Eternidad - Misterio del más alllá

EL MISTERIO DEL MÁS ALLÁ

Realidad del Cielo, Purgatorio, e Infierno

 

El misterio del más allá. La eternidad

Antonio Royo Marín, O.P.
AL LECTOR
Las siguientes páginas contienen el texto íntegro de una serie de Conferencias Cuaresmales pronunciadas por el autor en la Real Basílica de Atocha, de Madrid, que fueron retransmitidas a toda España por Radio Nacional en conexión con varias emisoras de provincias.
La resonancia verdaderamente nacional que alcanzaron aquellas conferencias, nos ha impulsado a ofrecerlas en su texto taquigráfico, a fin de conservar en lo posible la espontaneidad y el ritmo oratorio con que fueron pronunciadas.

Existencia del más allá
El Tránsito al más allá
El Juicio de Dios
Resurrección de la Carne y Juicio Universal
El castigo del culpable
La Recompensa Eterna


EXISTENCIA DEL MÁS ALLÁ

Comenzamos hoy, bajo el manto y la mirada maternal de la Santísima Virgen de
Atocha, esta serie de conferencias cuaresmales, cuyo tema central lo constituye El misterio
del más allá.
Y, ante todo, os voy a decir por qué he escogido este tema. Son tres las principales
razones que me han movido a ello:
En primer lugar, por su trascendencia soberana. Ante él, todos los demás problemas
que se pueden plantear a un hombre sobre la tierra, no pasan de la categoría de pequeños
problemas sin importancia. No voy a invocar una conversación tenida con un alto
intelectual. Salid simplemente a la calle. Preguntadle a ese obrero que se dirige a su trabajo:
–¿Adónde vas?
Os dirá: ¿Yo?, a trabajar.
–¿Y para qué quieres trabajar?
–Pues para ganar un jornal.
–Y el jornal, ¿para qué lo quieres?
–Pues para comer.
–¿Y para qué quieres comer?
–Pues..., ¡para vivir!
–¿Y para qué quieres vivir?
Se quedará estupefacto creyendo que os estáis burlando de él. Y en realidad, señores,
esa última es la pregunta definitiva; ¿para qué quieres vivir?, o sea, ¿cuál es la finalidad de
tu vida sobre la tierra?, ¿qué haces en este mundo?, ¿quién eres tú? No me interesa tu
nombre y tu apellido como individuo particular: ¿quién eres tú como criatura humana,
como ser racional?, ¿por qué y para qué estás en este mundo?, ¿de dónde vienes?, ¿adónde
vas?, ¿qué será de ti después de esta vida terrena?, ¿qué encontrarás más allá del sepulcro?
Señores: éstas son las preguntas más trascendentales, el problema más importante que
se puede plantear un hombre sobre la tierra. Ante él, vuelvo a repetir, palidecen y se
esfuman en absoluto esa infinita cantidad de pequeños problemas humanos que tanto
preocupan a los hombres. El problema más grande, el más trascendental de nuestra
existencia, es el de nuestros destinos eternos.
La segunda razón que me impulsó a escoger este tema es su enorme eficacia
sobrenatural para orientar a las almas en su camino hacia Dios. Este tema interesantísimo
no puede dejar indiferente a nadie, porque plantea los grandes problemas de la vida
humana. No se trata de una cosa fugaz y perecedera. Se trata de nuestros destinos
inmortales, y esto, a cualquier hombre reflexivo tiene que llegarle forzosamente hasta lo
más hondo del alma. Para encogerse de hombros ante él es menester ser un loco o un
insensato irresponsable.
La tercera razón, señores, es su palpitante actualidad. Porque si este tema no puede
envejecer jamás, por tratarse del problema fundamental de la vida humana, de una manera
especialísima en estos tiempos que estamos atravesando adquiere caracteres de palpitante
actualidad. No hay más que contemplar el mundo, señores, para ver de qué manera camina
desorientado en las tinieblas por haberse puesto voluntariamente de espaldas a la luz.
Es inútil que se reúnan las cancillerías, que se organicen asambleas internacionales.
No lograrán poner en orden y concierto al mundo hasta que lo arrodillen ante Cristo, ante
Aquél que es la Luz del mundo; hasta que, plenamente convencidos todos de que por
encima de todos los bienes terrenos y de todos los egoísmos humanos es preciso salvar el
alma, se pongan en vigor, en todas las naciones del mundo, los diez mandamientos de la
Ley de Dios.
Con sola esta medida se resolverían automáticamente todos los problemas nacionales
e internacionales que tienen planteados los hombres de hoy; y sin ella será absolutamente
inútil todo cuanto se intente.
Precisamente porque el mundo de hoy no se preocupa de sus destinos eternos, porque
no se habla sino del petróleo árabe, de la hegemonía económica mundial de ésta o de la otra
nación, o de cualquier otro problema terreno materialista, en el horizonte cercano aparecen
negros nubarrones que, si Dios no lo remedia, acabarán en un desastre apocalíptico bajo el
siniestro resplandor y el estruendo horrísono de las bombas atómicas.
Examinemos, señores, los datos fundamentales del problema.
Desde la más remota antigüedad se enfrentan y luchan en el mundo dos fuerzas
antagónicas, dos concepciones de la vida completamente distintas e irreductibles: la
concepción materialista, irreligiosa y atea, que no se preocupa sino de esta vida terrena, y la
concepción espiritualista, que piensa en el más allá.
La primera podría tener como símbolo una sala de fiestas, un salón de baile, un
cabaret, y sobre su frontispicio esta inscripción, estas solas palabras: No hay más allá. Por
consiguiente, vamos a gozar, vamos a divertirnos, vamos a pasarlo bien en este mundo.
Placeres, riquezas, aplausos, honores... ¡A pasarlo bien en este mundo! Comamos y
bebamos, que mañana moriremos. Concepción materialista de la vida, señores.
Pero hay otra concepción: la espiritualista, la que se enfrenta con los destinos eternos,
la que podría tener como símbolo una grandiosa catedral en cuyo frontispicio se leyera esta
inscripción: ¡Hay un más allá! O si queréis esta otra más gráfica y expresiva todavía: ¿Qué
le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo pierde su alma para toda la
eternidad?
He aquí, señores, la disyuntiva formidable que tenemos planteada en este mundo. No
podemos encogernos de hombros. No podemos permanecer indiferente ante este problema
colosal, porque, queramos o no, lo tenemos todos planteado por le mero hecho de haber
nacido: "estamos ya embarcados" y no es posible renunciar a la tremenda aventura.
Yo comprendo perfectamente la risa y la carcajada volteriana del incrédulo
irreflexivo que se hunde totalmente en el cieno, que no vive más que para sus placeres, sus
riquezas y sus comodidades temporales. Lo comprendo perfectamente, porque es un
insensato, un loco, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá. Pero
una persona que tenga un poquito de fe y otro poco de sentido común, que sepa reflexionar
y que se plantee el problema del más allá, y se encoja de hombros ante él y diga: "La
eternidad, ¿qué me importa eso?", señores, eso no lo comprendo, eso no lo concibo. Ante el
problema pavoroso del más allá no podemos permanecer indiferentes, no podemos
encogernos de hombros. Tenemos que tomar una actitud firme y decidida, si no queremos
renunciar, no ya a la fe cristiana, sino a la simple condición de seres racionales.
Precisamente estos días vengo a hablaros de este gran problema de nuestros destinos
eternos: del misterio del más allá.
Esta tarde, en las primeras de mis conferencias, voy a ceñirme exclusivamente a
poner en claro la existencia del más allá. Nada más.
No vengo en plan apologético. Tengo muy poca fe en la apologética, señores, como
instrumento apto para convencer al que no está dispuesto a aceptar la verdad aunque brille
ante él más clara que el sol. Ya lo supo decir admirablemente uno de los genios más
portentosos que ha conocido la humanidad, una de las inteligencias más preclaras que han
brillado jamás en el mundo: San Agustín. Un hombre que conocía maravillosamente el
problema, que sabía las angustias, la incertidumbre de un corazón que va en busca de la luz
de la verdad sin poderla encontrar, porque vivió los primeros treinta años de su vida en las
tinieblas del paganismo. Conocía maravillosamente el problema y sabía muy bien que no
hay ni pueden haber argumentos válidos contra la fe católica. No los hay, ni los puede
haber, porque la verdad no es más que una, y esa única verdad no puede ser llamada al
tribunal del error, para ser juzgada y sentenciada por él. Es imposible, señores, que haya
incrédulos de cabeza, de argumentos, incrédulos que puedan decir con sinceridad: "yo no
puedo creer porque tengo la demostración aplastante, las pruebas concluyentes de la
falsedad de la fe católica". ¡Imposible de todo punto!
No hay incrédulos de cabeza, pero sí muchísimos incrédulos de corazón. No tienen
argumentos contra la fe, pero sí un montón de cargas afectivas. No creen porque no les
conviene creer. Porque saben perfectamente que si creen tendrán que restituir sus riquezas
mal adquiridas, renunciar a vengarse de sus enemigos, romper con su amiguita o su media
docena de amiguitas, tendrán, en una palabra, que cumplir los diez mandamientos de la Ley
de Dios. Y no están dispuestos a ello. Prefieren vivir anchamente en este mundo,
entregándose a toda clase de placeres y desórdenes. Y para poderlo hacer con relativa
tranquilidad se ciegan voluntariamente a sí mismos; cierran sus ojos a la luz y sus oídos a la
verdad evangélica. ¡No les da la gana de creer! No porque tengan argumentos, sino porque
les sobran demasiadas cargas afectivas.
Señores: cuando el corazón está sano, cuando no tenemos absolutamente nada que
temer de Dios, no dudamos en lo más mínimo de su existencia. ¡Ah, pero cuando el
corazón está corrompido...! ¿No os habéis fijado que sólo los malhechores y delincuentes –
jamás las personas honradas– atacan a la Policía o la Guardia Civil?
San Agustín conocía maravillosamente esta psicología del corazón humano y por eso
escribió esta frase lapidaria y genial: "Para el que quiere creer, tengo mil pruebas; para el
que no quiere creer, no tengo ninguna".
Maravillosa frase, señores. Para el que quiere creer, para el hombre honrado, para el
hombre sensato, para el hombre que quiere discurrir con sinceridad, tengo mil pruebas
enteramente demostrativas de la verdad de la fe católica. Pero para el que no quiere creer,
para el que cierra obstinadamente su inteligencia a la luz de la verdad, no tengo
absolutamente ninguna prueba.
A ese incrédulo del "corazón", a ése que lanza su carcajada volteriana porque "no le
interesan las cosas de los curas y de los frailes", a ése no tengo que decirle absolutamente
nada. Pero que no olvide, sin embargo, la frase magistral de San Agustín: "Para el que
quiere creer, tengo mil pruebas; para el que no quiere creer, no tengo ninguna".
No me dirijo al incrédulo volteriano. Me dirijo, sencillamente, al hombre de la calle,
que vive quizá olvidado de Dios, pero que posee un fondo honrado y un corazón recto; a
ese hombre bueno, honrado, de corazón sincero, de corazón naturalmente cristiano, pero
irreflexivo y atolondrado, que no se ha planteado nunca en serio el problema del más allá.
Con éste quiero hablar. Con éste quiero entablar diálogo, y le digo: "amigo, escúchame, que
estoy completamente seguro de que llegaremos a un acuerdo, porque te voy a hablar a la
inteligencia y al corazón y tú tienes una inteligencia sana y un corazón noble y me vas a
escuchar con sincera rectitud de intención".
Te voy a hablar de la existencia del más allá. Voy a proponerte tres argumentos.
Sencillos, claros, al alcance de todas las fortunas intelectuales. En el primero, nos
moveremos en el plano de las meras posibilidades. En el segundo, llegaremos a la certeza
natural, o sea, a la que corresponde al orden puramente humano, filosófico, de simple razón
natural. Y en tercero, llegaremos a la certeza sobrenatural, en torno a la existencia del más
allá.
Primer argumento, señores. Nos vamos a mover en el plano de las meras
posibilidades.
Las personas cultas que me escuchan saben muy bien que Renato Descartes quiso
encontrar el principio fundamental de la filosofía planteando su famosa "duda metódica".
Se propuso dudar de todo, incluso de las cosas más elementales y sencillas, para ver si
encontraba alguna verdad de evidencia tan clara y palmaria que fuera absolutamente
imposible dudar de ella, con el fin de tomarla como punto de partida para construir sobre
ella toda la filosofía. Y al intentar tamaña duda, escepticismo tan absoluto y universal, se
dio cuenta de que estaba pensando, y al punto, lanzó su famoso entimema, que, en realidad,
no admite vuelta de hoja, aunque no constituye, ni mucho menos, el principio fundamental
de la filosofía: "Pienso, luego existo".
Señores, una duda real, absoluta y universal, que no excluya verdad alguna, además
de absurda e insensata, es herética y blasfema. El mismo Descartes, que era y actuó siempre
como católico, se encargó de aclarar después que no había tratado en ningún momento de
extender su duda universal a las verdades sobrenaturales de la fe, sino únicamente a las de
orden puramente natural y humano.
Nosotros no vamos a dudar un solo instante de las verdades de la fe católica. Pero
vamos a fingir, vamos a imaginarnos por un momento, que la fe católica no nos dijera
absolutamente nada sobre la existencia del más allá. Es absurda tal suposición, puesto que
esa existencia constituye la verdad primera y fundamental del catolicismo; pero vamos a
imaginarnos, por un momento, ese disparate. Y amontonando nuevos absurdos y
despropósitos, vamos a suponer, por un momento, que la razón humana no nos ofreciera
tampoco ningún argumento enteramente demostrativo de la existencia del más allá, sino,
únicamente, de su mera posibilidad.
¿Cuál debería ser nuestra actitud en semejante suposición? ¿Qué debería hacer
cualquier hombre razonable, no ante la certeza, pero sí ante la posibilidad de la existencia
de un más allá con premios y castigos eternos?
Es indudable, señores, que aún en este caso, aún cuando no tuviéramos la certeza
sobrenatural de la fe sobre la existencia del más allá, y aún cuando la simple razón natural
no nos pudiera demostrar plenamente su existencia y tuviéramos que movernos únicamente
en el plano de las simples probabilidades y hasta de las meras posibilidades, todavía,
entonces la prudencia más elemental debería empujarnos a adoptar la postura creyente, por
lo que pudiera ser. Nos jugamos demasiadas cosas tras esa posibilidad: no podríamos
tomarla a broma.
Reflexionad un momento. Ved lo que ocurre con las cosas e intereses humanos.
Existen infinidad de Compañías de Seguros para asegurar un sin fin de cosas inseguras,
sobre todo cuando se trata de cosas que, humanamente hablando, vale la pena asegurar. El
mendigo harapiento que vive en una miserable chabola del suburbio de una gran ciudad, no
tiene por qué preocuparse de asegurar aquella miserable vivienda; pero el que posee un
magnífico palacio que vale millones de pesetas, hace muy bien en asegurarlo contra un
posible incendio, porque para él, un incendio podría representar una catástrofe irreparable.
Ahora bien, al hacer el seguro contra incendios, ¿está convencido el que lo firma de que el
incendio sobrevendrá efectivamente? ¡Qué va a estar convencido! Está casi seguro de que
no se producirá, porque no solamente no es infalible que se produzca, sino que ni siquiera
es probable. Es, simplemente, posible, nada más. No es cosa cierta, ni infalible, ni siquiera
probable, pero es posible. Y como tiene mucho que perder, lo asegura y hace muy bien.
Otros hacen seguro contra el pedrisco, otros contra el robo. ¿Es que están
convencidos de que sobre sus tierras vendrá el pedrisco y las arrasará, o de que vendrá el
ladrón y se apoderará de los bienes de su casa? No. Están completamente convencidos de lo
contrario. No habrá pedrisco y, si lo hay, quedará muy localizado y no les arruinará todas
sus tierras, ni muchísimo menos. Pero para evitarse el posible perjuicio parcial, firman la
póliza del seguro. No vendrá el ladrón, pero por si acaso, aseguran sus bienes de fortuna.
Esta conducta, señores, es muy sensata y razonable. No se le puede poner reparo alguno.
Pues, señores, traslademos esto del orden puramente natural y humano, a las cosas del
alma, al tremendo problema de nuestros destinos eternos, y saquemos la consecuencia.
Señores, aunque no tuviéramos la seguridad absoluta, ciertísima que tenemos ahora;
aunque no fuera ni siquiera probable, sino meramente posible la existencia de un más allá
con premios y castigos eternos (fijaos bien: con premios y castigos eternos), la prudencia
más elemental debería impulsarnos a tomar toda clase de precauciones para asegurar la
salvación de nuestra alma. Porque, si efectivamente hubiera infierno y nos condenáramos
para toda la eternidad, lo habríamos perdido absolutamente todo para siempre. No se trata
de la fortuna material, no se trata de las tierras o del magnífico edificio, sino nada menos,
que del alma, y el que pierde el alma lo perdió todo, y lo perdió para siempre.
Aunque no tuviéramos certeza absoluta, sino sólo meras conjeturas y probabilidades,
valdría la pena tomar toda clase de precauciones para salvar el alma. Esto es del todo claro
e indiscutible. Escuchad una anécdota muy gráfica y aleccionadora:
Dos frailes descalzos, a las seis de la mañana, en pleno invierno y nevando
copiosamente, salían de una iglesia de París. Habían pasado la noche en adoración ante el
Santísimo sacramento. Descalzos, en pleno invierno, nevando... Y he aquí que, en aquel
mismo momento, de un cabaret situado en la acera de enfrente, salían dos muchachos
pervertidos, que habían pasado allí una noche de crápula y de lujuria. Salían medio muertos
de sueño, enfundados en sus magníficos abrigos, y al cruzarse con los dos frailes descalzos
que salían de la iglesia, encarándose uno de los muchachos con uno de ellos, le dijo en son
de burla: "Hermanito, ¡menudo chasco te vas a llevar si resulta que no hay cielo!" Y el
fraile que tenía una gran agilidad mental, le contestó al punto: "Pero ¡qué terrible chasco te
vas a llevar tú si resulta que hay infierno!".
El argumento, señores, no tiene vuelta de hoja. Si resulta que hay infierno, ¡qué
terrible chasco se van a llevar los que no piensan ahora en el más allá, los que gozan y se
divierten revolcándose en toda clase de placeres pecaminosos! Si resulta que hay infierno,
¡qué terrible chasco se van a llevar!
En cambio, nosotros, no. Los que estamos convencidos de que lo hay, los que
vivimos cristianamente no podemos desembocar en un fracaso eterno. Aun suponiendo, que
no lo supongo; aun imaginando, que no lo imagino, que no existe un más allá después de
esta pobre vida, ¿qué habríamos perdido, señores, con vivir honradamente? Porque lo único
que nos prohíbe la religión, lo único que nos prohíbe la Ley de Dios, es lo que degrada, lo
que envilece, lo que rebaja al hombre al nivel de las bestias y animales. Nos exige,
únicamente, la práctica de cosas limpias, nobles, sublimes, elevadas, dignas de la grandeza
del hombre: "Sé honrado, no hagas daño a nadie, no quieras para ti lo que no quieras para
los demás, respeta el derecho de todos, no te revuelques en los placeres inmundos, practica
la caridad, las obras de misericordia, apiádate del prójimo desvalido, sé fiel y honrado en
tus negocios, sé diligente en tus deberes familiares, educa cristianamente a tus hijos..."
¡Qué cosas más limpias, más nobles, más elevadas! ¿Qué habríamos perdido con
vivir honradamente, aun suponiendo que no hubiera cielo? Y, en cambio, ¿qué habríamos
ganado con aquella conducta inmoral si hay infierno y perdiéramos el alma por no haber
hecho caso de nuestros destinos eternos?
Señores, aun moviéndonos en el plano de las meras posibilidades, les hemos ganado
la partida a los incrédulos. Nuestra conducta es incomparablemente más sensata que la
suya.
¡Ah!, pero tenemos argumentos mucho más fuertes y decisivos. Podemos avanzar
mucho más y hasta rebasar en absoluto las meras probabilidades y entrar de lleno en el
terreno de la certeza plena. Primero en un plano natural, meramente filosófico, y después,
en un plano sobrenatural, en el plano teológico de la verdad revelada por Dios.
Primero la filosofía, señores. En el plano de la simple razón natural se pueden
demostrar como dos y dos son cuatro, dos verdades fundamentales: la existencia de Dios y
la inmortalidad del alma. Estas son verdades de tipo filosófico, demostrables por la simple
razón natural. Hay otras verdades que rebasan el marco de la simple filosofía y entran de
lleno en el terreno de la fe. Por ejemplo, si el mismo Dios no se hubiese dignado revelarnos
que es uno en esencia y trino en personas, no lo hubiéramos sabido ni sospechado jamás en
este mundo. La razón natural no puede descubrir, ni sospechar siquiera, el misterio de la
Santísima Trinidad. Pero la simple razón natural, repito, puede demostrar de una manera
apodíctica, ciertísima, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. Ahora bien, si Dios
existe, si el alma es inmortal, empezad vosotros mismos a sacar las consecuencias prácticas
en torno a nuestra conducta sobre la tierra.
Señores, la existencia de Dios y la inmortalidad del alma se pueden demostrar con
argumentos apodícticos. No tengo tiempo para hacer ahora una demostración a fondo de
ambas cosas; pero, al menos, voy a exponer los rasgos fundamentales de la demostración de
la inmortalidad del alma, ya que, para negar la existencia de Dios, hace falta estar
enteramente desprovisto de sentido común.
En primer lugar, ¿existe nuestra alma? ¿Es del todo seguro e indiscutible que tenemos
un alma?
