231. Santificado ya el precursor Juan y renovada su madre Santa Isabel con mayores dones y beneficios, que fue todo el principal intento de la visitación de María santísima, determinó la gran Reina disponer las ocupaciones que había de tener en casa de San Zacarías, porque no en todo podían ser uniformes a las que tenía en la suya. Para encaminar su deseo con la dirección del Espíritu divino se recogió y postró en presencia del Altísimo y le pidió, como solía, la gobernase y ordenase lo que debía hacer el tiempo que estuviese en casa de sus siervos Santa Isabel y San Zacarías, para que en todo fuese agradable y cumpliese enteramente el mayor beneplácito de su altísima Majestad. Oyó su petición el Señor y la respondió, diciéndola: Esposa y paloma mía, yo gobernaré todas tus acciones y encaminaré tus pasos a mi mayor servicio y agrado y te señalaré el día que quiero que vuelvas a tu casa; y mientras estuvieres en la de mi sierva Isabel, tratarás y conversarás con ella, y en lo demás continúa tus ejercicios y peticiones, en especial por la salud de los hombres y para que no use con ellos de mi justicia por las incesantes ofensas que contra mi bondad multiplican. Y en esta petición me ofrecerás por ellos el Cordero sin mancilla (1 Pe 1, 19) que tienes en tu vientre, que quita los pecados del mundo (Jn 1, 29). Estas serán ahora tus ocupaciones.
232. Con este magisterio y nuevo mandato del Altísimo, ordenó la Princesa de los cielos todas las ocupaciones que había de tener en casa de su prima Santa Isabel. Levantábase a media noche, continuando siempre este ejercicio, y en él vacaba a la incesante contemplación de los misterios divinos, dando a la vigilia y al sueño lo que perfectísimamente y con proporción correspondía al estado natural del cuerpo. En cada uno de estos tiempos y en todos recibía nuevos favores, ilustraciones, elevaciones y regalos del Altísimo. Tuvo en aquellos tres meses muchas visiones de la divinidad por el modo abstractivo, que era el más frecuente, y más lo era la visión de la humanidad santísima del Verbo con la unión hipostática, porque su virginal tálamo, donde le traía, era su perpetuo altar y oratorio. Mirábale con los aumentos que cada día iba recibiendo aquel sagrado cuerpo, y en esta vista, y los sacramentos que cada día se le manifestaban en el campo interminable de la divinidad y poder divino, crecía también el espíritu de esta gran Señora; y muchas veces con el incendio del amor y sus ardientes afectos llegara a desfallecer y morir, si no fuera confortada por la virtud del Señor. Acudía entre estos disimulados oficios a todos los que se ofrecían del servicio y consuelo de su prima Santa Isabel, aunque sin darles un momento más de lo que la caridad pedía. Volvía luego a su retiro y soledad, donde con mayor libertad se derramaba el espíritu en la presencia del Señor.
233. Tampoco estaba ociosa por ocuparse en el interior, que al mismo tiempo trabajaba en algunas obras de manos muchos ratos. Y fue tan feliz en todo el precursor San Juan Bautista, que esta gran Reina con las suyas le hizo y labró los fajos y mantillas en que se envolvió y crió, porque le solicitó esta buena dicha la devoción y atención de su madre Santa Isabel, que con la humildad de sierva que la tenía se lo suplicó a la divina Señora, y ella con increíble amor y obediencia lo hizo por ejercitarse en esta virtud y obedecer a quien quería servir como la más inferior de sus criadas; que siempre en humildad y obediencia vencía María santísima a todos. Y aunque Santa Isabel procuraba anticiparse en muchas cosas a servirla, pero ella con su rara prudencia y sabiduría incomparable se anticipaba y lo prevenía todo para ganar siempre el triunfo de la virtud.
