Esta es la historia de Nuestra Señora de Guadalupe según datos escritos por Luis Lasso de la Vega en 1649; traducción del dialecto Nahuatl.
Primera Aparición
Segunda Aparición
Tercera Aparición
Cuarta Aparición
El milagro de la imagen
Aparición a Juan Bernardino
En
orden y concierto se cuenta aquí cómo hace poco se apareció milagrosamente la perfecta
Virgen Santa María Madre de Dios, nuestra Reina, en el Tepeyacac, que se nombra
Guadalupe.
Primero se dejó ver de un pobre indio llamado Juan Diego; y después se apareció su
preciosa imagen delante del nuevo Obispo Don fray Juan de Zumárraga.
Diez años después de tomada la ciudad de México, se suspendió la guerra y hubo paz en
los pueblos, así como empezó a brotar la fe, el conocimiento del verdadero Dios, por
quien se vive.
A la sazón, en el año de mil quinientos treinta y uno, a pocos días del mes de
diciembre, sucedió que había un pobre indio, de nombre Juan Diego, según se dice,
natural de Cuautitlán. Tocante a las cosas espirituales en un todo pertenecía a
Tlatilolco.
Era sábado muy de madrugada cuando Juan Diego venía en pos del culto
divino y de sus mandatos a Tlatilolco.
Al llegar junto al cerrito llamado Tepeyacac, amanecía; y oyó cantar arriba del cerro;
semejaba canto de varios pájaros; callaban a ratos las voces de los cantores; y parecía
que el monte les respondía. Su canto, muy suave y deleitoso, sobrepasaba al del
coyoltótotl y del tzinizcan y de otros pájaros lindos que cantan.
Se paró Juan Diego para ver y dijo para sí: Por ventura soy digno de lo que oigo?,
Quizás sueño?, Me levanto de dormir?, Dónde estoy?, Acaso en el paraíso terrenal, que
dejaron dicho los viejos, nuestros mayores?, Acaso ya en el cielo? Estaba viendo
hacia el oriente, arriba del cerrillo, de donde procedía el precioso canto celestial.
Y así que cesó repentinamente y se hizo el silencio, oyó que le llamaban de arriba del
cerrito y le decían: Juanito, Juan Dieguito.
Luego se atrevió a ir a donde le llamaban. No se sobresaltó un punto, al contrario, muy
contento, fue subiendo el cerrillo, a ver de dónde le llamaban.
Cuando llegó a la cumbre vió a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se
acercara.
Llegado a su presencia , se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era
radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los resplandores,
semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los
mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar parecían de
esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.
Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, cual de quien atrae y
estima mucho.
Ella le dijo: Juanito, el mas pequeño de mis hijos, dónde
vas?
El respondió: Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a
seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro
Señor.
Ella luego le habló y le decubrió su santa voluntad. Le dijo: Sabe
y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María,
Madre del verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está todo: Señor del
cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar
y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a
tí, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos
que me invoquen y en mi confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias,
penas y dolores.
Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de México y le
dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que deseo, que aquí me edifique un templo: le
contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que
te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo
recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya
has oído mi mandato hijo mío el mas pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo.
Juan Diego contestó: Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de
ti, yo tu humilde siervo.
Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a la calzada que viene en línea recta a
México.
Habiendo entrado sin delación en la ciudad, Juan Diego se fué
en derechura al palacio del obispo que era el prelado que muy poco antes había venido y
se llamaba Fray Juan de Zumárraga, religioso de San Francisco.
Apenas llegó trató de verle; rogó a sus criados que fueran a anunciarle. Y pasado un
buen rato, vinieron a llamarle, que había mandado el señor Obispo que entrara.
Luego que entró, en seguida le dió el recado de la Señora del Cielo; y también le dijo
cuanto admiró, vió y oyó. Después de oír toda su plática y su recado, pareció no
darle crédito. El Obispo le respondió; Otra vez vendrás, hijo mío, y te oiré
más despacio; lo veré muy desde el principio y pensaré en la voluntad y deseo con que
has venido. Juan Diego salió y se vino triste, porque de ninguna manera se realizó
su mensaje.
En el mismo día se volvió; se vino derecho a la cumbre del cerrito, y acertó con la
Señora del Cielo, que le estaba aguardando, allí mismo donde le vió la primera vez:
Señora, la mas pequeña de mis hijas. Niña mía, fuí a donde me enviaste a
cumplir tu mandato, le vi y le expuse tu mensaje, así como me advertiste; me recibió
benignamente y me oyó con atención; pero en cuanto me respondió, apareció que no lo
tuvo por cierto.
Me dijo: Otra vez vendrás, te oiré mas despacio, veré muy desde el principio el deseo y
voluntad con que has venido.