En absoluto, señores. Estamos tan seguros, y más, de la existencia del alma que la de
nuestro propio cuerpo. En absoluto, el cuerpo podría ser una ilusión del alma, pero el alma
no puede ser, de ninguna manera, una ilusión del cuerpo. Vamos a demostrarlo con un
triple argumento: ontológico, histórico y de teología natural.
1.º Argumento ontológico. Es un hecho indiscutible, de evidencia inmediata, que
pensamos cosas de tipo espiritual, inmaterial. Tenemos ideas clarísimas de cosas abstractas,
universales, que escapan en absoluto al conocimiento de los sentidos corporales internos os
externos. Tenemos idea clarísima de lo que es la bondad, la verdad, la belleza, la honradez,
la hombría de bien; lo mismo que de la maldad, la mentira, la fealdad, la villanía, la
delincuencia. Tenemos infinidad de ideas abstractas, enteramente ajenas a las cosas
materiales. Esas ideas no son grandes ni pequeñas, redondas ni cuadradas, dulces ni
amargas, azules ni verdes. Trascienden, en absoluto, todo el mundo de los sentidos. Son
ideas abstractas, señores. ¿Las ha visto alguien con los ojos? ¿Las ha captado con sus
oídos? ¿Las ha percibido con su olfato? ¿Las ha tocado con sus manos? ¿Las ha saboreado
con su gusto? Los sentidos no nos dicen absolutamente nada de esto, y, sin embargo, ahí
está el hecho indiscutible, clarísimo: tenemos ideas abstractas y universales. Luego, si
nosotros tenemos ideas abstractas, universales, irreductibles a la materia, o sea,
absolutamente espirituales, queda fuera de toda duda que hay en nosotros un principio
espiritual capaz de producir esas ideas espirituales. Porque, señores, es evidentísimo que
"nadie da lo que no tiene" y nadie puede ir más allá de lo que sus fuerzas le permiten. Los
sentidos corporales no pueden producir ideas espirituales porque lo espiritual trasciende
infinitamente al mundo de la materia y es absolutamente irreductible a ella. Luego, es
indiscutible que tenemos un principio espiritual capaz de producir ideas espirituales; y ese
principio espiritual es, precisamente, lo que llamamos alma.
Señores, el alma existe, es evidentísimo para el que sepa reflexionar un poco. Y es
evidentísimo que el alma es espiritual, porque de ella proceden operaciones espirituales, y
la filosofía más elemental enseña que "la operación sigue siempre al ser" y es de su misma
naturaleza: luego, si el alma produce operaciones espirituales, es porque ella misma es
espiritual.
Tenemos un alma espiritual. Pero esto equivale a decir que nuestra alma es
absolutamente simple, en el sentido profundo y filosófico de la palabra, porque todo lo
espiritual es absolutamente simple, aunque no todo lo simple sea espiritual. Todo español
es europeo, aunque no todo europeo es español. Lo espiritual es simple porque carece de
partes, ya que éstas afectan únicamente al mundo de la materia cuantitativa. Pero no todo lo
simple es espiritual, porque pueden los cuerpos compuestos descomponerse en sus
elementos simples sin rebasar los límites de la materia.
El alma es espiritual porque es independiente de la materia; y es absolutamente
simple, porque carece de partes. Pero un ser absolutamente simple es necesariamente
indestructible, porque lo absolutamente simple no se puede descomponer.
Examinad, señores, la palabra descomposición. ¿Qué significa esa palabra?
Sencillamente, desintegrar en sus elementos simples una cosa compuesta.
Luego, si llegamos a un elemento absolutamente simple, si llegamos a lo que
podríamos denominar "átomo absoluto", habríamos llegado a lo absolutamente
indestructible. El "átomo absoluto" es indestructible, señores. No me refiero al átomo
físico. Dentro del átomo físico, la moderna química ha descubierto todo un sistema
planetario. Son los electrones. La química moderna ha logrado desintegrar el átomo físico
en sus elementos más simples. Pero cuando se llega al "átomo absoluto" –que quizá no
pueda darse en lo puramente corporal–, se ha llegado a lo absolutamente indestructible.
Sencillamente, porque no se puede "descomponer" en elementos más simples. Sólo cabe la
aniquilación en virtud del poder infinito de Dios.
Ahora bien, éste es el caso del alma humana, señores. El alma humana, por el hecho
mismo de ser espiritual, es absolutamente simple, es como un "átomo absoluto" del todo
indescomponible, y, por consiguiente, es intrínsecamente inmortal.
El principio de nuestra vida espiritual, el alma, es por su propia naturaleza,
absolutamente, simple, indestructible, indescomponible: luego, es intrínsecamente
inmortal. Solamente Dios, que la ha creado, sacándola de la nada, podría destruirla
aniquilándola. Dios podría hacerlo, hablando en absoluto, pero sabemos con toda certeza,
porque lo ha revelado el mismo Dios, que no la destruirá jamás. Porque habiendo creado el
alma intrínsecamente inmortal, Dios respetará la obra de sus manos. La ha hecho Dios así y
la respetará eternamente tal como la ha hecho, no la destruirá jamás. Nuestra alma es, pues
intrínseca y extrínsecamente inmortal.
Además de este argumento ontológico profundísimo que deja por sí solo plenamente
demostrada la inmortalidad del alma, pueden invocarse todavía dos nuevos argumentos en
el plano meramente filosófico y puramente racional: uno de tipo histórico y otro de teología
natural. Veámoslo brevemente.
2.º Argumento histórico. Echad una ojead al mapa-mundi. Asomaos a todas las razas,
a todas las civilizaciones, a todas las épocas, a todos los climas del mundo. A los
civilizados y a los salvajes; a los cultos y a los incultos; a los pueblos modernos y a los de
existencia prehistórica. Recorred el mundo entero y veréis cómo en todas partes los
hombres –colectivamente considerados– reconocen la existencia de un principio superior.
Están totalmente convencidos de ello. Con aberraciones tremendas, desde luego, pero con
un convencimiento firme e inquebrantable.
Hay quienes ponen un principio del bien y otro del mal; ciertos salvajes adoran al sol;
otros, a los árboles; otros, a las piedras; otros, a los objetos más absurdos y extravagantes.
Pero todos se ponen de rodillas ante un misterioso más allá.
Señores, se ha podido decir con la historia de las religiones en las manos, que sería
más fácil encontrar un pueblo sin calles, sin plazas, sin casas, sin habitantes (o sea, un
pueblo quimérico y absurdo, porque un pueblo con tales características no ha existido ni
existirá jamás), que un pueblo sin religión, sin una firme creencia en la supervivencia de las
almas más allá de la muerte.
¿Os dais cuenta de la fuerza probativa de este argumento histórico? ¡Ah, señores!
Cuando la humanidad entera, de todas las razas, de todas las civilizaciones, de todos los
climas, de todas las épocas, sin haberse puesto previamente de acuerdo coincide, sin
embargo, de una manera tan absoluta y unánime en ese hecho colosal, hay que reconocer,
sin género alguno de duda, que esa creencia es un grito que sale de lo más íntimo de la
naturaleza racional del hombre; esa exigencia de la propia inmortalidad en un más allá,
procede del mismo Dios, que la ha puesto, naturalmente, en el corazón del hombre. Y eso
no puede fallar, eso es absolutamente infrustrable. Todo deseo natural y común a todo el
género humano, procede directamente del Autor mismo de la naturaleza, y ese deseo no
puede recaer sobre un objeto falso y quimérico, porque esto argüiría imperfección o
crueldad en Dios, lo cual es del todo imposible. El deseo natural de la inmortalidad prueba
apodícticamente, en efecto, que el alma es inmortal.
3.º Argumento de teología natural. No me refiero todavía a la fe. Estoy moviéndome
todavía en un plano puramente natural, puramente filosófico. Me refiero a la teología
natural, a eso que llamamos teodicea, o sea, a lo que puede descubrir la simple razón
natural en torno a Dios y a sus divinos atributos. ¿Qué nos dice esta rama de la filosofía con
relación a la existencia de un más allá? Que tiene que haberlo forzosamente, porque lo
exigen así, sin la menor duda, tres atributos divinos: la sabiduría, la bondad y la justicia de
Dios.
a) Lo exige la sabiduría, que no puede poner una contradicción en la naturaleza
humana. Como os acabo de decir, el deseo de la inmortalidad es un grito incontenible de la
naturaleza. Y Dios, que es infinitamente sabio, no puede contradecirse; no puede poner una
tendencia ciega en la naturaleza humana que tenga por resultado y por objeto final el vacío
y la nada. No puede ser. Sería una contradicción de tipo metafísico, absolutamente
imposible. Dios no se puede contradecir.
b) Lo exige también la bondad de Dios. Porque Dios ha puesto en nuestros propios
corazones el deseo de la inmortalidad. ¡Examinad, señores, vuestros propios corazones!
Nadie quiere morir; todo el mundo quiere sobrevivirse. El artista, por ejemplo, está soñando
en su obra de arte, para dejarla en este mundo después de su muerte, sobreviviéndose a
través de ella. Todo el mundo quiere sobrevivirse en sus hijos, en sus producciones
naturales o espirituales. Pero esto es todavía demasiado poco. Queremos sobrevivirnos
personalmente, tenemos el ansia incontenible de la inmortalidad. La nada, la destrucción
total del propio ser, nadie la quiere ni apetece. No puede descansar un deseo natural sobre
la nada, porque la nada es la negación total del ser, es la no existencia, y eso no es ni puede
ser apetecible. El deseo, o sea la tendencia afectiva de la voluntad, recae siempre sobre el
ser, sobre la existencia, jamás sobre la nada o el vacío. Todos tenemos este deseo natural de
la inmortalidad. Y la bondad de Dios exige que, puesto que ha sido Él quien ha depositado
en el corazón del hombre este deseo natural de inmortalidad, lo satisfaga plenamente. De lo
contrario, no habría más remedio que decir que Dios se había complacido en ejercitar sobre
el corazón del hombre una inexplicable crueldad, una especie de suplicio de Tántalo. Pero
esto sería impío, herético y blasfemo. Luego hay que concluir que Dios ha puesto en
nuestros corazones el deseo incoercible de la inmortalidad, porque, efectivamente, somos
inmortales.
c) Lo exige, finalmente, la justicia de Dios. Señores, muchas gentes se preguntan
asombradas: "¿Por qué Dios permite el mal? ¿Por qué permite que haya tanta gente
perversa en el mundo? ¿Por qué permite, sobre todo, que triunfen con tanta frecuencia los
malvados y sean oprimidos los justos?"
La contestación a esta pregunta es muy sencilla. ¿Sabéis por qué permite Dios tamaño
escándalo, injusticias tan irritantes? Pues porque hay un más allá en donde la virtud recibirá
su premio y el crimen su castigo merecido.
Un hombre tan poco sospechoso de clericalismo como Juan Jacobo Rousseau, en un
momento de sinceridad, llegó a escribir su famosa frase: "Si yo no tuviera otra prueba de la
inmortalidad del alma, de la existencia de premios y castigos en el otro mundo, que ver el
triunfo del malvado y la opresión del justo acá en la tierra, esto sólo me impediría ponerlo
en duda. Tan estridente disonancia en la armonía universal me empujaría a buscarle una
solución, y me diría: Para nosotros no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la
muerte."
¡Vaya si volverá, señores! ¡Vaya si volverá todo al orden más allá de esta vida! ¡En el
plano individual, en el familiar, en el social, en el internacional...!, todo volverá al orden
después de la muerte.
El vulgar estafador que, escudándose en un cargo político o en el prestigio de una
gran empresa o de un comercio en gran escala, se ha enriquecido rápidamente contra toda
justicia, acaso abusando del hambre y de la miseria ajena..., ¡que se apresure a disfrutar sin
frenos ni cortapisas de esas riquezas inicuamente adquiridas! Le queda ya poco tiempo,
porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y el joven pervertido, estudiante coleccionista de suspensos que se pasa las mañanas
en la cama, la tarde en el cine o en el fútbol y la noche en el cabaret o en el lupanar... Y la
muchacha frívola, la que vive únicamente para la diversión, para el baile, el teatro y la
novela; la que escandaliza a todo el mundo con sus desnudeces provocativas, con el
desenfado en el hablar, con su "despreocupación" ante el problema religioso, con..., ¡que
rían ahora, que gocen, que se diviertan, que beban hasta las heces la dorada copa del placer!
Ya les queda poco tiempo, porque no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la
muerte.
Y el casado que pone a su capricho limitación y tasa a la natalidad, contradiciendo
gravemente los planes del Creador. Y el marido infiel que le ha puesto un piso a una mujer
perversa que no es la suya. Y el padre que no se preocupa de la cristiana educación de sus
hijos y se hace responsable de sus futuros extravíos y, acaso, de la perdición eterna de sus
almas. Y tantos y tantos otros como viven completamente de espaldas a Dios, olvidados en
absoluto de sus deberes más elementales para con Él..., ¡pobrecitos!, ¡qué pena me dan!
Porque, por desgracia para ellos, no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la
muerte.
Y al revés. El obrero tuberculoso que siente que se le acaban las fuerzas por
momentos y se ve obligado, a pesar de todo, a seguir trabajando para prolongar un poco su
agonía con el mísero jornal que, al final de la semana, deposita en sus manos la injusticia de
una sociedad paganizada; la pobre viuda madre de ocho hijos, que no tiene un pedazo de
pan para calmarles el hambre..., ¡que no se desesperen! Si saben elevar sus ojos al cielo
para contemplarlo a través del cristal de sus lágrimas, pronto terminará su martirio: porque
no acaba todo con la vida; todo vuelve al orden con la muerte.
Y la joven obrera, llena de privaciones y miserias, y quizá calumniada y perseguida
porque no se doblegó ante la bestialidad ajena y prefiere morirse de hambre antes de
mancillar el lirio inmaculado de su pureza..., ¡que tenga ánimo y fortaleza para seguir
luchando hasta la muerte!, porque, para dicha y ventura suya, no acaba todo con la vida;
todo vuelve al orden con la muerte.
Todo vuelve al orden con la muerte. Lo exige así la justicia de Dios, que no puede
dejar impunes los enormes crímenes que se cometen en el mundo sin que reciban sanción ni
castigo alguno acá en la tierra, ni puede dejar sin recompensa las virtudes heroicas que se
practican en la oscuridad y el silencio sin que hayan obtenido jamás una mirada de
comprensión o de gratitud por parte de los hombres.
Pero además de estos argumentos de tipo meramente natural o filosófico tenemos,
señores, en la divina revelación la prueba definitiva o infalible de la existencia del más allá.
¡Lo ha revelado Dios! Y la tierra y el cielo, con todos sus astros y planetas, pasarán, pero la
palabra de Dios no pasará jamás.
La certeza sobrenatural de la fe es incomparablemente superior a todas las certezas
naturales, incluso a la misma certeza metafísica en la que no es posible el error. La certeza
metafísica es absoluta e infalible. Dios mismo, con toda su omnipotencia infinita, no podría
destruir una verdad metafísica. Dios mismo, por ejemplo, no puede hacer que dos y dos no
sean cuatro, o que el todo no sea mayor que una de sus partes. Tenemos de ello certeza
absoluta, metafísica, infalible; porque lo contrario envuelve contradicción, y lo
contradictorio no existe ni puede existir: es una pura quimera de nuestra imaginación. La
certeza metafísica es una certeza absolutamente infalible.
Pues bien: La certeza de fe supera todavía a la certeza metafísica. No porque la
certeza metafísica pueda fallar jamás, sino porque la certeza de fe nos da a beber el agua
limpia y cristalina de la verdad en la fuente o manantial mismo de donde brota –el mismo
Dios, Verdad Primera y Eterna, que no puede engañarse ni engañarnos–, mientras que la
certeza metafísica nos la ofrece en el riachuelo del discurso y de la razón humanas.
Las dos certezas nos traen la verdad absoluta, natural o sobrenaturalmente; pero la fe
vale más que la metafísica, porque su objeto es mucho más noble y porque está más cerca
de Dios.
Dios ha hablado, señores. Ha querido hacerse hombre, como uno cualquiera de
nosotros, para ponerse a nuestro alcance, hablar nuestro mismo idioma y enseñarnos con
nuestro lenguaje articulado el camino del cielo. Y ved lo que nos ha dicho:
"Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en Mí, aunque muera, vivirá." (Jn 11,
25)
"Estad, pues, prontos, porque a la hora que menos penséis vendrá el Hijo del
Hombre." (Lc 12, 40)
"No tengáis miedo a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla; temed
más bien a Aquel que puede perder el alma y el cuerpo en el infierno." (Mt 10, 28)
"¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?" (Mt 16, 26)
"Porque el Hijo del Hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y
entonces dará a cada uno según sus obras." (Mt 16, 27)
"E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna." (Mt 25, 46)
Lo ha dicho Cristo, señores, el Hijo de Dios vivo. Lo ha dicho la Verdad por esencia,
Aquél que afirmó de Sí mismo: "Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida." (Jn 16, 6) ¡Qué
gozo y qué satisfacción tan íntima para el pobre corazón humano que siente ansia y sed
inextinguible de inmortalidad! Nos lo asegura el mismo Dios: ¡somos inmortales! Llegará
un día en que nuestros cuerpos, rendidos de cansancio por las luchas de la vida, se
inclinarán hacia la tierra y descenderán al sepulcro, mientras el alma volará a la
inmortalidad. Cuando el leñador abate con su hacha el viejo árbol carcomido, el pájaro que
anidaba en sus ramas levanta el vuelo y se marcha jubiloso a cantar en otra parte. ¡Qué bien
lo sabe decir la liturgia católica en el maravilloso prefacio de difuntos! Con esa visión de
paz y de esperanza quiero terminar esta mi primera conferencia cuaresmal:
"Para tus fieles, Señor, la vida se cambia, pero no se quita; y al disolverse la casa de
esta morada terrena, se nos prepara en el cielo una mansión eterna."
Que así sea.


II EL TRÁNSITO AL MÁS ALLÁ
Planteábamos ayer, en el primer día de esta serie de conferencias cuaresmales, el
problema de los destinos eternos del hombre y demostrábamos la existencia del más allá a
la luz de la simple razón natural, y, sobre todo, a la luz sobrenatural de la fe apoyada
directamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. Hay un más allá
después de esta vida.
Esta tarde vamos a dar un paso más. Y vamos a hablar del momento de transición, del
salto al más allá, de la hora decisiva de la muerte. Sé muy bien que este tema resulta muy
antipático a la inmensa mayoría de la gente. "¡Por Dios!, padre: háblenos usted de lo que
quiera menos de la muerte. La muerte es una cosa muy triste y desagradable. Háblenos de
cualquier otra cosa, pero deje ese asunto tan trágico."
Esta es una actitud insensata, señores, una actitud suicida y anticristiana. ¡Si dejando
de pensar en la muerte pudiéramos alejarla de nosotros...! Pero vendrá, sin falta, en el
momento que Dios nuestro Señor ha fijado para nosotros desde toda la eternidad: tanto si
pensamos en ella como si dejamos de pensar. Y como resulta que ese momento es el más
importante de nuestra existencia, porque es el momento decisivo del que depende nada
menos que nuestra eternidad, vale la pena dejar a un lado sentimentalismos absurdos y
plantearse con seriedad este tremendo problema de la transición al más allá.
Ayer os decía que se disputaban el mundo dos concepciones antagónicas de la vida:
la concepción materialista, que niega la existencia del más allá y no piensa sino en reír,
gozar y divertirse, y la concepción espiritualista, que, proclamando la realidad de un más
allá, se preocupa de vivir cristianamente, teniendo siempre a la vista la divina sentencia de
Nuestro Señor Jesucristo: "¿Qué le aprovecha al hombre ganar el mundo entero si al cabo
pierde su alma para toda la eternidad?".
Pues así como hay dos concepciones de la vida, también hay dos concepciones de la
muerte. La concepción pagana, la concepción materialista, que ve en ella el término de la
vida, la destrucción de la existencia humana, la que, por boca de un gran orador pagano,
Cicerón, ha podido decir: "La muerte es la cosa más terrible entre las cosas terribles"
(omnium terribilium, terribilissima mors); y la concepción cristiana, que considera a la
muerte como un simple tránsito a la inmortalidad.
Porque, señores, a despecho de la propia palabra, aunque parezca una paradoja y una
contradicción, la muerte no es más que el tránsito a la inmortalidad.
Qué bien lo supo comprender nuestra incomparable Santa Teresa de Jesús cuando
decía:
Ven, muerte, tan escondida
que no te sienta venir,
porque el gozo de morir
no me vuelva a dar la vida.
Tengo la pretensión, señores, de presentaros esta tarde una visión simpática y
atractiva de la muerte. La muerte, para el pagano, es "la cosa más terrible entre todas las
cosas terribles", tenía razón el gran orador romano. Pero para el cristiano es el tránsito a la
inmortalidad, la entrada en la vida verdadera. Contemplada con ojos cristianos, la muerte
no es una cosa trágica, no es una cosa terrible, sino al contrario, algo muy dulce y atractivo,
puesto que representa el fin del destierro y la entrada en la patria verdadera.
Vamos a ver, en primer lugar, señores, las características generales de este gran
fenómeno de la muerte. Son tres, principalmente: ciertísima en su venida, insegura en sus
circunstancias y única en la vida. Vamos a comentarlas un poquito.
Ante todo es ciertísima en su venida.
Señores, la historia de la filosofía coincide con la historia de las aberraciones
humanas. ¡Cuántos absurdos se han llegado a decir en el mundo en nombre de la ciencia y
de la filosofía! Y, sin embargo, está todavía por nacer un hombre tan insensato que se haya
forjado la ilusión de que él no va a morir. No ha habido ningún hombre tan estúpido que
haya lanzado la siguiente afirmación: "Yo viviré eternamente sobre la tierra; yo no moriré
jamás."