234. Tenían sobre esto las dos primas grandes y dulces competencias de sumo agrado para el Altísimo y admiración de los Ángeles; porque Santa Isabel era muy solícita y cuidadosa en servir a nuestra Señora y gran Reina y en que lo hiciesen todos los de su familia; pero la que era maestra de las virtudes, María santísima, más atenta y oficiosa prevenía y divertía los cuidados de su prima, y la decía: Amiga y prima mía, yo tengo mi consuelo en ser mandada y obedecer toda mi vida; no es bien que vuestro amor me prive del que yo recibo en esto, siendo la menor; la misma razón pide que sirva no sólo a vos como a mi madre, pero a todos los de vuestra casa; tratadme como a vuestra sierva mientras estuviere en vuestra compañía.—Respondió Santa Isabel: Señora y amada mía, antes me toca a mí obedeceros y a vos mandarme y gobernarme en todas las cosas; y esto os pido yo con más justicia, porque si vos, Señora, queréis ejercitar la humildad, yo debo el culto y reverencia a mi Dios y Señor que tenéis en vuestro virginal vientre, y conozco vuestra dignidad digna de toda honra y reverencia.—Replicaba la prudentísima Virgen: Mi Hijo y mi Señor no me eligió por Madre para que en esta vida me diesen tal veneración como a Señora, porque su reino no es de este mundo (Jn 18, 36), ni viene a Él a ser servido, más a servir (Mt 20, 28) y padecer y enseñar a obedecer y humillarse los mortales, condenando su soberbia y fausto. Pues si esto me enseña Su Majestad altísima, y se llama oprobio de los hombres (Sal 21, 7), ¿cómo yo, que soy su esclava, y no merezco la compañía de las criaturas, consentiré que me sirvan las que son formadas a su imagen y semejanza? (Gen 1, 27).
235. Instaba siempre Santa Isabel, y decía: Señora y amparo mío, eso será para quien ignora el sacramento que en vos se encierra, pero yo, que sin merecerlo recibí del Señor esta noticia, seré muy reprensible en su presencia, si no le doy en vos la veneración que debo como a Dios y a vos como a su Madre; que a entrambos es justo sirva como esclava a sus señores.—Respondió a esto María santísima: Amiga y hermana mía, esa reverencia que debéis y deseáis dar, débese al Señor que tengo en mis entrañas, que es verdadero y sumo bien y nuestro Salvador, pero a mí que soy pura criatura y entre ellas un pobre gusanillo, miradme como lo que soy por mí, aunque adoréis al Criador que me eligió por pobre para su morada, y con la misma luz de la verdad daréis a Dios lo que se debe y a mí lo que me toca, que es servir y ser inferior a todos; y esto os pido yo por mi consuelo y por el mismo Señor que traigo en mis entrañas.
236. En estas felicísimas y dichosas emulaciones gastaban algunos ratos María santísima y su deuda Santa Isabel. Pero la sabiduría divina de nuestra Reina la hacía tan estudiosa e ingeniosa en materias de humildad y obediencia, que siempre quedaba victoriosa, hallando medios y caminos con que obedecer y ser mandada; y así lo hizo con Santa Isabel todo el tiempo que estuvieron juntas, pero de tal suerte que entrambas respectivamente trataban con magnificencia el sacramento del Señor que en su pecho estaba oculto y depositado en María santísima, como Madre y Señora de las virtudes y de la gracia, y su prima Santa Isabel como matrona prudentísima y llena de la divina luz del Espíritu Santo. Y con ella dispuso cómo proceder con la Madre del mismo Dios, dándole gusto y obedeciéndola en lo que podía y juntamente reverenciando su dignidad, y en ella a su Criador. Propuso en su corazón que si alguna cosa ordenase a la Madre de Dios, sería por obedecerla y satisfacer a su voluntad; y cuando lo hacía pedía licencia y perdón al Señor, y junto con esto no la ordenaba cosa alguna con imperio sino rogándola; y sólo en lo que era para algún alivio de la Reina, como para que durmiese y comiese, la hacía mayor fuerza; y también la pidió hiciese alguna labor de manos para ella, y las hizo; pero nunca Santa Isabel usó de ellas, porque las guardó con veneración.