Comprendí perfectamente en la manera que me respondió que piensa que es quizás
invención mía que tú quieres que aquí te hagan un templo y que acaso no es de orden
tuya; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los
principales, conocido y respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que
le crean; porque yo soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas,
soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, Niña mía, la mas pequeña de mis hijas,
Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause
pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.
Le respondió la Santísima Virgen: Oye, hijo mío el mas
pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros a quienes puedo
encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tu
mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego,
hijo mío el mas pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al
Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner
por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa
María, Madre de Dios, te envía.
Respondió Juan Diego: Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena
gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso
el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero acaso no seré oído con agrado; o si fuese
oído, quizás no me creerá. Mañana en la tarde cuando se ponga el sol vendré a dar
razón de tu mensaje, con lo que responda el prelado. ya me despido, Hija mía, la mas
pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entretanto.
Luego se fue él a descansar a su casa.
Al día siguiente, domingo muy de madrugada, salió de su casa
y se vino derecho a Tlatilolco a instruirse de las cosas divinas y estar presente en la
cuenta para ver en seguida al prelado. casi a las diez, se aprestó, después de que se
oyó Misa y se hizo la cuenta y se dispersó el gentío. Al punto se fue Juan Diego al
palacio del señor Obispo.
Apenas llegó, hizo todo empeño para verle: otra vez con mucha dificultad le vió; se
arrodilló a sus piés; se entristeció y lloró al exponerle el mandato de la Señora del
Cielo, que ojalá que creyera su mensaje y la voluntad de la Inmaculada de erigirle su
templo donde manifestó que lo quería.
El señor Obispo, para cerciorarse le preguntó muchas cosas, donde la vió y cómo era; y
el refirió todo perfectamente al señor Obispo. Más aunque explicó con precisión la
figura de ella y cuanto había visto y admirado, que en todo se decubría ser ella la
siempre Virgen Santísima Madre del Salvador Nuestro Señor Jesucristo; sin embargo, el
(Obispo) no le dió crédito y dijo que no solamente por su plática y solicitud se había
de hacer lo que pedía; que, además, era muy necesaria alguna señal para que se le
pudiera creer que le enviaba la misma Señora del cielo.
Así que lo oyó dijo Juan Diego al Obispo: Señor, mira cual ha de ser la señal
que pides; que luego iré a pedírsela a la Señora del Cielo que me envió acá.
Viendo el Obispo que ratificaba todo sin dudar ni retractar nada, le despidió.
Mandó inmediatamente unas gentes de su casa, en quienes podía confiar, que le vinieran
siguiendo y vigilando mucho a dónde iba y a quién veía y hablaba.
Así se hizo. Juan Diego se vino derecho y caminó la calzada; los que venían tras él,
donde pasa la barranca, cerca del puente del Tepeyacac, le perdieron; y aunque más
buscaran por todas partes, en ninguna le vieron.
Así es que se regresaron, no solamente porque se fastidiaron, sino también porque les
estorbó su intento y les dió enojo.
Eso fueron a informar al señor Obispo, inclinándose a que no le creyera: le dijeron que
nomas le engañaba; que nomas forjaba lo que venía a decir, o que únicamente soñaba lo
que decía y pedía; y en suma discurrieron que si otra vez volvía le habían de coger y
castigar con dureza, para que nunca más mintiera y engañara.
Entre tanto, Juan Diego estaba con la Santísima Virgen, diciéndole la respuesta que
traía del señor Obispo; la que oída por la Señora le dijo: Bien
está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha
pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de tí sospechará; y
sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí
has emprendido; ea, vete ahora, que mañana aquí te aguardo.
Al día siguiente, lunes, cuando tenía que llevar Juan Diego
alguna señal para ser creído, ya no volvió. Porque cuando llegó a su casa, a un tío
que tenía, llamado Juan Bernardino, le había dado enfermedad, y estaba muy grave.
Primero fué a llamar a un médico y le auxilió; pero ya no era tiempo, ya estaba muy
grave.
Por la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a
un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba muy cierto de que era
tiempo de morir y que ya no se levantaría ni sanaría.
El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al
sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del
Tepeyacac, hacia el poniente por donde tenía costumbre de pasar, dijo: Si me voy
derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve la
señal al prelado, según me previno; que primero nuestra aflicción nos deje y primero
llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando.
Luego dió vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente,
para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.
Pensó que por donde dió la vuelta no podia verle la que está mirando bien a todas
partes. La vió bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él
la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: Que
hay, hijo mío el mas pequeño? a dónde vas?
Se apenó él unpoco, o tuvo verguenza, o se asustó. Se inclinó delante de ella y la
saludó, diciendo: Niña mía, la mas pequeña de mis hijas. Señora, ojalá estes
contenta. Como has amanecido? estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte
aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío: le ha dado
la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar a uno de
los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde
que nacimos vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo,
volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía,
perdóname, ténme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la mas pequeña, mañana
vendré a toda prisa.