¡Pero si lo estamos viendo todos los días...! La muerte es un fenómeno que
diariamente contemplamos con los ojos y tocamos con las manos. Cuando vamos al
cementerio, estamos plenamente convencidos de la verdad de aquella inscripción que
leemos en cualquiera de las losas funerarias: Hodie mihi, cras tibi ("hoy me ha tocado a mí,
pero mañana te tocará a ti.") Lo estamos viendo todos los días. No solamente los ancianos o
los enfermos decrépitos, hasta los jóvenes se mueren con frecuencia en la plenitud de su
juventud en la primavera de su vida. Nadie puede hacerse ilusiones, nadie se escapará de la
muerte. No vale alegar argumentos, es inútil invocar el cargo o la posición social. No les
aprovechó para nada la tiara a los Papas, ni el cetro a los reyes o emperadores, ni el poder a
Napoleón o a Alejandro Magno, ni las riquezas a Creso, ni la sabiduría a Salomón. Todos
rindieron su tributo a la muerte:
San Pablo decía: Quotidie morior ("todos los días muero un poco"). Él se refería al
desgaste que experimentaba por el celo y solicitud de las Iglesias encomendadas a su
cuidado; pero esto mismo podremos repetir nosotros en cualquier momento de nuestra vida:
todos los días morimos un poco. Los sufrimientos, las enfermedades, el aire que
respiramos, los alimentos que ingerimos, el frío, el calor, el desgaste de la vida diaria nos
van matando poco a poco. Todos los días morimos un poquito: quotidie morior, hasta que
llegará un momento en que moriremos del todo.
No hace falta insistir en este hecho tan claro. La certeza de la muerte es tan absoluta,
que nadie se ha forjado jamás la menor ilusión. Moriremos todos, irremediablemente todos.
Dios no hizo la muerte, señores. La muerte entró en el mundo por el pecado.
¡Qué maravilloso el plan de Dios sobre nuestros primeros padres en el Paraíso
terrenal! Además de elevarlos al orden sobrenatural de la gracia, les enriqueció con tres
dones preternaturales verdaderamente magníficos: el de inmortalidad, en virtud del cual no
debían morir jamás; el de impasibilidad, que les hacía invulnerables al dolor y al
sufrimiento, y el de integridad, que les daba el control absoluto de sus propias pasiones,
perfectamente dominadas y gobernadas por la razón. ¡Ah!, pero cometieron el crimen del
pecado original, y, en castigo del mismo, Dios les retiró esos tres dones preternaturales
juntamente con la gracia y las virtudes infusas. Y, al desaparecer el privilegio gratuito de la
inmortalidad, el cuerpo, que es de suyo corruptible, quedó ipso facto condenado a la
muerte. He aquí, señores, de qué manera la muerte es un castigo del pecado; y como todos
somos pecadores, nadie absolutamente se escapará de esta ley inexorable: ciertamente
moriremos todos.
Pero si la muerte es ciertísima en su venida, es muy incierta e insegura en su hora y
en sus circunstancias.
Podemos catalogar y dividir las distintas clases de muerte en cuatro fundamentales:
muerte natural, prematura, violenta y repentina.
¿A qué llamamos muerte natural? A la que sobreviene por mera consunción y
desgaste, sin enfermedad alguna que la produzca directamente. Se pregunta, a veces, la
gente: "¿De qué ha muerto fulano de tal? No lo sabe nadie, ni siquiera el médico. ¿Cuántos
años tenía? Noventa y dos".
Señores, está claro: ha muerto de muerte natural, de senectud, de vejez. No se
necesita nada más.
Pero, a veces, ocurre todo lo contrario. Es una muerte prematura. En la flor de la
juventud, en la primavera de la vida... ¡Cuántos jóvenes se mueren! No ya por accidentes
imprevistos –por un disparo casual, por un atropello de automóvil, etc.–, sino por simple
enfermedad, en su cama, se mueren también los jóvenes. No con tanta frecuencia, pero se
mueren también. En el Evangelio tenemos algunos casos: el hijo de la viuda de Naím y el
de la hija de Jairo. En plena juventud, en la primavera de la vida, se les cortó el hilo de la
existencia: muerte prematura. Las familias que hayan tenido que sufrir este rudo golpe, que
llega a lo más íntimo del alma, levanten sus ojos al cielo y adoren los designios
inescrutables de la providencia de Dios. Él sabe por qué lo llevó allá. Acaso para que su
pureza y su candor no se agostaran algún día en el clima abrasador del mundo. Dios les
reclamó para Sí, y allá arriba nos esperan llenos de radiante felicidad.
Otras veces sobreviene la muerte de una manera violenta. Un agente extrínseco,
completamente imprevisto, nos arrebata la vida en el momento menos pensado. Y unos
perecen atropellados por un camión; otros, ahogados en el mar; otros, fulminados por un
rayo; otros, en un choque de trenes; otros, al estrellarse el avión en que viajaban; otros... No
es posible enumerar todas las clases de muertes violentas que pueden arrebatarnos la
existencia en el momento menos pensado. Un momento antes, llenos de salud y de vida, un
momento después, cadáver. ¡A cuántos les ha ocurrido así!
La cuarta clase de muerte es la repentina. No es lo mismo muerte violenta que muerte
repentina. Muerte violenta, como hemos dicho, es la producida por un agente extrínseco a
nosotros, como cualquiera de esos que acabo de enumerar. Muerte repentina, por el
contrario, es la que sobreviene por una causa intrínseca que llevamos ya dentro de nosotros
mismos. Por ejemplo, una hemorragia cerebral, un aneurisma, un colapso cardíaco, una
angina de pecho pueden producirnos una muerte inesperada e instantánea. Cuando menos
lo esperamos: hablando, comiendo, paseando, podemos caer como fulminados por un rayo,
He ahí la muerte repentina.
¿Cuál será la nuestra? Nadie puede contestar a esta pregunta. Para muchos de
nosotros ya no es posible una muerte prematura. Ya no moriremos en plena juventud. Pero
¿cuál de las otras tres, la violenta, la repentina o la natural en plena vejez, será la nuestra?
Nadie en absoluto nos lo podría decir, sino únicamente Dios. Estemos siempre preparados,
porque aunque es ciertísimo que hemos de morir, es insegura la hora y las circunstancias de
nuestra muerte.
Pero lo más serio del caso, señores, es que moriremos una sola vez. Lo dice la
Sagrada Escritura y lo estamos viendo todos los días con nuestros ojos. Nadie muere más
que una sola vez. Es cierto que ha habido alguna excepción en el mundo. Ha habido
quienes han muerto dos veces. En el Evangelio, por ejemplo, tenemos tres casos,
correspondientes a los tres muertos que resucitó Nuestro Señor Jesucristo. Santo Domingo
de Guzmán, el glorioso fundador de la Orden a la que tengo la dicha de pertenecer, resucitó
también tres muertos. San Vicente Ferrer y otros muchos Santos hicieron también este
milagro estupendo. Pero estas excepciones milagrosas son tan raras, que no pueden tenerse
en consideración ante la ley universal de la muerte única. Moriremos una sola vez. Y en esa
muerte única se decidirán, irrevocablemente, nuestros destinos eternos. Nos lo jugamos
todo a una sola carta. El que acierte esa sola vez, acertó para siempre; pero el que se
equivoque esa sola vez, está perdido para toda la eternidad. Vale la pena pensarlo bien y
tomar toda clase de medidas y precauciones para asegurarnos el acierto en esa única y
suprema ocasión. Yo quisiera, señores, haceros reflexionar un poco en torno a la
preparación para la muerte.
Podemos distinguir dos clases de preparación: una, remota, y otra, próxima.
Llamo yo preparación remota la de aquel que vive siempre en gracia de Dios. Al que
tiene sus cuentas arregladas ante Dios, al que vive habitualmente en gracia, puede
importarle muy poco cuáles sean las circunstancias y la hora de su muerte, porque en
cualquier forma que se produzca tiene completamente asegurada la salvación eterna de su
alma. Esta es la preparación remota.
Preparación próxima es la de aquel que tiene la dicha de recibir en los últimos
momentos de su vida los Santos Sacramentos de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por
Viático. Extremaunción, e, incluso, los demás auxilios espirituales: la bendición Papal, la
indulgencia plenaria y la recomendación del alma. Esta es la preparación próxima.
Combinando y barajando estas dos clases de preparación podemos encontrar hasta
cuatro tipos distintos de muerte: sin preparación próxima ni remota; con preparación
remota, pero no próxima; con preparación próxima, pero no remota, y con las dos
preparaciones.
Vamos a examinarlas una por una.
Primer tipo de muerte. – Sin preparación próxima ni remota, o sea, ausencia total de
preparación. Es la muerte de los grandes impíos, de los grandes incrédulos, de los grandes
enemigos de la Iglesia; la muerte de los que no se han contentado con ser malos, sino que
además han sido apóstoles del mal, han sembrado semillas de pecado, han procurado
arrastrar a la condenación al mayor número posible de almas.
Estos no han tenido preparación remota: han vivido siempre en pecado mortal. Y, por
una consecuencia lógica y casi inevitable, suelen morir también sin preparación próxima,
obstinados en su maldad. Porque, por lo general, señores, salvo raras excepciones, la
muerte no es más que un eco de la vida. Tal como es la vida, así suele ser la muerte. Si el
árbol está francamente inclinado hacia la derecha, o francamente inclinado hacia la
izquierda, lo corriente y normal es que, al caer tronchado por el hacha, caiga, naturalmente,
del lado a que está inclinado. Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. La de
los grandes impíos, la de los grandes herejes, la de los grandes enemigos de la Iglesia.
Esta fue la muerte de Voltaire, el de las grandes carcajadas: "Ya estoy cansado de oír
que a Cristo le bastaron doce hombres para fundar su Iglesia y conquistar el mundo. Voy a
demostrar que basta uno solo para destruir la Iglesia de Cristo".
¡Pobrecito! Él sí que quedó destruido.
Escuchad. Os voy a leer la declaración del médico Mr. Tronchin, protestante, que
asistió en su última enfermedad al patriarca de los incrédulos. Va a decirnos él,
personalmente, lo que vio:
"Poco tiempo antes de su muerte, Mr. Voltaire, en medio de furiosas agitaciones,
gritaba furibundamente: Estoy abandonado de Dios y de los hombres. Se mordía los dedos,
y echando mano a su vaso de noche, se lo bebió. Hubiera querido yo que todos los que han
sido seducidos por sus libros hubieran sido testigos de aquella muerte. No era posible
presenciar semejante espectáculo".
La Marquesa de la Villete, en cuya casa murió Voltaire y que presenció sus últimos
momentos, escribe textualmente:
"Nada más verdadero que cuanto Mr. Tronchin –el médico, cuya declaración acabo
de leer– afirma sobre los últimos instantes de Voltaire. Lanzaba gritos desaforados, se
revolvía, se le crispaban las manos, se laceraba con las uñas. Pocos minutos antes de
expirar llamó al abate Gaultier. Varias veces quiso hicieran venir a un ministro de
Jesucristo. Los amigos de Voltaire, que estaban en casa, se opusieron bajo el temor de que
la presencia de un sacerdote que recibiera el postrer suspiro de su patriarca derrumbara la
obra de su filosofía y disminuyera sus adeptos. Al acercarse el fatal momento, una
redoblada desesperación se apoderó del moribundo. Gritaba que sentía una mano invisible
que le arrastraba ante el tribunal de Dios. Invocaba con gritos espantosos a aquel Cristo que
él había combatido durante toda su vida; maldecía a sus compañeros de impiedad; después,
deprecaba o injuriaba al cielo una vez tras otra; finalmente, para calmar la ardiente sed que
le devoraba, llevóse su vaso de noche a la boca. Lanzó un último grito y expiró entre la
inmundicia y la sangre que le salía de la boca y de la nariz".
Esta es la muerte sin preparación próxima ni remota. Y conste, señores, que yo no
afirmo la condenación de Voltaire; yo no digo que esté en el infierno. La Iglesia no lo ha
dicho jamás. No sabemos lo que pudo ocurrir un segundo antes de separarse el alma del
cuerpo, cuando se había producido ya el fenómeno de la muerte aparente. Pero sabemos lo
que pasó en los últimos momentos visibles de su vida, puesto que lo presenciaron los
testigos que acabo de citar. Si está en el infierno o no, eso no lo podemos asegurar, puesto
que la Iglesia no lo ha dicho jamás. Pero, ¡qué terrible manera de comparecer ante Dios:
sin preparación próxima ni remota!
Segunda manera de morir: con preparación próxima, pero no remota. ¿Qué significa
esto? El que vive habitualmente en pecado mortal, no tiene preparación remota; pero, por la
infinita misericordia de Dios, a veces ocurre que muere con preparación próxima. Uno que
ha vivido en la impiedad, incluso que ha combatido a la Iglesia, puede ocurrir –y ocurre a
veces, porque la misericordia de Dios es infinita– que a la hora de la muerte, cuando ve
ante sus ojos el espantoso abismo en que se va a sumergir para toda la eternidad, movido
por la divina gracia, se vuelve a Dios con un sincero y auténtico arrepentimiento que le vale
la salvación eterna de su alma. Puede ocurrir y ha ocurrido de hecho muchas veces, por la
infinita misericordia de Dios.
Pero ¡pobre del que confíe en eso para vivir mientras tanto tranquilamente en pecado!
¡Pobre de él! Ese tal trata de burlarse de Dios, y el apóstol San Pablo nos advierte
expresamente que Deus non irridetur: de Dios nadie se ríe. El que ha vivido mal por
irreflexión, atolondramiento o ligereza, puede ser que a la hora de la muerte Dios tenga
compasión de él y le dé la gracia del arrepentimiento. Pero el que ha vivido mal,
precisamente confiado y apoyado en la misericordia de Dios, confiado y apoyado en que a
la hora de la muerte tendrá tiempo de arrepentirse y salvarse, y, mientras tanto, sigue
pecando tranquilamente, ese trata de burlarse de Dios, y pagará bien cara su loca temeridad
y su incalificable osadía.
Sean pocos o muchos los que se salvan, ese que trata de robar el cielo después de
haberse reído de Dios, es indudable que será uno de los pocos o muchos que se condenen.
¡Ese se pierde para toda la eternidad!
Tercera manera de morir: con preparación remota, pero no próxima. No juguemos
con fuego. Tengamos al menos la preparación remota, por si acaso Dios no nos concede la
preparación próxima. Con la preparación remota, tenemos asegurada la salvación del alma;
y para eso basta con que vivamos sencillamente en gracia de Dios. Si vivimos siempre en
gracia de Dios, si en cualquier momento de nuestra vida tenemos bien ajustadas nuestras
cuentas con Dios, si tenemos ese tesoro infinito que se llama la gracia santificante, nos
puede importar muy poco la manera, el modo y las circunstancias de nuestra muerte. Es
muy de desear –y hay que pedírselo con toda el alma a Dios– que nos conceda también la
preparación próxima; pero, al menos, si tenemos la remota, lo tenemos asegurado todo.
Tomemos esta determinación, señores, en estos días de conferencias cuaresmales. Es
preciso formar algún propósito concreto para toda nuestra vida, porque, de lo contrario,
estas luces que ahora nos da Dios, no serían más que un castillo de fuegos artificiales, una
llamada fugaz y transitoria. Es preciso que tomemos determinaciones para toda nuestra
vida, señores. Y una de las más fundamentales tiene que ser ésta: en adelante no voy a
cometer jamás la tremenda imprudencia de acostarme una sola noche en pecado mortal,
porque puedo amanecer en el infierno.
Reflexionad un instante: ¿quién de vosotros se atrevería a acostarse una noche con
una víbora venenosa en la cama? Hasta que no le aplastaseis la cabeza no podríais conciliar
el sueño: es cosa clara y evidente. Y son legión los que tienen una víbora venenosa en su
alma, los que viven habitualmente en pecado mortal con gravísimo peligro de hundirse para
siempre en el abismo eterno, ¡y ríen, y gozan, y se divierten! Y por la noche se acuestan
tranquilamente en pecado mortal y logran conciliar el sueño como si no les amenazara daño
alguno. Señores, ¿es que son malos? Tal vez no. Puede que no lo sean en el fondo. Pero es
indudable que son atolondrados, irreflexivos, inconscientes; es indudable que no piensan,
que no se dan cuenta del tremendo peligro que pende sobre sus cabezas a manera de espada
de Damocles. En el momento menos pensado puede rompérsele el hilo de la vida y se
hunden para siempre en el abismo. Vivamos siempre en gracia de Dios y pidámosle al
Señor nos conceda también la preparación próxima para la muerte.
Porque ésa es la cuarta manera de morir y la que hemos de procurar con todos los
medios a nuestro alcance: con la doble preparación. Con la preparación remota del que ha
vivido cristianamente, siempre en gracia de Dios, y con la preparación próxima del que a la
hora de la muerte corona aquella vida cristiana con la recepción de los Santos Sacramentos
y de los auxilios espirituales de la Iglesia: Penitencia, Eucaristía por Viático,
Extremaunción, recomendación del alma, bendición papal.
Preparación próxima y preparación remota. Es la muere envidiable de los Santos, de
la que dice la Sagrada Escritura que es preciosa delante del Señor: Pretiosa in conspectu
Domini mors sanctorum ejus.
Los Santos que han vivido intensamente estas ideas, no solamente no temían la
muerte, sino que la llamaban y deseaban con toda su alma para volar al cielo. Porque la
muerte cristiana, señores, tiene las siguientes sublimes características que la hacen
infinitamente deseable y atractiva: morir en Cristo, morir con Cristo y morir como Cristo.
En primer lugar, morir en Cristo. ¿Qué significa morir en Cristo? Significa morir
cristianamente, con la gracia santificante en nuestra alma, que nos da derecho a la herencia
infinita del cielo.
¡Qué burla y qué sarcasmo, señores, cuando en los grandes cementerios de las
modernas ciudades se ponen sobre las tumbas de los grandes impíos aquellos epitafios
rimbombantes: "Aquí yace un gran guerrero, un gran artista, un gran literato, un gran
emperador"! ¡Pero los ángeles de la guarda que están velando el sueño de los justos son los
únicos que pueden leer el verdadero y auténtico epitafio de muchas de aquellas tumbas que
el mundo venera: "Aquí yace un condenado para toda la eternidad"!
Ojalá que a cada uno de nosotros se nos pueda poner este sencillo epitafio, pero
auténtico, que refleje la verdad: "Murió cristianamente, con la gracia de Dios en su
corazón". Y que se lleven los mundanos los mausoleos espléndidos, las flores que para
nada sirven, los homenajes póstumos que nada remedian, las sesiones necrológicas, los
ridículos "minutos de silencio...", ¡que se lo lleven todo los mundanos! A nosotros nos
basta con morir cristianamente: nada más.
¡Morir cristianamente! ¿Sabéis lo que eso significa?
En primer lugar, es el término del combate. En este mundo estamos librando todos
una tremenda batalla –lo dice la Sagrada Escritura– contra los tres enemigos del alma:
mundo, demonio y carne. Estamos librando un combate. Pero llega la hora de la muerte, y
si tenemos la dicha de morir cristianamente, nos convertimos en el soldado que termina
victorioso la batalla y se ciñe para siempre el laurel de la victoria. En el labrador, que
después de haber regado tantas veces la tierra con el sudor de su frente, recoge los frutos de
la espléndida y ubérrima cosecha. En el enfermo, que ve terminados para siempre sus
sufrimientos y entra para siempre en la región de la salud y de la vida. ¡Qué bien lo sabe
decir la Iglesia Católica cuando pronuncia sobre el cristiano que acaba de expirar aquella
fórmula sublime: Requiescat in pace: "Descansa en paz"!
En segundo lugar, la muerte cristiana es la arribada al puerto de seguridad.
En este mundo no podemos estar seguros. Absolutamente nadie. Ni el Soberano
Pontífice, ni los mismos Santos mientras vivían acá en la tierra: nadie puede estar seguro de
que morirá cristianamente. Dice el Concilio de Trento que, a menos de una revelación
especial de Dios, nadie puede saber con seguridad si se salvará o si se condenará; si recibirá
de Dios el don sublime de la perseverancia final, o si lo dejará de recibir. No lo podemos
saber. Es un interrogante angustioso que está suspendido sobre nuestras cabezas. Ni los
Santos estaban seguros de sí mismos. Porque, aunque ahora seamos buenos, aunque
estemos ahora en gracia de Dios, ¿qué será de nosotros dentro de diez años, dentro de
veinte, y, sobre todo, a la hora de nuestra muerte? Es un misterio, no lo podemos saber.
¡Ah!, pero cuando se muere cristianamente, es el ruiseñor que rompe para siempre los
hierros de su jaula y vuela jubiloso a la enramada. Es el náufrago, que después de haber
luchado contra las olas embravecidas que amenazaban tragarle hasta el fondo del océano,
salta por fin a las playas eternas. Es la caravana, que después de haber atravesado las arenas
abrasadoras del desierto, llega por fin al risueño y fresco oasis. Es la nave que llega al
puerto después de peligrosa travesía. Es emerger de la penumbra del valle y bañarse para
siempre en océanos de clarísima luz en lo alto de la montaña. El alma del que muere
cristianamente queda confirmada en gracia, ya no puede perder a Dios, ya tiene asegurada
para siempre la felicidad eterna.
Por eso la muerte cristiana es la entrada en la vida verdadera. ¡Cuánta pobre gente
equivocada, que ha vivido y respirado el ambiente del mundo y está completamente
convencida de que esta vida es la vida verdadera, la que hay que conservar a todo trance!
¡Qué tremenda equivocación!