237. Por estos modos conseguía María santísima la práctica de la doctrina que venía a enseñar el Verbo humanado, humillándose el que era forma del Padre eterno (Flp 2, 6), figura de su sustancia (Heb 1, 3) y Dios verdadero de Dios verdadero, para tomar la forma y ministerio de siervo. Madre era esta Señora del mismo Dios, Reina de todo lo criado, superior en excelencia y dignidad a todas las criaturas y siempre fue sierva humilde de la menor de ellas y jamás admitió obsequio ni servicio suyo como porque se le debiese, ni jamás se engrió ni dejó de hacer humildísimo juicio. ¿Qué dirá aquí ahora nuestra execrable presunción y soberbia, pues muchos llenos de abominables culpas somos tan insensatos, que con aborrecible demencia juzgamos se nos debe el obsequio y veneración de todo el mundo? Y si nos le niegan, perdemos tan aprisa el poco seso que las pasiones nos han dejado. Toda esta divina Historia es una estampa de humildad y una sentencia contra nuestra soberbia. Y porque a mí no me toca de oficio enseñar ni corregir, pero ser enseñada y gobernada, ruego y pido a todos los fieles, hijos de la luz, que pongamos este ejemplar delante de los ojos, para humillarnos en su presencia.
238. No fuera dificultoso para el Señor retraer a su
Madre santísima de tantos extremos de humildad y de muchas acciones con que la ejercitaba, y pudiera engrandecerla con las criaturas, ordenando que fuera aclamada, honrada y respetada de todas con las demostraciones que sabe hacerlo el mundo con aquellos que quiere honrar y celebrar, como lo hizo Asuero con Mardoqueo (Est 6, 10). Y por ventura, si esto lo hubiera de gobernar el juicio de los hombres, ordenara que una mujer más santa que todos los órdenes del cielo y que en su vientre tenía al Criador de los mismos ángeles y cielos estuviera siempre guardada, retirada y adorada de todos; y les pareciera cosa indigna que se ocupara en cosas humildes y serviles y que dejara de mandarlo todo y admitir toda reverencia y autoridad. Hasta aquí llega la humana sabiduría, si puede llamarse sabiduría la que tan poco alcanza. Pero no cabe este engaño en la ciencia verdadera de los Santos, participada de la sabiduría infinita del Criador, que pone el nombre y precio justo a las honras y no trueca las suertes de las criaturas. Mucho le quitara y poco le diera el Altísimo a su querida Madre en esta vida, si la privara y retrajera de las obras de profundísima humildad y la levantara en el aplauso exterior de los nombres; y mucho le faltara al mundo, si no tuviera esta doctrina y escuela en que aprender y este ejemplo con que humillar y confundir su soberbia.
239. Fue Santa Iasbel muy favorecida del Señor desde el día que le tuvo por huésped en su casa, en el vientre de su Madre Virgen. Y con las continuas pláticas y trato familiar de esta divina Reina, como sabía y conocía los misterios de la encarnación, fue creciendo la gran matrona en todo género de santidad, como quien la bebía en su fuente. Algunas veces merecía ver a María santísima en oración arrebatada y levantada del suelo y toda llena de divinos resplandores y hermosura, que no podía verle él rostro ni pudiera sufrir su presencia si no la confortara la virtud divina. En estas ocasiones y en otras, cuando a excusa de María santísima podía mirarla, se postraba y se ponía de rodillas delante y en presencia suya y adoraba al Verbo encarnado en el templo del virginal vientre de la beatísima Madre. Todos los misterios que conoció por la divina luz y por el trato de la gran Reina los guardó Santa Isabel en su pecho, como depositaría fidelísima y secretaria muy prudente de lo que se le había fiado. Sólo con su hijo San Juan Bautista y con San Zacarías, en lo que vivió después del nacimiento del hijo, pudo Santa Isabel conferir algo de los sacramentos que todos conocieron; pero en todo fue mujer fuerte, sabia y muy santa.