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen:
Oye y ten entendido hijo mío el mas pequeño, que es nada lo
que te asusta y aflije; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna
enfermedad y angustia. No estoy yo aquí? No soy tu Madre? No estás bajo mi sombra? No
soy yo tu salud? No estás por ventura en mi regazo? Qué mas has menester? No te apene ni
te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de
ella; está seguro de que sanó. (Y entonces sanó su tío, según después
se supo).
Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo consoló mucho; quedó
contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al señor Obispo, a llevarle
alguna señal y prueba, a fin de que creyera.
La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrito, donde antes la
veía. Le dijo: Sube, hijo mío el mas pequeño, a la cumbre
del cerrito; allí donde me viste y te dí órdenes, hallarás que hay diferentes flores;
córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.
Al punto subió Juan Diego al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de
que hubieran brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que
se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo.
Estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas.
Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las hechó en su regazo.
La cumbre del cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos
riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces
era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo.
Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes flores que fue a
cortar; la que, así como las vió, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el
regazo, diciéndole: Hijo mío el mas pequeño, esta
diversidad de flores es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre
que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy
digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu
manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la
cumbre del cerrito, que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que
puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo
que he pedido.
Después que la Señora del Cielo le dió su consejo, se puso en camino por la calzada que
viene derecho a México; ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo
que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, gozándose en la
fragancia de las variadas hermosas flores.
Al llegar Juan Diego al palacio del Obispo salieron a su encuentro el
mayordomo y otros criados del prelado.
Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que
no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que solo los
molestaba, porque les era inoportuno; además ya les habían informado sus compañeros que
le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.
Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie,
cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que
portaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse.
Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de
molestar, empujar y aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al ver que todas eran
diferentes, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de
ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan abiertas, tan fragantes y tan
preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que
se atrevieron a tomarlas; porque cuando iban a cogerlas ya no se veían verdaderas flores,
sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.
Fueron luego a decirle al señor Obispo lo que habían visto y que pretendía verle el
indito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba,
queriendo verle.
Cayó, al oírlo, el señor Obispo en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se
certificara y cumpliera lo que solicitaba el indito. En seguida mandó que entrara a
verle.
Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de
nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
(Juan Diego)le dijo: Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama,
la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para
poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le
dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me
encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides,
alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad.
Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me
creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió; me despachó a
la cumbre del cerrillo, donde antes ya la viera, a que fuese a cortar varias flores.
Después que fuí a cortarlas las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó
en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera.
Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar para que se den flores,
porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé.
Cuando fuí llegando a la cumbre del cerrillo ví que estaba en el paraíso, donde había
juntas todas las varias y exquisitas rosas de castilla, brillantes de rocío, que luego
fuí a cortar.
Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la
señal que me pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi
palabra y de mi mensaje.
Hélas aquí: recíbelas.
Desenvolvió luego su manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se
esparcieron por el suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de repente la
preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y
se guarda hoy en su templo del Tepeyacac, que se nombra Guadalupe.
Luego que la vió el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron;
mucho la admiraron; se levantaron a verla, se entristecieron y acongojaron, mostrando que
la contemplaron con el corazón y el pensamiento.
El señor Obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en
obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie desató del cuello de Juan Diego, del
que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo.
Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día mas permaneció Juan Diego en la
casa del Obispo, que aún le detuvo.
Al día siguiente le dijo: Ea, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo
que le erijan su templo. Inmediatamente se invitó a todos para hacerlo.
No bien señaló Juan Diego dónde había mandado la Señora del Cielo que se
levantara su templo, pidió licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío
Juan Bernardino; el cual estaba muy grave cuando le dejó y vino a Tlatilolco a llamar un
sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, y le dijo la Señora del Cielo que ya
había sanado.
Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar vieron a su tío
que estaba muy contento y que nada le dolía.
Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino; a quien preguntó
la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que,
cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el
Tepeyacac la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no se afligiera que ya su tío
estaba bueno, con mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor Obispo, para
que le edificara una casa en el Tepeyacac. Manifestó su tío ser cierto que entonces le
sanó y que la vió del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por Ella que
le había enviado a México a ver al Obispo.
También entonces le dijo la Señora de cuando él fuera a ver al Obispo, le revelara lo
que vió y de que manera milagrosa le había sanado; y que bien le nombraría, así como
bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.
Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle
y atestiguar delante de él.
A ambos, a él y a su sobrino, los hospedó el Obispo en su casa algunos días, hasta que
se erigió el templo de la Reina en el Tepeyacac, donde la vió Juan Diego.
El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del
Cielo: la sacó del oratorio de su palacio donde estaba, para que toda la gente viera y
admirara su bendita imagen.
La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen y a hacerle
oración. Mucho le maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna
persona de este mundo pintó su preciosa imagen.
El Trabajo de Dios - Apariciones de Guadalupe
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