¡Esta vida no es la vida! Un filósofo pagano exclamaba con angustia: "Ningún sabio
satisface – esta duda que me hiere–: ¿es el que muere el que nace –o es el que nace el que
muere–?"
No sabía contestar esa pregunta porque carecía de las luces de la fe. Pero a su brillo
deslumbrante, ¡qué fácil es contestar a ella!
Que se lo pregunten a San Pablo y les dirá: "Estoy deseando morir para unirme con
Cristo".
Pregúntenlo a Santa Teresa de Jesús y les contestará con sublime inspiración:
"Aquella vida de arriba, que es la vida verdadera –hasta que esta vida muera–, no se
alcanza estando viva..." O quizá de esta otra forma: "Vivo sin vivir en mí –y tan alta vida
espero– que muero porque no muero".
Que se lo digan a Santa Teresita de Lisieux, la Santa más grande de los tiempos
modernos, en frase del inmortal Pontífice San Pío X. Cuando la angelical florecilla del
Carmelo estaba para exhalar su último suspiro, el médico que la asistía le preguntó: "¿Está
vuestra caridad resignada para morir?" Y la santita, abriendo desmesuradamente sus ojos,
llena de asombro, le contestó: "¿Resignada para morir? Resignación se necesita para vivir,
pero ¡para morir! Lo que tengo es una alegría inmensa".
Los Santos, señores, tenían razón. No estaban locos. Veían, sencillamente, las cosas
tal como son en realidad. La inmensa mayoría de los hombres no las ven así. No se dan
cuenta de que están haciendo un viaje en ferrocarril y no se preocupan más que del vagón
en el que están haciendo la travesía: el negocio, el porvenir humano, el aumento del capital.
Todo eso que tendrán que dejar dentro de unos años, acaso dentro de unos cuantos días
nada más. No se dan cuenta de que el ferrocarril de la vida va devorando kilómetros y más
kilómetros, y en el momento en que menos lo esperen, el silbato estridente de la locomotora
les dará la terrible noticia: estación de llegada. Y al instante, sin un momento de tregua,
tendrán que apearse del ferrocarril de la vida y comparecer delante de Dios. Entonces
caerán en la cuenta de que esta vida no es la vida. Ojalá lo adviertan antes de que su error
no tenga ya remedio para toda la eternidad.
La segunda característica de la muerte cristiana es morir con Cristo. ¿Qué significa
esto? Significa exhalar el último suspiro después de haber tenido la dicha inefable de recibir
a Jesucristo Sacramentado en el corazón.
¡El Viático! ¡Qué consuelo tan inefable produce en el alma cristiana el simple
recuerdo del Viático! La Eucaristía es un milagro de amor, de sublime belleza y poesía en
cualquier momento de la vida. Pero la Eucaristía por Viático es el colmo de la dulzura, de
la suavidad y de la misericordia de Dios. Poder recibir en el corazón a Jesucristo
Sacramentado en calidad de Amigo y de Buen Pastor momentos antes de comparecer ante
Él como Juez Supremo de vivos y muertos, es de una belleza y de una emoción
indescriptibles. ¡Qué paz, qué dulzura tan inefable se apodera del pobre enfermo al abrazar
en su corazón a su gran Amigo, que viene a darle la comida para el camino –que eso
significa la palabra Viático– y ayudarle amorosamente en el supremo tránsito a la
eternidad! Cuando desde lo íntimo de su alma, el pobre pecador le pide perdón a su Dios
por última vez, antes de comparecer ante Él, sin duda alguna que Nuestro Señor Jesucristo,
que vino a la tierra precisamente a salvar lo que había perecido (Mt, 18, 11) y en busca de
los pobres pecadores (Mt 9, 13) le dará al agonizante la seguridad firmísima de que la
sentencia que instantes después pronunciará sobre él será de salvación y de paz.
¡Y que una cosa tan bella y sublime como el Viático estremezca de espanto a la
inmensa mayoría de los hombres, incluso entre los cristianos y devotos! Son innumerables
los crímenes a que ha dado lugar tamaña insensatez y locura. ¡Cuántos desgraciados
pecadores se han precipitado para siempre en el infierno porque su familia cometió el
gravísimo crimen de dejarles morir sin Sacramentos por el estúpido y anticristiano pretexto
de no asustarles! Este verdadero crimen es uno de los mayores pecados que se pueden
cometer en este mundo, uno de los que con mayor fuerza claman venganza al cielo. ¡Ay de
la familia que tenga sobre su conciencia este crimen monstruoso! El Viático no empeora al
enfermo, sino, al contrario, le reanima y conforta, hasta físicamente, por redundancia
natural de la paz inefable que proporciona a su alma. Pero, aún suponiendo que por el
ambiente anticristiano que se respira por todas partes en el mundo de hoy, asustara un poco
al enfermo la noticia de que tiene que recibir el Viático, ¿y qué? ¿No es mil veces preferible
que vaya al cielo después de un pequeño o de un gran susto, antes que, sin susto alguno,
descienda tranquilamente al infierno para toda la eternidad? ¡Y qué cosa tan evidente y
sencilla no la vean tantísimos malos cristianos que cometen la increíble insensatez y el
enorme crimen de dejar morir como un perro a uno de sus seres queridos! Gravísima
responsabilidad la suya, y terrible la cuenta que tendrán que dar a Dios por la condenación
eterna de aquella desventurada alma a la que no quisieron "asustar".
Escarmentad todos en cabeza ajena. Advertid a vuestros familiares que os avisen
inmediatamente al caer enfermos de gravedad. La recepción del Viático por los enfermos
graves es un mandamiento de la Santa Madre Iglesia, que obliga a todos bajo pecado
mortal, lo mismo que el de oír Misa los domingos o cumplir el precepto pascual. Y como la
mejor providencia y precaución es la que uno toma sobre sí mismo, procurad vivir siempre
en gracia de Dios y llamad a un sacerdote por vuestra propia cuenta –sin esperar el aviso de
vuestros familiares– cuando caigáis enfermos de alguna consideración.
La tercera característica de la muerte cristiana es morir como Cristo. ¿Cómo murió
Nuestro Señor Jesucristo? Mártir del cumplimiento de su deber. Había recibido de su
Eterno Padre la misión de predicar el Evangelio a toda criatura y de morir en lo alto de una
cruz para salvar a todo el género humano, y lo cumplió perfectamente, con maravillosa
exactitud. Precisamente, cuando momentos antes de morir contempló en sintética mirada
retrospectiva el conjunto de profecías del Antiguo Testamento que habían hablado de Él,
vio que se habían cumplido todas al pie de la letra, hasta en sus más mínimos detalles. Y
fue entonces cuando lanzó un grito de triunfo: ¡Consumatum est, todo está cumplido!
¡Qué dicha la nuestra, señores, si a la hora de la muerte podemos exclamar también:
"He cumplido mi misión en este mundo, he cumplido la voluntad adorable de Dios"!
Cierto que no podremos decirlo del mismo modo que Nuestro Señor Jesucristo.
Cierto que todos somos pecadores y hemos tenido, a lo largo de la vida, muchos momentos
de debilidad y cobardía. Cierto que hemos ofendido a Dios y nos hemos apartado de sus
divinos preceptos por seguir los antojos del mundo o el ímpetu de nuestras pasiones. Pero
todo puede repararse por el arrepentimiento y la penitencia. Estamos a tiempo todavía.
¡Muchacho que me escuchas! Feliz de ti si a la hora de la muerte, acordándote de tus
años mozos, puedes decir ante tu propia conciencia: "Lo cumplí. ¡Cuánto me costó resolver
el problema de la pureza! Mi sangre joven me hervía en las venas, pero fui valiente y
resistí. Invoqué a la Virgen, huí de los peligros, comulgué diariamente, ejercité mi
voluntad, se lo pedí ardientemente a Dios... Y ahora muero tranquilo, ofreciéndole a Dios el
lirio de mi pureza juvenil".
¡Padre de familia! Me hago cargo perfectamente. Cuesta mucho el cumplimiento
exacto de los deberes matrimoniales: aceptar todos los hijos que Dios mande, educarles
cristianamente, guardar fidelidad inviolable al otro cónyuge, cumplir exactamente las
obligaciones del propio estado. Pero recuerda que estamos en este mundo como huéspedes
y peregrinos, que "no tenemos aquí ciudad permanente, sino que vamos en busca de la que
está por venir" (Hebr 13, 14) ¡Levanta tus ojos al cielo! Y, aunque te cueste ahora un
sacrificio, cumple íntegramente con tu deber, para poder morir tranquilo cuando te llegue la
hora suprema.
¡Comerciante, financiero, industrial, hombre de negocios! El dinero es una terrible
tentación para la mayoría de los hombres. Pero acuérdate de que no podrás llevarte más allá
del sepulcro un solo céntimo: lo tendrás que dejar todo del lado de acá. ¡Gana, si es preciso,
la mitad o la tercera parte de lo que ganas ahora, pero gánalo honradamente! Que no tengas
que lamentarlo a la hora de la muerte –cuando es tan difícil reparar el daño causado y
restituir el dinero mal adquirido– y puedas decir, por el contrario: "me costó mucho, pero
hice ese sacrificio; muero tranquilo; he cumplido con mi deber".
Permitidme que os refiera un recuerdo personal, y termino. Tengo actualmente mi
residencia habitual en el glorioso convento de San Esteban, de Salamanca. En la actualidad
somos más de doscientos religiosos, la mayoría de ellos jóvenes estudiantes en nuestra
Facultad de Teología que allí funciona. Pero en él está instalada también la enfermería
general de la provincia dominicana de España. Allí vienen los padres ancianitos a esperar
tranquilamente el fin de sus días, después de una vida consagrada enteramente al servicio
de Dios y salvación de las almas. He visto morir a muchos de ellos. He presenciado,
también, la muerte de religiosos jóvenes, que morían alegres en plena primavera de la vida
porque se iban al cielo para siempre. Y os confieso, señores, que las emociones más hondas
e intensas de mi vida religiosa son las que he experimentado junto al lecho de nuestros
moribundos. ¡Cómo mueren los religiosos dominicos, señores! Supongo que en las otras
Órdenes religiosas ocurrirá lo mismo, pero yo cuento lo que he visto y presenciado por mí
mismo. Escuchad:
El religioso enfermo ha recibido ya, muy despacio, los Santos Sacramentos y demás
auxilios de la Iglesia. Es impresionante, por su belleza y emoción, el espectáculo de toda la
comunidad acompañando al Señor hasta la habitación del enfermo cuando se lo llevan por
Viático. Pero llega mucho más al alma todavía la escena de sus últimos momentos. Cuando
se acerca el momento supremo, la campana del convento llama a toda la comunidad con un
toque a rebato característico, inconfundible. Acudimos todos a la enfermería, y el Padre
Prior, revestido de sobrepelliz y estola, comienza a rezarle al enfermo la recomendación del
alma, alternando con toda la comunidad. Y cuando se acerca por momentos el instante
supremo, el cantor principal del convento entona la Salve Regina, que tiene en nuestra
Orden una melodía suavísima. Y arrullado por las notas de la bellísima plegaria mariana
que canta toda la comunidad..., con la paz de su alma pura reflejada en su rostro tranquilo,
con una dulce sonrisa en sus labios, serenamente, plácidamente, como el que se entrega con
naturalidad al sueño cotidiano, el religioso dominico se duerme ante nosotros a las cosas de
la tierra para despertar en los brazos de la Virgen del Rosario entre los coros de los
ángeles...
Pretiosa in conspectu Domini mors sanctorum ejus: es preciosa delante del Señor la
muerte de sus Santos.
¿Queréis morir todos así? Os acabo de dar las normas para conseguirlo. Preparación
remota, viviendo siempre, siempre, en gracia de Dios, cumpliendo perfectamente los
deberes de vuestro propio estado; y oración ferviente a Dios, por intercesión de María, la
dulce Mediadora de todas las gracias, para que nos conceda también la preparación
próxima: la dicha de recibir en nuestros últimos momentos los Santos Sacramentos de la
Iglesia y de morir con serenidad y paz en el ósculo suavísimo del Señor. Que así sea.
III EL JUICIO DE DIOS
Hablábamos ayer del problema formidable de la muerte, y decíamos que, si
considerada con ojos paganos, es la cosa más terrible entre todas las cosas terribles, a la luz
de la fe católica, contemplada con ojos cristianos, es simpática y deseable, diga el mundo lo
que quiera. Porque para el cristiano, señores, la muerte es comenzar a vivir, es el tránsito a
la inmortalidad, la entrada en la vida verdadera.
La muerte es un fenómeno mucho más aparente que real. Afecta al cuerpo
únicamente, pero no al alma. El alma es inmortal, y el mismo cuerpo muere
provisionalmente, porque un gran dogma de la fe católica nos dice que sobrevendrá en su
día la resurrección de la carne. De manera que, en fin de cuentas, la muerte en sí misma no
tiene importancia ninguna: es un simple tránsito a la inmortalidad.
Pero ahora nos sale al paso otro problema formidable. Y ése sí que es serio, señores,
ése sí que es terrible: el problema del juicio de Dios.
Está revelado por Dios. Consta en las fuentes mismas de la revelación. El apóstol San
Pablo dice que "está establecido por Dios que los hombres mueran una sola vez, y después
de la muerte, el juicio". (Hebr 9, 27). Lo ha revelado Dios por medio del apóstol San Pablo,
y se cumplirá inexorablemente.
Hace unos años murió en Madrid un religioso ejemplar. Murió como había vivido:
santamente. Pero pocas horas antes de morir, le preguntaron: "Padre: ¿está preocupado ante
la muerte, tiene miedo a la muerte?" Y el Padre contestó: "La muerte no me preocupa nada,
ni poco ni mucho. Lo que me preocupa muchísimo es la aduana. Después de morir tendré
que pasar por la aduana de Dios y me registrarán el equipaje. Eso sí que me preocupa".
Habrá dos juicios, señores. El juicio particular, al que alude San Pablo en las palabras
que acabo de citar, y el juicio universal, que, con todo lujo de detalles, describió
personalmente en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo, que actuará en él de Juez Supremo
de vivos y muertos.
Habrá dos juicios: el juicio particular y el juicio final o universal.
Santo Tomás de Aquino, el Príncipe de la Teología católica, explica admirablemente
el porqué de estos juicios. No pueden ser más razonables. Porque el individuo es una
persona humana particular, pero, además, un miembro de la sociedad. En cuanto individuo,
en cuanto persona particular, le corresponde un juicio personal que le afecte única y
exclusivamente a él: y éste es el juicio particular. Pero en cuanto miembro de la sociedad, a
la que posiblemente ha escandalizado con sus pecados, o sobre la que ha influido
provechosamente con su acción bienhechora, tiene que sufrir también un juicio universal,
público, solemne, para recibir, ante la faz del mundo, el premio o castigo merecidos. Este
segundo juicio, el universal, será mucho más solemne, mucho más aparatoso; pero, desde
luego, tiene muchísima menos importancia que el puramente privado y particular. Porque
en el juicio particular, señores, es donde se van a decidir nuestros destinos eternos. El juicio
universal no hará más que confirmar, ratificar definitivamente la sentencia que se nos haya
dado a cada uno en nuestro propio juicio particular. Por consiguiente, como individuos,
como personas humanas, nos interesa mucho más el juicio particular que el juicio universal.
Y de él vengo a hablaros esta tarde. Os voy a hacer un resumen de la teología del juicio
particular, procediendo ordenadamente a base de una serie de preguntas y respuestas.
1.ª ¿Cuándo se celebrará el juicio particular? Inmediatamente después de la muerte
real. Después de la muerte real, digo, no de la muerte aparente. Porque, señores, estamos
en un error si creemos que en el momento de expirar el enfermo, cuando exhala su último
suspiro, ha muerto realmente. No es así.
Contemplad los últimos instantes de un moribundo. Su respiración fatigosa,
anhelante; su mirada de asombro a los que le rodean, porque él se está ahogando, no puede
respirar y ve que los demás respiran tranquilamente. Parece que está diciendo: ¿Pero no
notáis que falta el aire? ¿No notáis que nos estamos ahogando? Es él, pobrecillo, el único
que se ahoga. Y llega un momento en que es tanta la falta de oxígeno que experimentan sus
pobres células, que hace una respiración profunda, profundísima, hacia dentro, y, de pronto,
la expiración: lanza hacia fuera aquel aire y queda inmóvil, completamente paralizado. Y
los que están rodeando su lecho exclaman: Ha muerto, acaba de expirar.
Pero, en realidad, no es así. Han desaparecido sin duda, las señales o manifestaciones
externas de vida: ya no respira; ya no oye, ya no ve, ya no siente, pero la muerte real no se
ha producido aún. El alma está allí todavía; el cuerpo ha entrado en el período de muerte
aparente, que se prolongará más o menos tiempo, según los casos: más largo en las muertes
violentas o repentinas, más corto en las que siguen el agotamiento de la vejez o de una larga
enfermedad. El hecho de la muerte aparente está científicamente demostrado, puesto que se
ha logrado volver a la vida por procedimientos puramente naturales y sin milagro alguno, a
centenares de muertos aparentes; tantos, que ha podido inducirse una ley universal, válida
para todos.
Ved lo que ocurre cuando apagáis una vela, un cirio. La llama ya no existe, pero el
pabilo está todavía encendido, está humeante todavía, y poco a poco se va extinguiendo,
hasta que, por fin, se apaga del todo. Algo parecido ocurre con la muerte. Cuando el
enfermo exhala el último suspiro parece que la llama de la vida se apagó definitivamente,
pero no es así. El alma está allí todavía. Hay un espacio más o menos largo entre la muerte
real y la muerte aparente, que puede ser decisivo para la salvación eterna del presunto
muerto, puesto que durante él se le pueden administrar todavía los Sacramentos de la
Penitencia y Extremaunción.
¡Cuántas veces ocurre, señores, la desgracia de una muerte repentina en el seno del
hogar! Y cuando ya no hay nada que hacer para devolverle la salud corporal, cuando el
médico ya no tiene nada que hacer allí porque se ha producido ya la muerte aparente que
acabará muy pronto en muerte real, todavía tenéis tiempo de correr a la Parroquia. Llamad
urgentemente al sacerdote para que le dé la absolución sacramental, y, sobre todo, le
administre el sacramento de la Extremaunción, del que acaso dependa la salvación eterna
de esa alma. ¡Corred a la Parroquia, llamad al sacerdote! Ya lloraréis después, no perdáis
tiempo inútilmente, acaso depende de eso la salvación eterna de ese ser querido. Claro está
que esto es un recurso de extrema urgencia que sólo debe emplearse en caso de muerte
repentina. Porque cuando se trata de una enfermedad normal, la familia tiene el gravísimo
deber de avisar al sacerdote con la suficiente anticipación para que el enfermo reciba con
toda lucidez, y dándose perfecta cuenta, los últimos Sacramentos y se prepare en la forma
que os exponía ayer al hablaros de la muerte cristiana.
Pero cuando sobreviene la desgracia de una muerte violenta o repentina, hay que
intentar la salvación de esa alma por todos los medios a nuestro alcance, y no tenemos otros
que la administración sub conditione de la absolución sacramental, y, mejor aún, del
sacramento de la Extremaunción, que resulta más eficaz todavía en casos de muerte
repentina, puesto que no requiere ningún acto del presunto muerto, con tal que de hecho
tenga, al menos, atrición interna de sus pecados.
El espacio entre la muerte aparente y la real, en caso de muerte violenta o repentina,
suele extenderse a unas dos horas, y a veces, más. Pero en el momento en que se produce la
muerte real, o sea, en el momento en que el alma se arranca o desconecta del cuerpo, en ese
mismo instante, comparece delante de Dios para ser juzgada. De manera, que a la primera
pregunta, ¿cuándo se realiza el juicio particular?, contestamos: en el momento mismo de
producirse la muerte real.
2.ª ¿Quiénes serán juzgados? La humanidad en pleno, absolutamente todos los
hombres del mundo, sin excepción. Desde Abel, que fue el primer muerto que conoció la
humanidad, hasta los que mueran en la catástrofe final del mundo. Todos: los buenos y los
malos. Lo dice la Sagrada Escritura: Al justo y al impío los juzgará el Señor (Ecl. 3, 17),
incluso al indiferente que no piensa en estas cosas, incluso al incrédulo que lanza la
carcajada volteriana: "¡Yo no creo eso!" Será juzgado por Dios, tanto si lo cree como si lo
deja de creer. Porque las cosas que Dios ha establecido no dependen de nuestro capricho o
de nuestro antojo, de que nosotros estemos conformes o lo dejemos de estar. Lo ha
establecido Dios, y el justo y el impío serán juzgados por Él en el momento mismo de
producirse la muerte real. ¡Todos, sin excepción!
3.ª ¿Dónde y cómo se celebrará el juicio particular? En el lugar mismo donde se
produzca la muerte real: en la cama de nuestra habitación, bajo las ruedas de un automóvil,
entre los restos del avión destrozado, en el fondo del mar si morimos ahogados en él..., en
cualquier lugar donde nos haya sorprendido la muerte real. Allí mismo, en el acto, seremos
juzgados.
Y la razón es muy sencilla, señores. El juicio consiste en comparecer el alma delante
de Dios, y Dios está absolutamente en todas partes. No tiene el alma que emprender ningún
viaje. Hay mucha gente que cree o se imagina que cuando muere un enfermo el alma sale
por la ventana o por el balcón y emprende un larguísimo vuelo por encima de las nubes y
de las estrellas. No hay nada de esto. El alma, en el momento en que se desconecta del
cuerpo, entra en otra región; pierde el contacto con las cosas de este mundo y se pone en
contacto con las del más allá. Adquiere otro modo de vivir, y entonces, se da cuenta de que
Dios la está mirando. Dice al apóstol San Pablo que Dios "no está lejos de nosotros, porque
en Él vivimos y nos movemos y existimos" (Hech. 17, 28). Así como el pez existe y vive y
se mueve en las aguas del océano, así, nosotros, existimos y vivimos y nos movemos dentro
de Dios, en el océano inmenso de la divinidad. Ahora no nos damos cuenta, pero en cuanto
nuestra alma se desconecte de las cosas de este mundo y entre en contacto con las cosas del
más allá, inmediatamente lo veremos con toda claridad y nos daremos cuenta de que
estamos bajo la mirada de Dios.