Doctrina que me dio la Reina santísima María.
240. Hija mía, los beneficios del Altísimo y la noticia de sus divinos misterios en las almas atentas engendran un linaje de inclinación y aprecio de la humildad que con fuerza eficaz y suave las lleva, como la ligereza al fuego y la gravedad a la piedra, a su lugar legítimo y natural. Esto hace la verdadera luz, que coloca y pone a la criatura en el conocimiento claro de sí misma y a las obras de la gracia las reduce a su origen, de donde viene todo perfecto don (Sant 1, 17), y así constituye en su centro a cada uno. Y éste es el orden rectísimo de la buena razón, que turba y casi violenta la falsa presunción de los mortales; por esto la soberbia, y el corazón donde vive, no sabe apetecer el desprecio ni consentirle, ni sufre superior y aun de los iguales se ofende y todo lo violenta por ser solo y sobre todos. Pero el corazón humilde con los beneficios mayores se aniquila más y de ellos le nace una codicia y un afán ardiente en su quietud, para abatirse y buscar el último lugar, y se halla violentado cuando no le tiene inferior a todos y cuando le falta la humillación.
241. En mí conocerás, carísima, la práctica verdadera de esta doctrina; pues ninguno de los favores y beneficios que obró la divina diestra conmigo fue pequeño, pero nunca mi corazón se elevó (Sal 130, 1) ni anduvo sobre sí con presunción, ni supo codiciar más que el abatimiento y último lugar de todas las criaturas. Esta imitación quiero de ti con especial deseo y que tu solicitud sea ser menos entre todos y ser mandada, abatida y reputada por inútil; y en la presencia del Señor y de los hombres te has de juzgar por menos que el mismo polvo de la tierra. No puedes negar que ninguna generación ha sido más beneficiada que lo eres tú y ninguna lo ha merecido menos; pues ¿cómo recompensarás esta gran deuda si no te humillas a todos, y más que todos los hijos de Adán, y si no engendras conceptos altos y afectos amorosos de la humildad? Bueno es obedecer a tus prelados y maestros y así lo debes hacer siempre, pero yo quiero de ti que te adelantes más y obedezcas al más pequeño en todo lo que no fuere culpable, como obedecieras al mayor superior; y en esto es mi voluntad que seas muy estudiosa, como yo lo era.
242. Sólo con tus subditas advertirás a dispensar este rendimiento con más cuidado, para que conociendo tu deseo de obedecer, no quieran que alguna vez lo hagas en lo que no conviene. Pero sin que pierdan ellas su rendimiento, puedes tú granjear mucho dándoles ejemplo con tenerle siempre en lo justo, sin derogar a la auto52 ridad de prelada. Cualquier disgusto o injuria, si alguna se hiciere sola a ti, admítela con gran aprecio, sin mover tus labios para defenderte ni querellarte, y las que fueren contra Dios repréndelas, sin mezclar tu causa con la de Su Majestad, porque para defenderte jamás has de hallar causa y para la honra de Dios siempre; pero ni para la una ni para la otra no has de moverte con ira ni enojo desordenado. También quiero que tengas gran prudencia en disimular y ocultar los favores del Señor, porque el sacramento del Rey no se ha de manifestar (Tob 12, 7) livianamente, ni los hombres carnales son capaces (1 Cor 2, 14) ni dignos de los misterios del Espíritu Santo. En todo me imita y sigue, pues deseas ser mi hija carísima, que con obedecerme lo conseguirás y obligarás al Todopoderoso para que te fortalezca y enderece tus pasos a lo que quiere obrar en ti; no le resistas, sino dispón y prepara tu corazón suave y presto para obedecer a su luz y gracia; no esté en ti vacía (2 Cor 6, 1), sino obra diligente y vayan llenas de perfección tus acciones.
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