgo que en tal ocasión como ésta me corre obligación decente de ir a visitarla y tratar con ella algunas cosas convenientes a su consuelo y su bien espiritual. Si esta obra, señor, es de vuestro gusto, haréla con vuestra licencia, estando sujeta en todo a vuestra disposición y voluntad. Considerad vos lo mejor y mandadme lo que debo hacer.
195. Fue para el Señor muy agradable esta discreción y silencio de María santísima, llena de tan humilde rendimiento como digna de su capacidad para que se depositasen en su pecho los grandes sacramentos del Rey (Tob 12, 7). Y por esto y por la confianza en su fidelidad con que obraba esta gran Señora, dispuso Su Majestad el corazón purísimo del Santo José, dándole su luz divina para lo que debía hacer conforme a la voluntad del mismo Señor. Este es premio del humilde que pide consejo, hallarle seguro y con acierto, y también es consiguiente al santo y discreto celo dar e prudente cuando se le piden. Con esta dirección respondió el santo esposo a nuestra Reina: Ya sabéis, Señora y esposa mía, que mis deseos todos están dedicados para serviros con toda mi atención y diligencia, porque de vuestra gran virtud confío, como debo, no se inclinará vuestra rectísima voluntad a cosa alguna que no sea de mayor agrado y gloria del Altísimo, como creo lo será esta jornada. Y porque no extrañen que vais en ella sin la compañía de vuestro esposo, yo iré con mucho gusto para cuidar de vuestro servicio en el camino. Determinad el día para que vayamos juntos.
196. Agradeció María santísima a su prudente esposo
José el cuidadoso afecto y que tan atentamente cooperase a la voluntad divina en lo que sabía era de su servicio y gloria; y determinaron entrambos partir luego a casa de Isabel (Lc 1, 39), previniendo sin dilación la recámara para el viaje, que toda se vino a resumir en alguna fruta, pan y pocos pececillos que le trajo el Santo José y en una humilde bestezuela que buscó prestada, para llevar en ella toda la recámara y a su Esposa y Reina de todo lo criado. Con esta prevención partieron de Nazaret para Judea, y la jornada proseguiré en el capítulo siguiente. Pero al salir de su pobre casa la gran Señora del mundo hincó las rodillas a los pies de su esposo San José y le pidió su bendición para dar principio a la jornada en el nombre del Señor. Encogióse el Santo viendo la humildad tan rara de su esposa, que ya con tantas experiencias tenía muy conocida, y deteníase en bendecirla, pero la mansedumbre y dulce instancia de María santísima le venció y el Santo la bendijo en nombre del Altísimo. Y a los primeros pasos levantó la divina Señora los ojos al cielo y el corazón a Dios, enderezándolos a cumplir el divino beneplácito, llevando en su vientre al Unigénito del Padre y suyo para santificar a Juan en el de su madre Isabel.
Doctrina que me dio la divina Reina y Señora.
197. Hija mía carísima, muchas veces te fío y manifiesto el amor de mi pecho, porque deseo grandemente que se encienda en el tuyo y te aproveches de la doctrina que te doy. Dichosa es el alma a quien manifiesta el Altísimo su voluntad santa y perfecta, pero más feliz y bienaventurada es quien conociéndola pone en ejecución lo que ha conocido. Por muchos medios enseña Dios a los mortales el camino y sendas de la vida eterna: por los evangelios y santas Escrituras, por los sacramentos y leyes de la santa Iglesia, por otros libros y ejemplos de los Santos, y especialmente por medio de la doctrina y obediencia de sus ministros, de quienes dijo Su Majestad:
Quien a vosotros oye, a mí me oye (Lc 10, 16); que el obedecerlos a ellos es obedecer al mismo Señor. Cuando por alguno de estos caminos llegares a conocer la divina voluntad, quiero de ti que con ligerísimo vuelo, sirviéndote de alas la humildad y la obediencia, o como un rayo prestísimo, así seas pronta en ejercitarla y en cumplir el divino beneplácito.
198. Fuera de estos modos de enseñanza, tiene otros el
Altísimo para encaminar las almas, intimándoles su voluntad perfecta sobrenaturalmente, por donde les revela muchos sacramentos. Este orden tiene sus grados y muy diferentes, y no todos son ordinarios ni comunes a las almas, porque dispensa el Altísimo su luz con medida y peso: unas veces habla el corazón y sentidos interiores con imperio, otras corrigiendo, otras amonestando y enseñando, otras veces mueve al corazón para que él lo pida y otras le propone claramente lo que el mismo Señor desea, para que se mueva el alma a ejecutarlo, y otras suele proponer en sí mismo, como en un claro espejo, grandes misterios que vea y conozca el entendimiento y ame la voluntad. Pero siempre este gran Dios y sumo bien es dulcísimo en mandar, poderoso en dar fuerzas para obedecer, justo en sus órdenes y presto en disponer las cosas para ser obedecido y eficaz en vencer los impedimentos, para que se cumpla su santísima voluntad.
199. En recibir esta luz divina te quiero, hija mía, muy atenta, y en ejecutarla muy presta y diligente; y para oír al Señor y percibir esta voz tan delicada y espiritualizada es necesario que las potencias del alma estén purgadas de la grosería terrena y que toda la criatura viva según el espíritu, porque el hombre animal no percibe las cosas levantadas y divinas (1 Cor 2, 14). Atiende, pues, a tu secreto (Is 24, 16) y olvida todo lo de fuera; oye, hija mía, e inclina tu oído (Sal 44, 11) despedida de todo lo visible. Y para que seas diligente, ama; que el amor es fuego y no sabe dilatar sus efectos donde halla dispuesta la materia, y tu corazón siempre le quiero dispuesto y preparado. Y cuando el Altísimo te mandare o enseñare alguna cosa en beneficio de las almas, y más para su salud eterna, ofrécete con rendimiento, porque son el precio más estimable de la sangre del Cordero (1 Pe 1, 18-19) y del amor divino. No te impidas para esto con tu misma bajeza ni encogimiento, pero vence el temor que te acobarda, que si tú vales poco y eres inútil para todo, el Altísimo es rico, poderoso, grande, y por sí mismo hizo todas las cosas (Is 44, 24), y no carecerá de premio tu prontitud y efecto, aunque sólo quiero que te mueva el beneplácito de tu Señor.
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