Pero me diréis: ¿El alma comparece realmente delante de Dios? ¿Ve al mismo Dios?
¿Contempla la esencia divina?
Claro está que no. En el momento de su juicio particular, el alma no ve la esencia de
Dios, porque si la viera, quedaría ipso facto beatificada, entraría automáticamente en el
cielo, y esto no puede ser –al menos, en la inmensa mayoría de los casos– porque puede
tratarse del alma de un pecador condenado o de la de un justo imperfecto que necesita
purificaciones ultraterrenas antes de pasar a la visión beatífica.
¿Cómo se produce entonces el juicio particular? Escuchad:
El desconectarse del cuerpo y ponerse en contacto con el más allá, el alma contempla
claramente su propia sustancia. Se ve a sí misma con toda claridad, como nos vemos en este
mundo la cara reflejada en un espejo. Y al mismo tiempo contempla claramente en sí
misma, con todo lujo de detalles, el conjunto de toda su vida, todo cuanto ha hecho acá en
la tierra. Veremos con toda claridad y detalle lo que hicimos cuando éramos niños, cuando
éramos jóvenes, en la edad madura, en plena ancianidad o decrepitud: absolutamente todo.
Lo veremos reflejado en nuestra propia alma. Y veremos también, clarísimamente, que
Dios lo está mirando. Nos sentiremos prisioneros de Dios, bajo la mirada de Dios, a la que
nada absolutamente se escapa. Y ese sentirse el alma como prisionera de Dios, como cogida
por la mirada de Dios, eso es lo que significa comparecer delante de Él. No le veremos a Él,
ni tampoco a Nuestro Señor Jesucristo, ni al ángel de la guarda, ni al demonio. No habrá
desfile de testigos, ni acusador, ni abogado defensor, ni ningún otro elemento de los que
integran los juicios humanos. No veremos a nadie más que a nosotros mismos, o sea, a
nuestra propia alma, y, reflejada en ella, nuestra vida entera con todos sus detalles. Y al
instante recibiremos la sentencia del Juez, de una manera intelectual, de modo parecido a
como se comunican entre sí los ángeles.
Los ángeles, señores, se comunican por una simple mirada intelectual. No a base de
un lenguaje articulado como el nuestro –imposible en los espíritus puros–, sino de un modo
mucho más claro y sencillo: simplemente contemplándose mutuamente el entendimiento y
viendo en él las ideas que se quieren comunicar. A esto llamamos en teología locución
intelectual.
Pues de una manera parecida recibiremos nosotros, en nuestro juicio particular, una
locución intelectual transmitida por Cristo Juez; una especie de radiograma intelectual
firmado por Cristo, que nos dará la sentencia: "¡A tal sitio!" Y el alma verá clarísimamente
que aquella sentencia que acaba de recibir de Cristo es precisamente la que le corresponde,
la que merece realmente con toda justicia. Y en esto consiste esencialmente el juicio
particular.
4.ª ¿Cuánto tiempo durará? El juicio particular será instantáneo. En un abrir y cerrar
de ojos se realizará el juicio y recibiremos la sentencia. Y esto no es obstáculo para su
claridad y nitidez. Aunque el juicio durase un siglo, no veríamos más cosas, ni con más
detalle, ni con más precisión que las veremos en ese abrir y cerrar de ojos. Porque al
separarse del cuerpo, el entendimiento humano no funciona de la manera lenta y torpe a que
le obliga en este mundo su unión con la pesadez de la materia. Así en la tierra, nuestro
entendimiento funciona de una manera discursiva, razonada, lentísima, por lo que
conocemos las cosas poco a poco, por parcelas, y así y todo, no vemos más que lo
superficial, lo que aparece por fuera; no calamos, no penetramos en la esencia misma de las
cosas. Pero el entendimiento, separado del cuerpo, ya no se siente encadenado por la
pesadez de la materia, y entiende perfectamente a la manera de los ángeles, de una manera
intuitiva, de un solo golpe de vista, sin necesidad de discursos ni razonamientos.
Santa Teresa de Jesús, la incomparable doctora mística, tuvo visiones intelectuales
altísimas, como puede leerse en el libro de su Vida, escrito por ella misma. Y, en una de
ellas, Dios le mostró un poco lo que ocurre en el cielo, en la mansión de los
bienaventurados. Ella misma dice que acaso no duró ni siquiera el espacio que tardamos en
rezar un avemaría. Y a pesar de la brevedad de ese tiempo, se espantaba de que hubiese
visto tanta cantidad de cosas y con tanto detalle y precisión. Es por eso. En aquel momento
le concedió Dios una visión intelectual, a la manera de los ángeles, y contempló ese
panorama deslumbrador de una manera intuitiva, de un solo golpe de vista. Lo vio
clarísimamente todo en un instante, en un abrir y cerrar de ojos. Esto nos ocurrirá a cada
uno de nosotros en el momento en que nuestra alma se separe del cuerpo y tengamos
nuestro juicio particular.
5.ª ¿Y qué veremos en ese tan corto espacio de tiempo?
Señores, ésta es la parte más importante de mi conferencia de esta noche, en la que
quisiera poner toda mi alma.
Escuchadme atentamente.
¡Muchacha que me escuchas a través de la radio!, la frívola, la mundana, la amiga del
espectáculo, de la diversión, del cine, del teatro, del baile. ¡Cómo te gustaría ser una de las
primeras estrellas de la pantalla, aparecer en los grandes cines, en la primera página de las
grandes revistas cinematográficas, y que todo el mundo hablara de ti como hablan de esas
dos o tres, cuyo nombre te sabes de memoria, y a las que tienes tanta envidia! ¡Cómo te
gustaría! ¿verdad?
Pues mira: no sé si lo has pensado bien. Porque resulta que eres efectivamente la
protagonista de una gran película; de una gran película sonora, en tecnicolor y en relieve
maravilloso: no te puedes formar idea. Y eso que te digo a ti, muchacha, se lo digo también
a cada uno de mis oyentes, y me lo digo con temblor y espanto a mí mismo.
Todos somos protagonistas de una gran película cinematográfica, señores. Todos en
absoluto. Delante de nosotros, de día y de noche, cuando pensamos y cuando no pensamos
en ello, está funcionando una máquina de cinematógrafo. La está manejando un ángel de
Dios –el de nuestra propia guarda– y nos está sacando la película sonora y en tecnicolor de
toda nuestra existencia. Comenzó a funcionar en el momento mismo del nacimiento. Y, a
partir de aquel instante, recogió fidelísimamente todos los actos de nuestra infancia, y de
nuestra niñez, y de nuestra juventud y de nuestra edad madura, y recogerá todos los de
nuestra vejez, hasta el último suspiro de la vida. Todo ha salido, sale y saldrá en la película
sonora y en tecnicolor que nos está sacando el ángel de la guarda, señores, por orden de
Dios Nuestro Señor. No se escapa el menor detalle. Es una película de una perfección
maravillosa.
El cine de los hombres ha hecho progresos inmensos desde que se inventó hace poco
más de un siglo. Desde el cine mudo, de movimientos bruscos y ridículos, hasta la pantalla
panorámica, el tecnicolor y el relieve, el progreso ha sido fantástico. Sin embargo, el cine
de los hombres es perfeccionable todavía, no reúne todavía las maravillosas condiciones
técnicas que se adivinan para el futuro; el cine de los hombres todavía tiene que progresar
mucho.
¡Ah! Pero el cine de Dios es acabadísimo, perfectísimo, absolutamente insuperable.
No le falta un detalle: lo recoge todo con maravillosa precisión y exactitud.
En primer lugar, los actos externos, los que se pueden ver con los ojos y tocar con las
manos. Vuelvo a hablar contigo, muchacha frívola y mundana. Aquel día, con tu novio, ¿te
acuerdas? Nadie lo vio, nadie se enteró. Pero delante de vosotros estaba el cine de Dios; y
en primer plano, en película sonora y en tecnicolor, está recogido todo aquello. ¡Y lo vas a
contemplar otra vez en el momento de tu juicio particular!
Es inútil, señores, que nos encerremos con llave en una habitación, porque delante de
nosotros se nos metió aquel operador invisible con su aparato cinematográfico, y lo que
hagamos a puerta cerrada y con la llave echada está saliendo todo en su película sonora y
en tecnicolor. Es inútil que apaguemos la luz, porque el cine de Dios es tan perfecto, que
funciona exactamente igual a pleno sol que en la más completa oscuridad.
Pero no recoge solamente las acciones. También capta y recoge las palabras, porque
el cine de Dios es sonoro. Ha recogido fidelísimamente todas las palabras que hemos
pronunciado en nuestra vida, absolutamente todas: las buenas y las malas. Las críticas, las
murmuraciones, las calumnias, las mentiras, las obscenidades, aquellos chistes de subido
color, aquellas carcajadas histéricas en aquella noche de crápula y lujuria... ¡Todo
absolutamente ha sido recogido! Y en nuestro juicio particular volveremos a oír claramente
todo aquello. Y aquellas carcajadas, aquellos chistes, aquellas calumnias, aquellas
blasfemias, resonarán de nuevo en nuestros oídos con un sonsonete terriblemente trágico.
Pero oiremos también, sin duda alguna, los buenos consejos que hemos dado, el dulce
murmullo de las oraciones, los cánticos religiosos, las alabanzas de Dios... ¡Cuánto nos
consolarán entonces!
¡Ah! Pero lo verdaderamente estupendo del cine de Dios es que no solamente recoge
las acciones y las palabras, sino que, además, penetra en lo más hondo de nuestro
entendimiento y de nuestro corazón, para recoger los sentimientos íntimos de nuestra alma,
o sea todo lo que estamos pensando y lo que estamos amando o deseando. ¡Cuántos
pensamientos obscenos, cuántos contra la caridad! ¡Cuántas dudas caprichosas, cuántas
sospechas infundadas, cuántos juicios temerarios! ¡Cuántos pensamientos de vanidad, de
altanería, de orgullo, de exaltación del propio yo, de desprecio de los demás! Y las
desviaciones afectivas, los perversos amores. ¡Dios mío! Aquel casado que pasaba por
persona honorabilísima... y resulta que, además de su mujer, tenía dos o tres amiguitas;
aquella joven que parecía tan modosita y se entendía con el jefe de su oficina... Todo saldrá
en el cine de Dios.
Y los odios y rencores, la sed de venganza, la envidia terrible que corroe el corazón.
Y la indignación contra la providencia de Dios cuando permitió aquel fracaso, que no era,
sin embargo, más que un pequeñísimo castigo de nuestros pecados... Absolutamente todo,
señores, ha sido recogido en la pantalla de Dios y lo veremos en nuestro propio juicio
particular.
Pero hay una cosa mucho más sorprendente todavía que viene a poner el colmo a la
maravillosa perfección del cinematógrafo de Dios. Y es que no solamente recoge todo
cuanto hemos hecho, dicho, pensado, amado o deseado, sino también lo que no hemos
hecho, habiéndolo debido hacer: los pecados de omisión, o sea todas aquellas buenas obras
que omitimos por respeto humano, por cobardía, por pereza o por cualquier otro motivo
bastardo. Aquellas escenas que deberían figurar en la pantalla y no figuran, por extraña
paradoja figurarán también, pero en plan de omisión. "Aquel domingo no pude ir a misa
porque me marché de excursión". "El ayuno y la abstinencia obligaban únicamente a los
frailes y a las monjas". "Estaba muy atareado, me absorbían las ocupaciones, no tenía
tiempo de entregarme a las prácticas piadosas". ¡Ah las omisiones! Y el padre que no
corrige a sus hijos, el que se limita a decir malhumorado: "A mí, ¿quién me mete en líos?
Que hagan lo que quieran. Ya van siendo mayorcitos". Eso no se puede hacer. Tiene la
obligación gravísima de educar a tus hijos. Tienes la obligación de corregirlos, y si no lo
haces, pecado de omisión: saldrá en la pantalla y lo verás en tu juicio particular.
Y de manera semejante podríamos ir recordando los deberes profesionales, los
deberes privados y los deberes públicos. Las autoridades mismas, que por negligencia, por
respeto humano, por no meterse en líos, no se preocupan de hacer cumplir las leyes de
policía encaminadas a salvaguardar la moralidad pública; esos espectáculos inmorales o
centros de perversión que no clausuran, debiendo clausurarlos, de acuerdo con la ley de
Dios y las disposiciones de la misma ley civil. Todo sale en la pantalla y de todo se les
pedirá cuenta en el formidable tribunal de Dios.
¿Qué más, señores? ¿Qué más puede salir en la pantalla del cine de Dios, que recoge
incluso las escenas que no se realizaron, los pecados de simple omisión? Pues aunque
parezca inverosímil, todavía hay más. Porque esa película de nuestra propia vida recogerá
también los pecados ajenos, en la parte de culpa que nos corresponda a nosotros.
¡Qué terrible responsabilidad, señores! ¡Empujar al pecado a otra persona! ¿Qué
pensaríais, señores, de un malvado que cogiese una pistola y se pasease con ella por las
calles más céntricas de la ciudad, disparando tiros a derecha e izquierda y dejando el suelo
sembrado de cadáveres? Es inconcebible semejante crimen en una ciudad civilizada. ¡Ah,
pero tratándose de almas eso no tiene importancia ninguna! ¿Qué importa que esa mujer
ande elegantísimamente desnuda por la calle y que a su paso vaya con su escándalo
asesinando almas, a derecha e izquierda? ¡Eso no tiene importancia ninguna: es la moda, es
"vestir al día", es el calor sofocante del verano, es que "todas van así, no he de ser yo una
rara anticuada!", etc. Pero resulta que Dios ve las cosas de otro modo, y a la hora de la
muerte esa mujer escandalosa contemplará horrorizada los pecados ajenos en la película de
su propia vida. ¡Cuánto se va a divertir entonces viéndose tan elegante en la pantalla!
Y el muchacho que le dice a su amigo: "Oye vente conmigo; vamos a bailar, vamos a
ver a fulanita, vamos a divertirnos, vamos a aprovechar la juventud", y le da un empujón a
su amigo, y este monigote, para no ser menos, para no "hacer el ridículo", como dicen en el
mundo, acepta el mal consejo y se va con él y peca. ¡Ah!, en la pantalla de la vida del
primero saldrá el pecado del segundo, porque el responsable principal de un crimen es
siempre el inductor. Y aquella vecina que le decía a la otra: "Tonta, ¿no tienes ya cuatro
hijos? ¿Y ahora vas a tener otro? Deshazlo, y se acabó. Quédate tranquila, un hijo menos no
tiene importancia alguna". Pero ante Dios, ese mal consejo fue un gravísimo pecado, que
dio ocasión a un asesinato cobarde: el aborto voluntario. Y ese crimen ha quedado recogido
en las dos películas: en la de la aconsejante y en la que aceptó el mal consejo y cometió el
asesinato.
¡Ah! ¡La de cosas que se verán y se oirán en la película de la propia vida, señores!
¡Cuántos pecados ajenos que resulta que son propios, porque con nuestros escándalos y
malos consejos habíamos provocado su comisión por los demás!
Y no olvidemos, señores, que hemos de comparecer ante Aquel que, por causa de
nuestros pecados, murió crucificado en el Calvario.
Hay en la Sagrada Escritura una página preciosa, de un dramatismo sobrecogedor. Es
el relato del encuentro de los hijos de Jacob con su hermano José, constituido virrey y
superintendente general de todo Egipto. Aquel José a quien, por envidia, habían vendido a
aquellos mercaderes madianitas. Como sabéis por la Historia Sagrada, los mercaderes se lo
llevaron a Egipto y pasaron sobre él todas aquellas vicisitudes tan emocionantes, hasta que
llegó a ser el virrey de Egipto, el privado del Faraón, el dueño de las vidas y haciendas de
todos los ciudadanos. Y cuando llegan aquellos años de carestía y de hambre anunciados
por José al interpretar los sueños del faraón, y los hermanos de José, por orden de su padre
Jacob, llegan a Egipto a comprar trigo, porque en Israel se morían de hambre, y en Egipto
había trigo en abundancia, José les reconoció al punto. Y cuando después de aquellos
incidentes preliminares dramáticos, que es preciso leer directamente en el Sagrado Texto,
se decide José a darse a conocer a sus hermanos, y les dice, por fin, rompiendo en un
sollozo: "Yo soy José, vuestro hermano, a quien vendisteis. ¿Vive aún mi padre Jacob?"
Dice la Sagrada Escritura que sus hermanos "no pudieron contestarle, pues se llenaron de
terror ante él" (Gén, 45, 3). No pudieron responderle, porque cuando vieron que estaban
delante de José, a quien habían vendido criminalmente y que ahora era el amo de Egipto y
podía ordenar que les matasen a todos, fue tal el terror que se apoderó de ellos, que la voz
se les anudó en la garganta y no acertaron a pronunciar una sola palabra.
¡Ah, señores! Cuando estas gentes que ahora, colocándose al margen de toda moral,
de toda preocupación religiosa, ríen a carcajadas por los caminos del mundo, del demonio y
de la carne, burlándose de los Mandamientos de la Ley de Dios y vendiendo a Cristo, como
los hijos de Jacob vendieron a su hermano José; cuando en el momento en que su alma se
separe del cuerpo comparezcan intelectualmente delante de ese mismo Cristo, a quien
traicionaron y vendieron como precio de sus desórdenes, y cuando oigan que les dice: "Yo
soy Cristo, vuestro hermano mayor, a quien vosotros crucificasteis". ¡Ah, señores!, el terror
más horrendo se apoderará de ellos, pero entonces será ya demasiado tarde. Un momento
antes, mientras vivían en este mundo, estaban a tiempo todavía de caer de rodillas ante
Cristo crucificado y pedirle perdón. Pero si llega a producirse la muerte real, si el alma se
separa del cuerpo sin haberse reconciliado con Dios, eso ya no tiene remedio para toda la
eternidad.
La sentencia del juicio, señores, será irrevocable, definitiva. Por dos razones
clarísimas:
La primera, porque la habrá dictado el Tribunal Supremo de Dios. No hay apelación
posible. En este mundo, cuando un tribunal inferior da una sentencia injusta, el que se cree
perjudicado puede recurrir al tribunal superior. ¡Ah!, pero si la sentencia la da el Tribunal
Supremo, se acabó, ya no se puede recurrir a nadie más. Este es el caso de la sentencia de
Dios en el juicio particular.
La segunda razón es también clarísima. Sólo cabe el recurso contra una sentencia
injusta. Ahora bien: en el juicio particular, el alma verá y reconocerá rendidamente que la
sentencia que acaba de recibir de Dios es justísima, es exactamente la que merece. No cabe
reclamación alguna.
Y esa sentencia justísima e inapelable será de ejecución inmediata. Es de fe, lo ha
definido expresamente la Iglesia Católica. El Pontífice Benedicto XII definió en 1336 que
inmediatamente después de la muerte entran las almas en el cielo, en el purgatorio o en el
infierno, según el estado en que hayan salido de este mundo. En el acto, sin esperar un solo
instante.
Y no es menester que nadie le enseñe el camino; ella misma se dirige, sin vacilar,
hacia él. Santo Tomás de Aquino explica hermosamente que así como la gravedad o la
ligereza de los cuerpos les lleva y empuja al lugar que les corresponde (v. gr., el globo, que
pesa menos que el aire que desaloja, sube espontáneamente a las alturas; un cuerpo pesado
se desploma con fuerza hacia el suelo); de modo semejante, el mérito o los deméritos de las
almas actúan de fuerza impelente hacia el lugar del premio o del castigo que merecen, y el
grado de esos méritos, o la gravedad de sus pecados, determinan un mayor ascenso o un
hundimiento más profundo en el lugar correspondiente.
Vale la pena, señores, pensar seriamente estas cosas. Vale la pena pensarlas ahora que
estamos a tiempo de arreglar nuestras cuentas con Dios.
En nuestro Museo del Prado, de Madrid, hay un cuadro maravilloso del pintor
vallisoletano Antonio de Pereda que representa a San Jerónimo haciendo penitencia en el
desierto. Está desnudo de cintura para arriba. En su mano izquierda sostiene una tosca cruz,
que se apoya sobre el libro abierto de las Sagradas Escrituras. Y, apoyándose con su brazo
derecho sobre una roca, escucha el Santo con gran atención el sonido de una misteriosa
trompeta enfocada a sus oídos. Es la trompeta de Dios, que, al fin del mundo, convocará a
los muertos para el juicio final. San Jerónimo se estremecía al pensar en aquella hora
tremenda, y como resultado de su meditación, se entregaba a una penitencia durísima, a un
ascetismo casi feroz.
A nosotros no se nos pide tanto. No se nos exige que nos golpeemos el pecho
desnudo con una piedra, como hacía San Jerónimo. Basta simplemente con que dejemos de
pecar y tratemos en serio de hacernos amigos de Cristo, que será nuestro juez a la hora de
nuestra muerte. Santa Teresa del Niño Jesús, que amaba a Cristo más que a sí misma,
exclamaba llena de gozo: "¡Qué alegría, pensar que seré juzgada por Aquel a quien amo
tanto!" Nadie nos impide a nosotros comenzar a saborear desde ahora tamaña dicha y
felicidad.
En cambio, señores, el que está pisoteando la sangre de Cristo, el que prescinde ahora
entre risas y burlas de los Mandamientos de Dios y de la Iglesia, sepa que tendrá también
que ser juzgado por Cristo. Y entonces caerá en la cuenta, demasiado tarde, de que su
tremenda equivocación no tiene ya remedio para toda la eternidad.
Señores: Estamos a tiempo todavía. Abandonemos definitivamente el pecado.
Procuremos entablar amistad íntima con nuestro Señor Jesucristo, para que cuando
comparezcamos delante de Él, de rodillas, con reverencia, ciertamente, pero al mismo
tiempo con inmenso amor y confianza, podamos decirle: "¡Señor mío y Amigo mío, tened
piedad de mí!".
Estaba muriéndose Santo Tomás de Aquino, el Doctor Angélico, en el monasterio
benedictino de Fosanova, en donde, sintiéndose gravemente enfermo, hubo de hospedarse
cuando se encaminaba al Concilio II de Lyon. Pidió el Santo Viático, y cuando Jesucristo
sacramentado entró en su habitación, no pudieron contener al enfermo los monjes que le
rodeaban. Se puso de rodillas y exclamó, con lágrimas en los ojos: "Señor mío y Dios mío,
por quien trabajé, por quien estudié, por quien me fatigué, de quien escribí, a quien
prediqué: venid a mi pobre corazón, que os desea ardientemente como el ciervo desea la
fuente de las aguas. Y dentro de unos momentos, cuando mi alma comparezca delante de
Vos, como divino Juez de vivos y muertos, recordad que sois el Buen Pastor y acoged a
esta pobre ovejita en el redil de vuestra gloria".
Señores: Nosotros no podremos ofrecerle al Señor, a la hora de la muerte, una vida
inmaculada, enteramente consagrada a su divino servicio, como se la ofreció Santo Tomás
de Aquino, pero pidámosle la gracia de poderle decir con profundo arrepentimiento:
"Señor: El mundo, el demonio y la carne, con su zarpazo mortífero, me apartaron muchas
veces de Ti. ¡Ah, si ahora pudiera desandar toda mi vida y rectificar todos los malos pasos
que di, qué de corazón lo haría, Señor! Pero siéndome esto del todo imposible, mírame con
el corazón destrozado de arrepentimiento. Ten piedad de mí".
Y nuestro Señor Jesucristo –no lo dudemos, señores–, en un alarde de bondad, de
amor y de misericordia, nos abrazará contra su Corazón y nos otorgará plenamente su
perdón.
Para asegurarlo más y más llamemos desde ahora en nuestro auxilio a la Reina de
cielos y tierra, a la Santísima Virgen María, nuestra dulcísima Madre. Invoquémosla todos
los días de nuestra vida con el rezo en familia del Santo Rosario, esta plegaria bellísima, en
la que le pedimos cincuenta veces que nos asista a la hora de nuestra muerte. Que venga, en
efecto, a recoger nuestro último suspiro y que Ella misma nos presente delante del Juez, de
su divino Hijo, para obtener de sus labios divinos la sentencia suprema de nuestra felicidad
eterna. Así sea.
IV RESURRECCIÓN DE LA CARNE Y JUICIO UNIVERSAL
Os hablaba ayer del juicio particular. De ese juicio que todos y cada uno de nosotros
habremos de sufrir en el momento mismo de nuestra muerte, y en el que contemplaremos la
película sonora y en tecnicolor de toda nuestra vida, de todo cuanto hicimos a la luz del sol
y en la oscuridad de las tinieblas en nuestra niñez, adolescencia, juventud, edad viril y hasta
en los años de nuestra ancianidad y vejez.
Pero ese juicio particular no basta. El hombre no es solamente una persona particular,
sino también un miembro de la sociedad, y, como tal, debe sufrir un juicio público y
solemne ante la faz del mundo. Esto, que no puede ser más razonable ante la simple razón
natural, nos lo asegura terminantemente la fe. Al fin de los tiempos tendremos que
comparecer todos juntos ante Dios en la asamblea más solemne y grandiosa que jamás
habrán visto los siglos: el juicio final.
Pero antes del juicio final se producirá otro hecho tremendo, que constituye también
un dogma de nuestra fe católica: la resurrección de la carne. Y ahí tenéis los dos puntos
que, a la luz de la teología católica, os voy a exponer brevemente en la presente
conferencia: la resurrección de la carne y el juicio final.
Moriremos. Moriremos todos, pero no del todo. Lo mejor de nuestro ser –nuestra
alma, nuestro pensamiento y nuestro amor–no morirá jamás. La muerte no tiene imperio
alguno sobre el alma.
Cuando el leñador, con los golpes de su hacha, logra derribar el árbol, el pajarillo que
anidaba en sus ramas emprende el vuelo y marcha a posarse en otro lugar, porque tiene vida
propia, independiente, y no sigue las vicisitudes de aquel árbol en el que estaba
circunstancialmente posado.
Algo parecido ocurrirá con nuestra alma. Cuando la guadaña de la muerte derribe por
el suelo el viejo árbol de nuestro pobre cuerpo, nuestra alma volará a la inmortalidad,
porque tiene vida propia y no necesita del cuerpo para seguir viviendo.
El alma, como decíamos ayer, comparecerá delante de Dios y será juzgada. Nuestro
cuerpo, mientras tanto, convertido en cadáver, será llevado al cementerio.
No os asuste la palabra cementerio, señores, porque, cristianamente considerada, no
puede ser más bella, ni más dulce, ni más esperanzadora. ¿Sabéis lo que significa la palabra
cementerio? Proviene del griego "koiméterion", que significa dormitorio, lugar de reposo,
lugar de descanso.
¡Ah!, en los cementerios los muertos, en realidad, están dormidos. Están durmiendo
nada más, porque la muerte, que no afecta para nada al alma, tampoco destruye la vida del
cuerpo de una manera definitiva, sino sólo provisionalmente: vendrá la resurrección de la
carne. ¡Los muertos están dormidos nada más!
Los cristianos deberíamos visitar con frecuencia los cementerios. Es una meditación
estupenda, que eleva el corazón y el alma a Dios. Aquella paz, aquel sosiego, aquella
tranquilidad del cementerio; aquellos epitafios sobre las losas sepulcrales, cargados de luz y
de esperanza; aquellos cipreses que se yerguen hacia el cielo, señalando la patria de las
almas... ¡Cuánta belleza y poesía cristiana, que nada tiene que ver con la melancolía
enfermiza de un romanticismo trasnochado!
La palabra cementerio no tiene que asustar a nadie; es una palabra dulce,
entrañablemente cristiana: es el dormitorio.
No empleéis nunca la palabra "necrópolis", que prefiere la impiedad actual. La
palabra necrópolis significa ciudad de los muertos, y eso no es verdad. El cementerio no es
la ciudad de los muertos. Es el dormitorio, el lugar de descanso.
Nunca, señores, he experimentado esta verdad con tanta fuerza y con tanta suavidad y
dulzura al mismo tiempo como visitando las Catacumbas de Roma. Un grupo de jóvenes
dominicos españoles, que estábamos ampliando nuestros estudios teológicos en la Ciudad
Eterna, acudimos un día, por la mañanita temprano, a las catacumbas para celebrar la santa
Misa junto al sepulcro de los primeros cristianos. Satisfecha ya nuestra piedad, un guía
hispanoamericano –hablaba perfectamente el español– nos acompañó por aquellos
vericuetos subterráneos, y pudimos contemplar por todas partes los huesos de aquellos
cristianos enterrados allá en los primeros siglos de la Iglesia, en la época terrible de las
sangrientas persecuciones. Y al llegar a un recodo, por encima del cual se filtraban, a través
de una claraboya, las primeras luces del amanecer, apagó el guía su linterna eléctrica al
mismo tiempo que decía: "Oigan, Padres, oigan el silencio". Escuchamos con atención, y
efectivamente, no se oía nada; silencio, paz, sosiego, nada más. Y nos dijo el guía:
"Duermen, duermen. ¡Ya despertarán!"
Este es el sentido católico del cementerio, señores: un lugar de reposo, un dormitorio.
Duermen, pero despertarán al sonido de la trompeta.
Porque sonará la trompeta, lo dice el apóstol San Pablo (1 Cor 15, 52). La trompeta –
aclara el evangelista San Juan– será la voz de Cristo (Jn, 5, 28), que dirá: "Levantaos,
muertos, y venid a juicio". E inmediatamente se producirá el hecho colosal de la
resurrección de la carne. Es un dogma de nuestra fe católica, y en este sentido tenemos
seguridad absoluta de que se producirá la resurrección, puesto que la fe no puede fallar, ya
que se apoya inmediatamente en la palabra de Dios, que no puede engañarse ni engañarnos.
Estamos más ciertos, más seguros de que se producirá el hecho de la resurrección de la
carne que de cualquier verdad matemática o metafísica de evidencia inmediata. El dato de
fe no puede fallar. Pero como la fe nunca contradice a la razón, y la razón nunca puede
contradecir a la fe, los teólogos han encontrado fácilmente los argumentos de simple razón
natural, que muestran la altísima conveniencia y maravillosa armonía del dogma de la
resurrección universal. Os voy a hacer un brevísimo resumen de tales argumentos.
Los principales son tres, que Santo Tomás de Aquino expone con la maestría sin igual
que le caracteriza. Os voy a hacer un resumen de su magnífica argumentación.
En primer lugar hay un argumento ontológico, de alta envergadura metafísica: por ser
el alma la forma sustancial del cuerpo.
Señores: El alma es una sustancia incompleta, y el cuerpo también. Han sido creados
y formados la una para el otro, para completarse mutuamente constituyendo la persona
humana. El alma dice una relación trascendental hacia su propio cuerpo, una especie de
exigencia del mismo, y el cuerpo encuentra en su propia alma el complemento adecuado
que necesita para vivir. Son dos sustancias incompletas, repito, que al juntarse y unirse
vitalmente constituyen la persona humana. Al separarse se produce un estado de violencia,
un estado antinatural o, por lo menos, no natural, como decimos en filosofía. Hay una
tendencia del alma hacia el cuerpo, y, en cierto modo, del cuerpo hacia el alma, porque se
necesitan y complementan mutuamente. El cuerpo separado del alma no es una persona
humana, es un cadáver, y el alma separada del cuerpo tampoco es persona humana. La
persona humana resulta de la unión sustancial del alma y del cuerpo, de suerte que, al
separarse el alma del cuerpo, queda rota nuestra personalidad. El alma sin el cuerpo está
incompleta, le falta algo. Por consiguiente, la sabiduría infinita de Dios, que ha puesto en el
alma esta tendencia trascendental a su propio cuerpo, debe reunir otra vez esos elementos
que Él ha creado para que vivan juntos. He ahí una razón estrictamente filosófica,
ontológica, natural. En virtud de la relación trascendental del alma hacia su propio cuerpo
es convenientísimo que sobrevenga la resurrección de la carne. Una vez más, la razón
confirma el dato de fe.
El segundo argumento es de tipo moral. El cuerpo ha sido instrumento del alma para
la práctica de la virtud o del vicio. ¡Cuánta mortificación exige la práctica del Evangelio, la
auténtica vida cristiana! El cuerpo tiene tendencias que tiran hacia abajo; la virtud,
exigencias que tiran hacia arriba. Y ese contraste, ese antagonismo de las dos tendencias,
produce una lucha terrible, que describe dramáticamente el apóstol san Pablo. Para
practicar la virtud hay que hacer un gran esfuerzo. Hay que mortificar continuamente las
tendencias malsanas del cuerpo. Y es muy justo que el cuerpo que en la práctica de la virtud
ha tenido que mortificarse tanto resucite para recibir el premio que le corresponde. En
realidad fue el alma la que luchó y triunfó con la práctica de la virtud, pero el cuerpo fue el
instrumento del que ella se valió para practicar sus actos más heroicos. Es justo que
también el instrumento reciba su premio correspondiente.
El mismo argumento vale para reclamar y justificar la resurrección del cuerpo de los
condenados, ese cuerpo que fue instrumento de tantos placeres prohibidos por Dios. La
inmensa mayoría de los pecados que cometen los hombres tienen por objeto satisfacer las
exigencias de su carne, gozar de los placeres prohibidos. En realidad fue el alma la que
cometió formalmente el pecado, pero lo hizo empujada, y casi obligada, por las exigencias
desordenadas del cuerpo. Justo es que, a la hora de la cuenta definitiva, resucite el cuerpo
pecador para que reciba también su correspondiente castigo. No puede ser más lógico ni
natural.
Hay, finalmente, un argumento teológico de gran envergadura. Está revelado por
Dios que Cristo triunfó plenamente de la muerte (1 Cor 15, 55). Triunfó de ella, en primer
lugar, resucitándose a Sí mismo, gloriosamente, al tercer día después de su crucifixión y
muerte. Y tiene que triunfar de ella también en todos sus redimidos, buenos y malos.
Porque es de fe, señores, que Cristo murió por todos, no solamente por los predestinados. Y
como la muerte es una consecuencia del pecado, y Cristo vino a destruir ese pecado, es
preciso que la muerte sea vencida en todos sus redimidos, buenos o malos, ya que este
triunfo sobre la muerte corresponde a Cristo como Redentor de todo el género humano,
independientemente de los méritos o deméritos de cada hombre en particular.
Estos argumentos, como se ve, manifiestan la alta conveniencia de la resurrección de
la carne a la luz de la simple razón natural, pero nuestra fe no se apoya en estos argumentos
de razón, aunque sean tan claros, tan profundos y tan convincentes, sino en la palabra de
Dios, que no puede engañarse ni engañarnos. El cielo y la tierra pasarán, pero la palabra de
Dios no pasará jamás. Podemos estar bien seguros de ello.
Y ¿sabéis cómo resucitaremos, señores?
Maravillosa la teología de la resurrección de la carne. En primer lugar, resucitaremos
con nuestros propios cuerpos, los mismos que ahora tenemos. Está definido por la Iglesia.
Inocencio III impuso a los valdenses la siguiente profesión de fe: "Creemos de corazón y
confesamos con la boca la resurrección de esta misma carne que ahora tenemos, y no otra".
La Iglesia ha repetido reiteradamente semejante rotunda afirmación.
Señores: Es como para echarse a reír que alguien, en nombre de una pretendida
filosofía o de una seudociencia trasnochada, se empeñe en poner obstáculos a la
resurrección del mismo cuerpo numérico que ahora tenemos. Es como para echarse a reír o,
quizá mejor, para tener compasión de la estupenda ignorancia que con ello se pone de
manifiesto. ¿Qué es más fácil, señores, sacar una cosa absolutamente de la nada,
produciendo el ser en toda su integridad, sin ninguna materia preexistente, como ocurrió al
principio del mundo con el acto creador, o recoger nuestras propias cenizas, que son algo
tangible y existente, aunque el viento las haya dispersado a los cuatro puntos cardinales?
¡Si para Dios es ésta la cosa más sencilla del mundo!
Fijaos lo que ocurre con un electroimán. Aplicado a un montón de basura no recoge,
no atare hacia sí nada más que las limaduras de hierro; las selecciona instantáneamente y
las atrae hacia sí, dejando intacto todo lo demás. Algo parecido ocurrirá con la resurrección
de la carne. El electroimán poderosísimo de la omnipotencia divina atraerá desde los cuatro
puntos cardinales, dondequiera que el viento las haya dispersado, nuestras propias cenizas y
reconstruirá instantáneamente nuestro mismo cuerpo. El mismo numéricamente, el
mismísimo que ahora tenemos, aunque adornado de espléndidas prerrogativas, como os
explicaré en una de mis próximas conferencias.
Señores: La química moderna ha logrado desintegrar el átomo. Pero desde mucho
atrás sabíamos ya que dentro del átomo existe todo un verdadero sistema planetario.
Millones y millones de electrones, que, girando vertiginosamente en trillonadas de
revoluciones por minuto, nos dan la sensación de la materia continua, cuando en realidad
no existe más que la materia discreta, o discontinua. El mundo de la materia se reduce a
combinaciones de electrones. No existe más que electricidad; lo demás son meras ilusiones
ópticas. En un pedazo de madera, que parece compacto y continuo, hay trillonadas de
elementos ultramicroscópicos, que están dando vueltas vertiginosamente, a velocidades
fantásticas, dándonos la sensación de una cosa continua, cuando en realidad no hay más que
una danza gigantesca de electrones.
En el mundo de la materia no hay más que electrones. La diversidad específica de las
cosas materiales que nos rodean obedece al distinto modo de combinarse esos elementos
tan simples. En el mundo de la materia no hay más que electrones y combinaciones de
electrones.
Ahora bien: la omnipotencia de Dios, que supo sacar de la nada todos esos electrones,
¿no podrá volverlos a reorganizar en una determinada forma, aunque estén dispersos los
que pertenecían a nuestro propio cuerpo por los cuatro puntos cardinales del universo?
Repito, señores. Es como para echarse a reír ver a tantos pseudosabios racionalistas
poniendo dificultades, desde el punto de vista científico, a una simple y sencilla
reorganización de la materia, que es lo único que se requiere para que se produzca el hecho
colosal de la resurrección de la carne.
No vale objetar que esa reorganización instantánea de la materia no envolvería
dificultad alguna si una misma y determinada materia hubiera pertenecido únicamente a
una sola y determinada persona sin pasar jamás a otra, pero es del todo imposible cuando
ha formado parte de varias personas distintas, como ocurre, por ejemplo, en el caso de los
antropófagos.
No se sigue inconveniente alguno de este hecho. Porque, como explica Santo Tomás,
para que se resucite el mismo cuerpo numéricamente no se requiere que se integre a él toda
la materia que lo constituyó anteriormente. Basta con que se recupere la suficiente para
salvar la identidad numérica, supliendo la divina potencia lo que falte. Pues aun en este
mundo vemos que el niño va creciendo y desarrollándose –cambiando totalmente o en parte
grandísima, la materia corporal que lo constituye–, sin que deje de tener siempre el mismo
cuerpo.
Sin duda alguna que la resurrección de la carne constituirá un gran milagro, que
trasciende en absoluto las fuerzas de la simple naturaleza. Pero la omnipotencia divina lo
realizará con suma facilidad y sencillez. Para el que supo sacar de la nada todo cuanto
existe al conjuro taumatúrgico de su palabra creadora, no puede ofrecer dificultad alguna la
simple reorganización de una materia ya existente, aunque el viento la haya dispersado por
el mundo.
La segunda cualidad de los cuerpos resucitados será la integridad perfecta. Ello
quiere decir que resucitará sin los fallos y deficiencias que acaso tuvieron en este mundo
deformidades, falta de algún miembro, etcétera.).
Y ¿por qué así? Santo Tomás expone tres argumentos de alta conveniencia: Porque la
resurrección será obra de Dios, que nunca hace las cosas imperfectas; porque es
conveniente que los buenos reciban en la integridad de su cuerpo la plenitud del premio, y
los malos, la plenitud del castigo; y porque deben resucitar todos los miembros que el alma
tenga aptitud natural para informar, con el fin de que no quede manca, o imperfecta, esa
tendencia natural.
Resucitaremos íntegros. Y según una opinión probable, compartida por gran número
de teólogos y de Santos Padres, los bienaventurados resucitarán en plena edad juvenil,
porque Cristo –modelo de los resucitados gloriosos– resucitó joven, en la plenitud de su
vida, y porque la juventud es la edad más hermosa de la vida y es conveniente que los
eternos moradores del cielo resuciten con un cuerpo hermosísimo, en el que brillen todos
los encantos de una perpetua y radiante primavera. Repito, sin embargo, que esto no es un
dato de fe, sino sólo una opinión teológica muy bella y razonable.
Sublime el dogma de la resurrección de la carne. Pero terriblemente trágico lo que
ocurrirá inmediatamente después de producirse ese hecho. La asamblea de todos los
resucitados, buenos y malos, comparecerá delante de Cristo Juez para la celebración del
tremendo drama del juicio universal, en el que vamos a meditar unos instantes.
Ha sido el mismo Jesucristo quien se ha dignado describir con toda clase de detalles
la escena del juicio final. No se trata de una opinión teológica más o menos probable. Son
datos de fe. Constan expresamente en el Evangelio.
En él se nos dice que aparecerá en el cielo la señal del Hijo del Hombre –la santa
cruz, acaso la misma numéricamente en que se consumó el sacrificio del Calvario–, y
contemplarán todos los resucitados al mismo Hijo del Hombre, que vendrá sobre las nubes
con gran poder y majestad. Y ante Él caerán de rodillas todos los hombres del mundo, los
buenos y los malos, los bienaventurados y los condenados. Tendrán que ponerse de rodillas
ante Cristo glorioso los que en este mundo le persiguieron, los que le escupieron, los que le
clavaron en la cruz, los grandes perseguidores de la Iglesia, los que intentaron borrar su
nombre de la historia de la humanidad. Santo Tomás de Aquino explica que hasta los
mismos condenados contemplarán aquel día la gloria radiante de Cristo para su mayor
vergüenza, espanto y confusión. Y entonces es cuando se realizará la separación tremenda y
definitiva. No quiero añadir un solo detalle por mi cuenta. Escuchad las palabras mismas
del Evangelio:
"Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los ángeles con Él, se sentará
sobre su trono de gloria, y se reunirán en su presencia todas las gentes, y separará a unos de
otros, como el pastor separa a las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha y
los cabritos a su izquierda. Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: "Venid,
benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación
del mundo..."
Y dirá a los de la izquierda: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado
para el diablo y sus ángeles..."
E irán al suplicio eterno, y los justos a la vida eterna" (Mt 25, 31-46).
Estos son los datos de fe, las noticias que nos ha proporcionado el mismo Cristo, que
actuará de Juez Supremo de vivos y muertos en aquella tremenda asamblea. Estos datos se
cumplirán al pie de la letra: la palabra de Cristo no puede fallar. Pero es conveniente que
examinemos las razones de altísima conveniencia que la simple razón natural descubre ante
el hecho formidable del juicio final.
La primera de todas, señores, es para el triunfo público y solemne de Nuestro Señor
Jesucristo ante la faz del mundo entero.
Tiene perfectísimo derecho a ello. Dice el apóstol San Pablo que Cristo Nuestro
Señor, siendo nada menos que el Hijo de Dios, "se anonadó tomando la forma de esclavo y
se humilló haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual, Dios lo
exaltó y le otorgó un nombre sobre todo nombre, a fin de que se doble ante Él toda rodilla
en el cielo, en la tierra y en los abismos" (Fil. 2, 7-11).
Es necesario, en efecto, que Cristo sea exaltado sobre las nubes del cielo en justa
compensación de sus tremendas humillaciones. Porque asusta, señores, considerar hasta
qué punto quiso humillarse y anonadarse por nuestro amor.
Cuando quiso venir al mundo, no encontró siquiera un lugar decente donde nacer.
Nació como un gitano –¡perdóname Señor!– en una cueva abandonada en las afueras de un
pueblo y fue reclinado sobre unas pajas en un pesebre de animales, "porque no hubo lugar
para ellos en el mesón". Si San José y la Virgen María hubieran poseído grandes bienes de
fortuna, ¡vaya si hubiera habido lugar para ellos en el mesón! Pero eran unos pobres
aldeanos, no tenían nada, y Cristo tuvo que nacer en el portal de Belén y ser reclinado sobre
las pajas de un pesebre.
Y, poco tiempo después, la persecución de Herodes. Y tiene que huir a Egipto como
un malhechor. Y cuando regresa a Nazaret comienza su vida oculta, llena de privaciones y
trabajos. Nuestro Señor Jesucristo no tenía las manos finas del señorito, sino las ásperas del
obrero manual: era un pobre carpintero.
Y cuando empezó a predicar el Evangelio, derrochó bondad y misericordia, sanó a los
enfermos, devolvió la vista a los ciegos, el oído a los sordos, el movimiento a los paralíticos
y hasta la vida a los muertos. Pasó por el mundo haciendo bien, y, a pesar de ello, los
escribas y fariseos le persiguieron y calumniaron brutalmente: "¡Es un samaritano! ¡Hace
los milagros en nombre de Belcebú! ¡Es un embaucador de las masas, está soliviantando al
pueblo!" Y cuando lograron crucificarle, señores –y esto ya es el colmo–, le desafiaron
burlescamente: "¿Pues no eres el Hijo de Dios? ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en
Ti!" Y Jesucristo pasó por esta humillación suprema, aceptó aquellas burlas y carcajadas,
aquel espantoso fracaso, porque quiso salvarnos a todos con su muerte infamante en la cruz.
Nos amó tanto que se olvidó de Sí mismo aceptando aquellos dolores y humillaciones
inefables.
Y después de su muerte y a través de los siglos de la historia, todavía se le sigue
persiguiendo en su Iglesia y en sus discípulos. Las catacumbas, los cristianos arrojados a las
fieras, las iglesias destruidas, los sacerdotes asesinados..., y eso no en una época
determinada de la historia, sino –con mayor o menor intensidad– siempre y en todas partes.
Y todavía hoy, tras el terrible telón de acero, la Iglesia de Cristo sufre y se desangra ante la
indiferencia o la complicidad de la mayor parte de las naciones civilizadas.
Esto no podía quedar así. Es preciso –lo exige la justicia más elemental– que caigan
de rodillas ante Cristo, por las buenas o por las malas, todos sus mortales enemigos: desde
Anás y Caifás, hasta Nerón y Juliano el Apóstata; desde Voltaire y Renán hasta los corifeos
de la masonería y del comunismo internacional. Mal que les pese, todos ellos caerán de
rodillas ante Cristo y reconocerán que es el Hijo de Dios y el Rey de cielos y tierra.
El triunfo grandioso y público de Cristo: he ahí la primera razón del juicio final.
Pero hay una segunda razón que justifica plenamente ese juicio: el triunfo de la virtud
ultrajada y el castigo del vicio triunfante.
En este mundo, señores, suelen triunfar los malvados. Y la virtud, ultrajada y
escarnecida, suele terminar en la cárcel, en el destierro, cuando no en la más afrentosa de
las muertes. Los ejemplos históricos y contemporáneos son tan abundantes y conocidos,
que renuncio a poner ninguno.
No os escandalice este hecho, señores. No os cause extrañeza alguna, porque tiene
una explicación clarísima a la luz de la teología católica y aún del simple sentido común.
Ha sido siempre así y continuará siendo hasta el fin de los siglos: en este mundo triunfarán
siempre los malos, y los buenos serán siempre perseguidos. ¡Siempre!
No os escandalice esto, que la explicación es sencillísima. Es una consecuencia lógica
de la infinita justicia de Dios. ¿Os extraña esta afirmación? Tened la bondad de escucharme
un momento.
No hay hombre tan malo que no tenga algo de bueno, y no hay hombre tan bueno que
no tenga algo de malo. Y como Dios es infinitamente justo, ha de premiar a los malos lo
poco bueno que tienen y ha de castigar a los buenos lo poco malo que hacen. Esto es cosa
clara: lo exige así la justicia de Dios.
Ahora bien: como los malvados, en castigo de sus crímenes, irán al infierno para toda
la eternidad, Dios les premia en esta vida las pocas cosas buenas que hacen. Y como los
buenos han de ir al cielo para toda la eternidad, Dios comienza a castigarles en esta vida lo
poco malo que tienen, con el fin de ahorrarles totalmente, o en parte, las terribles
purificaciones ultraterrenas.
Ahí tenéis la clave del misterio. La mejor señal de reprobación, la más terrible señal
de que un hombre malvado acabará en el infierno para toda la eternidad, es que siendo
efectivamente un malvado, un anticatólico, un blasfemo, un ladrón, un inmoral, etc., triunfe
en este mundo y todo le salga bien. ¡Pobre de él! No le tengáis envidia por sus triunfos,
tenedle profunda compasión. ¡La que le espera para toda la eternidad! Dios le está
premiando en este mundo lo poquito bueno que tiene y le reserva para el otro el espantoso
castigo que merece para toda la eternidad. ¡No tengáis envidia de los malvados que
triunfan, tenedles profunda compasión!
En cambio, no tengáis compasión del bueno que sufre, no compadezcáis a los Santos
que en este mundo sufren tanto y son víctimas de tantas persecuciones. Tenedles más bien,
una santa envidia; porque esos fracasos y tribulaciones humanas dicen muy a las claras que
Dios les castiga en este mundo misericordiosamente sus pequeñas faltas y flaquezas para
darles después el premio espléndido de sus virtudes en la eternidad bienaventurada.
Los Santos, señores, veían con toda claridad estas cosas. Iluminados por las luces de
lo alto, se echaban a temblar cuando las cosas les salían bien, pensando que quizá Dios les
quería premiar en este mundo las pocas virtudes que practicaban, reservando para el otro el
castigo de los muchos defectos que su humildad multiplicaba y agrandaba. Y, al contrario:
cuando el mundo les perseguía, cuando les pisoteaban, levantaban sus ojos al cielo para
darle rendidas gracias a Dios, porque esperaban de Él el perdón y la recompensa en el cielo,
por toda la eternidad.
Esto que los Santos veían ya con toda claridad en este mundo, es preciso que
aparezca con la misma evidencia palmaria ante la humanidad entera.
Es preciso que se desvanezca el tremendo escándalo del triunfo de los malos y el
fracaso de los buenos. Tiene que haber un juicio universal y lo habrá. Entonces volverán las
cosas al lugar que les corresponde y se verá claramente quiénes son los que verdaderamente
han triunfado y quiénes han fracasado para toda la eternidad.
Esto que acabamos de decir en términos generales, podría concretarse en infinitos
casos particulares. ¡Cuántas veces el justo e inocente aparece ante los hombres como
culpable y pecador! Errores judiciales, calumnias atroces que no se desvanecen, virtudes
heroicas ignoradas o perseguidas...
Las cosas no pueden quedar así. En el juicio particular se hace justicia a todos, pero
únicamente en el fuero meramente individual o particular. Es preciso que haya otro
segundo juicio, público y universal, donde aparezca radiante ante todos la inocencia
ultrajada de los justos.
Y, al contrario, ¡cuántas veces son tenidos en este mundo por personas honorables los
más vulgares malhechores! El caballero "intachable" que tenía tratos con una mujer que no
era la suya; el vulgar estafador que pasaba por hombre honrado o por comerciante
"inteligente"; el joven disoluto que aparecía ante la sociedad como modelo y ejemplar de
buenas costumbres; el sacrílego que comulgaba con edificante piedad después de haberse
callado, a sabiendas, un pecado grave en la confesión; los crímenes conyugales perpetrados
en el seno del hogar al amparo de las tinieblas... Todo aparecerá a la faz del mundo el día
de la cuenta definitiva.
Y los pecados colectivos de las naciones, los grandes crímenes políticos, las
injusticias sociales, los negocios fabulosos, las recomendaciones injustas, las
maquinaciones tenebrosas de las sociedades anticatólicas... ¿Por qué Dios permite tamañas
monstruosidades? Sencillamente porque habrá un juicio final en el que Dios mismo echará
abajo las caretas y disfraces de tantos hipócritas enmascarados y pronunciará el anatema
eterno sobre tantos crímenes impunes.
Estas son, señores, las razones principales que el simple buen sentido descubre sin
esfuerzo para comprender lo justo y lo razonable del juicio universal. Nuestra fe, sin
embargo, no se apoya en esas razones, sino en la palabra divina de Jesucristo. Lo ha
revelado Él: habrá un juicio universal y habrán de comparecer en él todos los hombres del
mundo, sin excepción.
Pero todavía concretó mucho más Nuestro Señor Jesucristo en el anuncio y
descripción del juicio final. Se dignó revelarnos, con todo detalle, la sentencia misma que
pronunciará en aquella tremenda asamblea mundial. Hela aquí, tomada textualmente del
Evangelio:
"Entonces dirá el Rey a los que estén a su derecha: "Venid, benditos de mi Padre,
tomad posesión del reino preparado para vosotros desde la creación del mundo. Porque tuve
hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; peregriné y me acogisteis;
estaba desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; preso y vinisteis a verme".
Y le responderán los justos: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos,
sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, desnudo y te
vestimos? ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?"
Y el Rey les dirá: "En verdad os digo que cuantas veces hicisteis eso a uno de estos
mis hermanos menores, a Mí me lo hicisteis".
Y dirá a los de la izquierda: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno, preparado
para el diablo y sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer; tuve sed y no
me disteis de beber; fui peregrino y no me alojasteis; estuve desnudo y no me vestisteis;
enfermo y en la cárcel y no me visitasteis".
Entonces, ellos responderán, diciendo: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o
sediento, o peregrino, o desnudo, o enfermo, o en prisión y no te socorrimos?" Él les
contestará diciendo: "En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos
pequeñuelos, conmigo lo hicisteis".
E irán al suplicio eterno, y los justos, a la vida eterna". (Mt 25, 34-46).
Señores: esto es dogma de fe, son palabras de Cristo, no son opiniones inventadas por
los teólogos, no son "cosas de curas y de frailes", como dicen insensatamente los
incrédulos. Son cosas de Cristo, están en el Evangelio, se cumplirán al pie de la letra.
Es conveniente, señores, que meditemos un poco en el verdadero significado y
alcance de esa fórmula divina del juicio universal.
Sería un error pensar que en el juicio final se nos examinará exclusivamente sobre la
práctica de las obras de caridad. Es cosa clara e indiscutible, que tanto en nuestro juicio
particular, como en el juicio universal, se nos juzgará acerca de todo el conjunto de la Ley
de Dios, sin excluir ninguno de sus mandamientos. Pero no olvidemos que, en cierta
ocasión, los escribas y fariseos preguntaron al mismo Cristo: "Maestro, dinos: ¿Cuál es el
primero y más importante de los preceptos de la Ley? Y Jesucristo contestó, sin vacilar:
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este
es el más grande y el primer mandamiento. El segundo, semejante a éste, es: Amarás al
prójimo como a ti mismo. De estos dos preceptos penden toda la ley y los profetas" (Mt 22,
35-40).
Con esta respuesta, Cristo quiso poner de manifiesto que, ante todo y sobre todo, la
ley evangélica es una ley de caridad. Por eso aludirá a ella especialísimamente en la
fórmula del juicio universal. Se nos examinará, sin duda alguna, de toda la ley y los
profetas; pero, ante todo, y sobre todo, de la caridad, que es su resumen y compendio.
Se nos preguntará, principalmente, si hemos dado de comer al hambriento y de beber
al sediento; si hemos visitado a los enfermos y presos; si hemos vestido al desnudo y
hospedado a los peregrinos; si hemos enseñado al que no sabe, corregido al que yerra y
dado buenos consejos al que los necesitaba; si hemos consolado al triste y hemos sufrido
con paciencia los defectos de nuestros prójimos.
Señores, ante todo, y sobre todo, la caridad. Hay mucha gente que está
completamente equivocada; son legión los que han falsificado el cristianismo. No sin
alguna razón nos echan en cara por esos mundos de Dios a los católicos españoles que
hemos falsificado el catolicismo, que lo hemos transformado en una serie de cofradías y
capillitas, de procesiones y desfiles espectaculares, y nos hemos olvidado de la verdad, de
la justicia y de la caridad. Esto es lo que habría que hacer, sin omitir aquello, como dice el
Señor en el Evangelio. Todo aquello está muy bien. Benditas cofradías, benditas
procesiones, benditos escapularios y medallas. Pero esto sólo, ¡no! Esto sólo, no es el
catolicismo.
El catolicismo es, ante todo, y sobre todo, caridad, amor, compenetración íntima en
Cristo de los de arriba y de los de abajo y de los del medio: "Ya no hay judío ni griego; ya
no hay esclavo ni libre; ya no hay hombre ni mujer; todos sois uno en Cristo" (Gal 3, 28).
Este es el verdadero cristianismo. Ante todo, y sobre todo, caridad. Que hay muchos
cristianos, señores, que pertenecen a todas las cofradías, que andan cargados de
escapularios y de medallas y no tienen caridad. Y cometen con ello un gravísimo escándalo,
porque hacen odiosa la religión a los fríos e indiferentes y esterilizan la sangre de Cristo
sobre tantos y tantos desgraciados.
Señores: ante todo, y sobre todo, la caridad. La salvación del mundo, la salvación de
esta sociedad pagana y alejada de Dios, no podrá venir de otra manera que por una
auténtica y desbordada inundación de caridad por parte de todos los católicos del mundo.
Mientras no practiquemos la caridad no seremos auténticamente cristianos, no podremos
llevar al mundo el auténtico mensaje de Cristo. La caridad por encima de todo.
¡Ah!, pero no olvidemos que la caridad, la reina de todas las virtudes, no puede venir
en suplencia de la justicia, otra virtud fundamentalísima. La caridad no puede ser el
paliativo que encubra los fraudes de la justicia, sobre todo de la social; tiene que venir a
completarla, a darle su último toque, su esplendor y su brillo cristiano. Hay que practicar la
justicia social en la forma proclamada en estos últimos tiempos por los grandes Papas,
Vicarios de Cristo en la tierra. El obrero, el trabajador tiene derecho a comer, no en plan de
limosna, no en plan de caridad: en plan de estricta justicia social. El obrero, señores, por su
mera condición de persona humana, por el solo hecho de haber nacido, tiene derecho a
percibir –a base de su trabajo– el jornal suficiente para vivir él, su mujer y sus hijos.
La doctrina social de la Iglesia está bien clara: salario familiar, participación en los
beneficios de la empresa, introducción progresiva en el contrato de trabajo de elementos del
contrato de sociedad. Y el empresario, el patrono, que pudiendo incorporar esta doctrina a
su empresa o negocio –aunque sea, naturalmente, disminuyendo sus pingües ganancias– no
lo hace, es un mal católico y está quebrantando uno de sus más gravísimos deberes.
Claro está que el obrero tiene, por su parte, la obligación de trabajar. Porque es
preciso reconocer que se está abusando demasiado al proclamar exclusivamente los
derechos de los obreros, sin hablarles jamás de sus deberes. Es preciso proclamar bien alto
que los obreros tienen derechos indiscutibles por exigencia de la ley natural: tienen derecho
al salario suficiente, tienen derecho a comer. ¡Pero tienen también obligación de trabajar!
No es lícito boicotear a la empresa, dejar de trabajar y exigir un salario individual o familiar
que no se ha ganado honradamente con el trabajo estipulado. ¡Que trabaje el obrero y que el
patrono le dé el salario que necesita para atender a sus necesidades! Los dos tienen que
cumplir sus deberes para que puedan reclamar sus derechos. Eso es lo que pide y exige la
justicia más elemental y hasta la verdadera caridad cristiana.
¡Ah, si practicáramos todos la verdadera justicia social, completada por la más
entrañable caridad cristiana! ¡Qué pronto cambiaría la faz del mundo! Serían imposibles los
conflictos sociales, los cataclismos internacionales, la amenaza continua de la guerra.
Cumplidas todas las exigencias de la justicia social, todavía queda un amplio margen
para la caridad cristiana. ¡Cuántos sufrimientos y dolores se pueden aliviar, cuántas
lágrimas enjugar con el pañuelo de la caridad cristiana!
¡Ricos que me escucháis! Tenéis en vuestras manos un gran instrumento de salvación.
Utilizad esas riquezas para granjearos amigos en el cielo, como dice Nuestro Señor en el
Evangelio. Utilizad esas riquezas para practicar, con mano espléndida, la limosna al
necesitado, como pide la caridad cristiana. Justicia social, sin duda alguna; pero ella sola no
basta. La justicia puede mitigar las luchas sociales, pero nunca podrá realizar la unión de
los corazones. Es preciso completar la justicia con la caridad cristiana. Y entonces, sí,
señores. Cuando los de arriba y los de abajo y los del medio practiquemos la gran virtud, de
la que están pendientes toda la ley y los profetas, seremos auténticamente cristianos y
alcanzaremos, en el juicio final, la dicha inefable de estar a la derecha de Jesucristo para oír
de sus labios divinos la sentencia suprema que habrá de hacernos felices para toda la
eternidad. Así sea.
V EL CASTIGO DEL CULPABLE
Os expuse ayer, a la luz de la teología católica, dos grandes dogmas de nuestra fe: la
resurrección de la carne y el juicio final. Asistimos con la imaginación a aquella escena
tremenda, la más trascendental de la historia de la humanidad, que tendrá lugar al fin de los
siglos; y oímos la sentencia de Jesucristo, sentencia de bendición para los buenos: "Venid,
benditos de mi Padre, a poseer el reino que está preparado para vosotros", y sentencia de
maldición para los réprobos: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno."
No podemos rehuir estos temas trascendentales que nos salen ahora al paso. Se trata
de dos dogmas importantísimos de nuestra fe: la existencia del cielo y del infierno, el
destino eterno de las almas inmortales. Prefiero dejar para mañana, último día de estas
conferencias, la descripción del panorama deslumbrador del cielo. Será una conferencia
llena de luz, de alegría, de colorido, que expansionará nuestro corazón. Pero esta tarde,
señores, no tenemos más remedio que enfrentarnos con el tema tremendo, terriblemente
trágico, del destino eterno de los réprobos.
Es un tema muy incómodo y desagradable, lo sé muy bien. Me gustaría y os gustaría
muchísimo más que os hablara, por ejemplo, de la infinita misericordia de Dios para con el
pecador arrepentido. Se ha dicho que la sensibilidad y el clima intelectual moderno no
resiste el tema del infierno, tan incómodo y molesto; que es preferible hablar de la caridad,
de la justicia social, del amor y compenetración de los unos con los otros, y otros temas
semejantes.
Son temas maravillosos, ciertamente; son temas cristianísimos. Pero la Iglesia
Católica no puede renunciar, de ninguna manera, a ninguno de sus dogmas. Yo respeto la
opinión de los que dicen que en estos tiempos no se resisten estos temas tan duros; pero
tratándose de unas conferencias cuaresmales sobre el misterio del más allá, yo no puedo
cometer el grave pecado de omisión de soslayar el dogma del infierno, que forma parte del
depósito sagrado de la divina revelación.
Señores: La Iglesia Católica viene manteniendo íntegramente, durante veinte siglos,
el dogma terrible del infierno. La Iglesia no puede suprimir un solo dogma, como tampoco
puede crear otros nuevos.
Cuando el Papa define una verdad como dogma de fe (v. gr., la Asunción corporal de
María) no crea un nuevo dogma. Simplemente, se limita a garantizarnos, con su autoridad
infalible, que esa verdad ha sido revelada por Dios.
El Papa no crea, no inventa nuevos dogmas; simplemente declara, con su autoridad
infalible –que no puede sufrir el más pequeño error, porque está regida y gobernada por el
Espíritu Santo–, que aquella verdad que define está contenida en el depósito de la
revelación, ya sea en la Sagrada Escritura, ya en la verdadera y auténtica tradición cristiana.
Se trata de una verdad revelada por Dios, no de una opinión teológica inventada o
patrocinada por la Iglesia. La Iglesia no altera, no cambia, no modifica, poco ni mucho, el
depósito de la divina revelación que recibió directamente de Jesucristo y de los Apóstoles.
El dogma católico permanece siempre intacto e inalterable a través de los siglos. Si la
Iglesia alterara, reformara o modificara sustancialmente alguno de sus dogmas, os digo con
toda sinceridad que yo dejaría de ser católico; porque ésa sería la prueba más clara y más
evidente de que no era la verdadera Iglesia de Jesucristo.
Este es, precisamente, el argumento más claro y convincente de que las Iglesias
cristianas separadas de Roma (protestantes y cismáticos) no son las auténticas Iglesias de
Jesucristo. Porque están cambiando y reformando continuamente sus dogmas. Ya creen
esto, ya aquello; ya aceptan lo que antes rechazaron, ya rechazan lo que antes aceptaron, sin
más norte ni guía que el capricho del "libre examen". Y así, se da el caso pintoresco,
señores, de que ciertas sectas protestantes que se separaron de la Iglesia Católica
principalmente por no admitir la doctrina del purgatorio ahora proclaman que el infierno no
es eterno, sino temporal. Con lo cual –como ya les echaba en cara, con fina ironía, José de
Maistre–, después de haberse revelado contra la Iglesia por no admitir el purgatorio,
vuelven a rebelarse ahora por no admitir más que el purgatorio. Es que el error, señores,
conduce, lógicamente, a los mayores disparates.
La Iglesia Católica, en cambio, ha mantenido intacto, durante los veinte siglos de su
existencia, el depósito sagrado de su divina revelación; porque sabe perfectamente que
Jesucristo le confió ese tesoro para que lo custodie, vigile, defienda y lo mantenga intacto,
sin alterarlo en lo más mínimo.
El dogma católico es siempre el mismo, señores, el dogma católico no cambia ni
cambiará jamás. Y precisamente por eso, en el siglo veinte, lo mismo que en el siglo
primero, la existencia del infierno es un dogma de fe y lo continuará siendo hasta el fin del
mundo.
Os voy a hablar del infierno con serenidad, con altura científica, como debe hacerse
hoy.
Por de pronto, os advierto que rechazo, en absoluto, las descripciones dantescas. "La
Divina Comedia", de Dante, es maravillosa desde el punto de vista poético o literario, pero
tiene grandes disparates teológicos. Aquellas descripciones de los tormentos del infierno
son pura fantasía, pura imaginación. El dogma católico no nos dice nada de eso. Rechazo,
en absoluto, las descripciones dantescas. Voy a limitarme a exponeros lo que dice el dogma
católico en torno a la existencia y naturaleza del castigo de los réprobos.
En primer lugar, os voy a hablar de la existencia del infierno.
Lo hemos oído muchísimas veces: si un personaje histórico conocido del mundo
entero (v. gr. Napoleón Bonaparte) viniese del otro mundo y, compareciendo visiblemente
ante nosotros, nos dijera: "Yo he visto el infierno y en él hay esto y lo otro y lo de más
allá", causaría en el mundo una impresión tan enorme y definitiva, que nadie se atrevería ya
a dudar de la existencia de aquel terrible lugar. ¿Por qué no lo envía Dios, para bien de toda
la humanidad?
Señores: los que piden o desean esa prueba no han reflexionado bien; no han caído en
la cuenta de que ese hecho que reclaman se ha producido ya, y en unas condiciones de
autenticidad que jamás hubiera podido soñar la crítica más severa y exigente.
No voy a invocar el testimonio de alguna revelación privada hecha por Dios a alguna
monjita de clausura. Ni siquiera voy a alegar el testimonio de Santa Catalina de Sena o el
de Santa Teresa de Jesús, a quienes Nuestro Señor mostró el infierno y lo describieron
después en sus libros de manera impresionante. Ni voy a citar, en pleno siglo XX, a los
pastorcitos de Fátima, que vieron también, por sus propios ojos, el fuego del infierno.
Personalmente yo estoy convencido de la verdad de esas visiones y revelaciones privadas
que acabo de citar. Pero nuestra fe católica, señores, no se apoya en estos testimonios de
personas particulares, aunque se trate de grandes Santos canonizados por la Iglesia. Nuestra
fe se apoya, directamente, en un testimonio mucho más fuerte, mucho más inconmovible.
Voy a deciros cuál es el gran testigo de la existencia y de la naturaleza del infierno. Os voy
decir quién es.
Trasladémonos con la imaginación a Jerusalén, en la noche del primer Jueves Santo
que conoció la humanidad. Ante el jefe de la Sinagoga, reunida en Sanedrín con los
principales escribas y fariseos de Israel, acababa de comparecer un preso maniatado: es
Jesús de Nazaret. Y el jefe de la Sinagoga, o sea el representante legítimo de Dios en la
tierra, el entonces jefe de la verdadera Iglesia de Dios –porque ya sabéis, señores, que el
cristianismo enlaza legítimamente con la religión de Israel, de la que es su plenitud y
coronamiento: no hay más que una sola Biblia, con su Antiguo y Nuevo Testamento–, el
representante auténtico de Dios en la tierra se pone majestuosamente de pie, y, encarándose
con aquel preso que tiene delante, le dice solemnemente: "Por el Dios vivo te conjuro que
nos digas claramente, de una vez, si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios." Y aquel preso
maniatado, levantando con serenidad su rostro, le contesta: "Tú lo has dicho, Yo lo soy. Y
os digo que un día veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las
nubes del cielo (Mt 26, 63-64).
Señores: nadie hasta entonces, en toda la historia de la humanidad, se había atrevido
jamás a decir: "Yo soy el Hijo de Dios", y nadie se ha atrevido a repetirlo de entonces acá.
Esa tremenda afirmación, solamente Jesús de Nazaret ha tenido el inaudito atrevimiento de
hacerla. Pero ese Jesús, que ha tenido la infinita osadía de decirlo, ha tenido también la
infinita audacia de demostrarlo. Una serie de pruebas aplastantes, absolutamente
infalsificables, han puesto la rúbrica divina a esa tremenda afirmación: "Yo soy el Hijo de
Dios." ¿Queréis que recordemos unas cuantas?
Un día se acercaba Jesús, acompañado de un gran gentío, a un pueblo llamado Jericó.
Y a la entrada del pueblo, en lugar y sitio estratégico de paso, la escena que estamos
contemplando todos los días: un ciego pidiendo limosna. El pobrecillo no veía
absolutamente nada, pero oyó el murmullo de la muchedumbre que se acercaba, y
preguntó: "¿Qué pasa?" "Es Jesús de Nazaret que se acerca", le contestaron. Y al instante,
el pobre ciego comenzó a gritar: "¡Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!" Y alargando las
manos, que son los ojos del ciego, buscaba con ellas a Jesús. Le llevan ante Él, y le
pregunta Jesús con dulzura: "¿Qué quieres?" ¡Pobrecito, qué iba a querer! "Señor, que
vea." Y Jesús pronuncia una sola palabra: "Quiero." Y al instante se abren los ojos del
ciego y comienza a ver claramente (Lc 18, 35-43).
Oculista que me escuchas: tú sabes muy bien lo que significa atrofia del nervio
óptico, corteza cervical, ceguera de nacimiento... No tiene remedio, ¿verdad? Pues lo tuvo
con una sola palabra de Jesucristo. ¿Qué te parece la prueba?
Otro día se le presenta un hombre cubierto de lepra, con su carne podrida que se le
caía a pedazos; y aquella piltrafa humana cae de rodillas ante Jesús y le dice con lágrimas
en los ojos: "Señor, si quieres, puedes limpiarme." Y extendiendo Él su mano, le toca
diciendo: "Quiero, sé limpio." Y en el acto la carne podrida del leproso se vuelve fresca y
sonrosada como la de un niño que acaba de nacer (Lc 5, 12-13).
Señores: La medicina moderna ha hecho progresos admirables. Pero con todos los
adelantos modernos, ¡cuánto cuesta y con qué lentitud se logra la curación de un leproso! El
bacilo de Hansen es dificilísimo de vencer, aún hoy, con todos los progresos y adelantos de
la medicina. Pero a Cristo le bastó hace veinte siglos una sola palabra: "Quiero", y al
momento desapareció la lepra.
Otro día le seguía una inmensa multitud. Cinco mil hombres, sin contar las mujeres ni
los niños. Y Jesús les dice a sus apóstoles: "Dadles de comer." Pero ellos le respondieron:
"No tenemos aquí sino cinco panes y dos peces." Él les dijo: "Traédmelos acá." Y alzando
sus ojos al cielo, bendijo y partió los panes y se los dio a sus discípulos, y estos, a la
muchedumbre.
Y comieron todos y se saciaron y recogieron de los fragmentos sobrantes doce cestos
llenos (Mt 14, 14-21). ¿Qué os parece?
Otro día dormía Jesús tranquilamente en la barca de sus discípulos. De pronto se
levanta un fuerte viento, y la débil barquichuela, bajo los embates de las olas, amenaza
zozobrar. Sus discípulos le despiertan atemorizados: "¡Señor, sálvanos, que perecemos!" Y
Jesús se puso sencillamente de pie y mandó al viento y dijo al mar: "Calla, enmudece." Y al
instante se aquietó el viento y se hizo completa calma. Y sus discípulos se preguntaron
asustados: "¿Quién será éste que hasta el viento y el mar le obedecen?" (Mc 4, 34-41).
Otro día Jesucristo caminó majestuosamente sobre las olas del mar como sobre una
alfombra azul festoneadas de espumas (Mt 14, 25).
Otro día...
¿Para qué seguir? Aquel hombre jugaba con el mar, con los vientos y tempestades,
con las enfermedades de los hombres y con las fuerzas de la Naturaleza como Dueño y
Señor de todo.
Pero hay todavía, señores, una prueba más impresionante de la divinidad de Nuestro
Señor Jesucristo.
Señores: en medicina legal no se admite más que una prueba definitiva de muerte
real: la putrefacción. Mientras el cadáver no comience a descomponerse, no podemos tener
una seguridad científica y absoluta de que está realmente muerto. Pero cuando empieza a
descomponerse, cuando comienza la putrefacción, la muerte real es ciertísima,
científicamente segura.
Recordemos ahora la impresionante escena evangélica. Lázaro de Betania, el amigo
de Cristo, cae gravemente enfermo. Y sus hermanas Marta y María envían un recado al
Maestro, diciéndole: "Señor, el que amas está enfermo". Jesucristo no acude enseguida;
deja pasar dos días después de recibido el aviso. Cuando llegó a Betania, Lázaro llevaba ya
cuatro días en el sepulcro. Y cuando Marta le dice llorando a Jesús: "Señor: si hubieras
estado aquí, mi hermano no hubiera muerto", Jesús le dice: "Yo soy la resurrección y la
vida... El que cree en Mí, aunque hubiese muerto, vivirá". Se dirige al sepulcro, seguido de
una gran muchedumbre. Y ordena: "Quitad la piedra". Y al instante perciben todos el hedor
pestilencial del cadáver putrefacto en descomposición. Y Jesucristo, alzando sus ojos al
cielo, pronuncia estas palabras: "Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sé que
siempre me escuchas, pero por la muchedumbre que me rodea, lo digo: para que crean que
Tú me has enviado". Y diciendo esto, gritó con fuerte voz: "¡Lázaro, sal fuera!" Y al
instante, como un siervo obediente cuando su amo le da una orden, el cadáver putrefacto de
Lázaro se presentó delante de todos lleno de salud y de vida.
Señores: el milagro, por definición, trasciende las fuerzas de toda naturaleza creada y
creable. Solamente Dios, Autor de la Naturaleza, o alguien en nombre de Dios, puede
suspender sus leyes inmutables. Ahora bien: Jesucristo hacía los milagros en nombre
propio, no en nombre de Dios. Cuando invoca a Dios le llama Padre, y le invoca no para
pedirle el poder de hacer milagros, sino únicamente para que los que le rodean crean que
ha sido enviado por Él.
Jesucristo tuvo la osadía de decir que era el Hijo de Dios, pero lo demostró de una
manera aplastante y definitiva. El mismo Dios se encargó de confirmarlo desde el cielo,
cuando en el momento del bautismo de Jesús se abrieron los cielos y se oyó la voz augusta
del Eterno Padre, que exclamaba: "Este es mi Hijo muy amado, en el que tengo puestas mis
complacencias". (Mt 3, 16-17).
Pues bien: ese que es el Hijo de Dios, ese que ha venido del cielo y sabe
perfectamente lo que hay en el otro mundo, ése nos dice veinticinco veces en el Evangelio
que existe el infierno y que es eterno, que no terminará jamás. "Que venga alguien del otro
mundo a decirlo". ¡Ya ha venido! Y nada menos que el que dijo y demostró que era el Hijo
de Dios. ¿Comprendéis ahora la increíble insensatez de la carcajada volteriana negando la
existencia del infierno? Las cosas de Dios son como Dios ha querido que sean, no como se
les antojen a los incrédulos.
¡Pobres incrédulos! ¡Qué pena me dan! No todos son igualmente culpables. Distingo
muy bien dos clases de incrédulos completamente distintos. Hay almas atormentadas que
les parece que han perdido la fe. No la sienten, no la saborean como antes. Les parece que
la han perdido totalmente. Esta misma tarde he recibido una carta anónima: no la firma
nadie. A través de sus palabras se transparenta, sin embargo, una persona de cultura más
que mediana. Escribe admirablemente bien. Y después de decirme que está oyendo mis
conferencias por Radio Nacional de España, me cuenta su caso. Me dice que ha perdido
casi por completo la fe, aunque la desea con toda su alma, pues con ella se sentía feliz, y
ahora siente en su espíritu un vacío espantoso. Y me ruega que si conozco algún medio
práctico y eficaz para volver a la fe perdida que se lo diga a gritos, que le muestre esa meta
de paz y de felicidad ansiada.
¡Pobre amigo mío! Voy a abrir un paréntesis en mi conferencia para enviarte unas
palabras de consuelo. Te diré con Cristo: "No andas lejos del Reino de Dios". Desde el
momento en que buscas la fe, es que ya la tienes. Lo dice hermosamente San Agustín: "No
buscarías a Dios si no lo tuvieras ya". Desde el momento en que deseas con toda tu alma la
fe, es que ya la tienes. Dios, en sus designios inescrutables, ha querido someterte a una
prueba. Te ha retirado el sentimiento de la fe, para ver cómo reaccionas en la oscuridad. Si
a pesar de todas las tinieblas te mantienes fiel, llegará un día –no sé si tarde o temprano, son
juicios de Dios– en que te devolverá el sentimiento de la fe con una fuerza e intensidad
incomparablemente superior a la de antes. ¿Qué tienes que hacer mientras tanto?
Humillarte delante de Dios. Humíllate un poquito, que es la condición indispensable para
recibir los dones de Dios. El gozo, el disfrute, el saboreo de la fe, suele ser el premio de la
humildad. Dios no resiste jamás a las lágrimas humildes. Si te pones de rodillas ante Él y le
dices: "Señor: Yo tengo fe, pero quisiera tener más. Ayuda Tú mi poca fe". Si caes de
ropillas y le pides a Dios que te dé el sentimiento íntimo de la fe, te la dará infaliblemente,
no lo dudes; y mientras tanto, pobre hermano mío, vive tranquilo, porque no solamente no
andas lejos del Reino de Dios, sino que, en realidad, estás ya dentro de él.
¡Ah! Pero tu caso es completamente distinto del de los verdaderos incrédulos. Tú no
eres incrédulo, aunque de momento te falte el sentimiento dulce y sabroso de la fe. Los
verdaderos incrédulos son los que, sin fundamento ninguno, sin argumento alguno que les
impida creer, lanzan una insensata carcajada y desprecian olímpicamente las verdades de la
fe.
No tienen ningún argumento en contra, no lo pueden tener, señores. La fe católica
resiste toda clase de argumentos que se le quieran oponer. No hay ni puede haber un
argumento válido contra ella. Supera infinitamente a la razón, pero jamás la contradice. No
puede haber conflicto entre la razón y la fe, porque ambas proceden del mismo y único
manantial de la verdad, que es la primera Verdad por esencia, que es Dios mismo, en el que
no cabe contradicción. Es imposible encontrar un argumento válido contra la fe católica. Es
imposible que haya incrédulos de cabeza –como os decía el otro día–, pero los hay
abundantísimos de corazón. El que lleva una conducta inmoral, el que ha adquirido una
fortuna por medios injustos, el que tiene cuatro o cinco amiguitas, el que está hundido hasta
el cuello en el cieno y en el fango, ¡cómo va a aceptar tranquilamente la fe católica que le
habla de un infierno eterno! Le resulta más cómodo prescindir de la fe o lanzar contra ella
la carcajada de la incredulidad.
¡Insensato! ¡Como si esa carcajada pudiera alterar en nada la tremenda realidad de las
cosas! ¡Ríete ahora! Carcajaditas de enano en una noche de barrio chino. ¡Ríete ahora! ¡Ya
llegará la hora de Dios! Ya cambiarán las cosas. Escucha la Sagrada Escritura: "Antes
desechasteis todos mis consejos y no accedisteis a mis requerimientos. También yo me reiré
de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror". (Prov 1, 25-26). El
mismo Cristo advierte en el Evangelio, con toda claridad: "¡Ay de vosotros los que ahora
reís, porque gemiréis y lloraréis!" (Lc 6, 25). ¡Te burlas de todo eso? Pues sigue gozando y
riendo tranquilamente. Estás danzando con increíble locura al borde de un abismo: ¡es la
hora de tu risa! Ya llegará la hora de la risa de Dios para toda la eternidad.
El infierno existe, señores. Lo ha dicho Cristo. Poco importa que lo nieguen los
incrédulos. A pesar de esa negativa, su existencia es una terrible realidad. Pero es
conveniente que avancemos un poco más y tratemos de descubrir lo que hay en él.
El catecismo, ese pequeño librito en el que se contiene un resumen maravilloso de la
doctrina católica, nos dice que el infierno es "el conjunto de todos los males, sin mezcla de
bien alguno". Maravillosa definición. Pero hay otra forma más profunda todavía: la que nos
dejó en el Evangelio Nuestro Señor Jesucristo en persona. Es la misma frase que
pronunciará el día del Juicio final: "Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". En esta
fórmula terrible se contiene un maravilloso resumen de toda la teología del infierno.
Porque el infierno, fundamentalmente, lo constituyen tres cosas y nada más que tres:
lo que llamamos en teología pena de daño, lo que llamamos pena de sentido y la eternidad
de ambas penas. Ahí tenemos toda la teología esencial del infierno; todo lo demás son
circunstancias accidentales. Pues esas tres cosas están maravillosamente registradas y
resumidas en la frase de Cristo: "Apartaos de Mí, malditos (pena de daño), al fuego (pena
de sentido) eterno (eternidad de ambas penas)".
Señores: maravilloso resumen el de Nuestro Señor Jesucristo. Vamos a meditarlo por
partes.
Lo principal del infierno es lo que llamamos en teología la pena de daño. La
condenación propiamente dicha, que consiste en quedarse privado y separado de Dios para
toda la eternidad. Eso es lo fundamental del infierno.
Ya estoy oyendo la carcajada del incrédulo: "¿De verdad, Padre, que lo más terrible
que hay en el infierno es estar privado o separado de Dios para toda la eternidad? Pues
entonces, no tengo inconveniente en ir al infierno. Porque en este mundo sé prescindir muy
bien de Dios, no me hace falta absolutamente para nada. De manera que si lo más terrible
que me voy a encontrar en el infierno es que allí no tendré a Dios, ya puede enviarme allá
cuando le plazca".
¡Pobrecito! No sabes lo que dices, ¡no sabes lo que dices! Escúchame un momento,
que puede ser que dentro de cinco minutos hayas cambiado de pensar. Escucha.
Te gusta la belleza, ¿verdad? ¡Vaya si te gusta! Sobre todo cuando se te presenta en
forma de mujer...
Te gusta el dinero, ¿verdad? Te gustaría mucho ser millonario. Quién sabe si
precisamente por eso: porque te gusta tanto el dinero, porque has robado tanto, porque has
cometido tantas injusticias, no quieres saber nada de la religión y del más allá.
Si eres una muchacha frívola, ligerilla, mundana, ¡cómo te gustaría ser una estrella
cinematográfica, aparecer en primer plano en todas las pantallas, en la portada de todas las
revistas cinematográficas del mundo, ser una figura de fama mundial, que todo el mundo
hablara de ti...! ¡Cómo te gustaría todo esto! ¿Verdad?
Pues mira: todas esas cosas no son más que "gotitas" de una felicidad efímera, que no
llena el corazón. ¡Si lo sabes tú mismo de sobra! Nunca te has sentido del todo bien, del
todo satisfecho, del todo feliz, ¡jamás! En los caminos del mundo, del demonio, de la carne
no se encuentra la verdadera y auténtica felicidad, ¡lo sabes muy bien por experiencia!
Ahora bien: en el momento mismo de tu muerte, cuando tu alma se arranque del
cuerpo, aparecerá delante de ti un panorama completamente insospechado. Verás delante de
ti como un mar inmenso, un océano sin fondo ni riberas. Es la eternidad, inmensa e
inabarcable, sin principio ni fin. Y comprenderás clarísimamente, a la luz de la eternidad,
que Dios es el centro del Universo, la plenitud total del Ser. Verás clarísimamente que en Él
está concentrado todo cuanto hay de belleza y de riqueza, y de placer, y de honor, y de
alabanza, y de gloria, y de felicidad inenarrable. Y cuando, con una sed de perro rabioso,
trates de arrojarte a aquel océano de felicidad que es Dios, saldrán a tu encuentro unos
brazos vigorosos que te lo impidan, al mismo tiempo que oirás claramente estas terribles
palabras: "¡Apártate de Mí, maldito!" ¡Ah! Entonces sabrás lo que es bueno, y entonces
verás que la pena de sentido, la pena de fuego que voy a describir inmediatamente, no tiene
importancia, es un juguete de niños ante la rabia y desesperación espantosa que se
apoderará de ti cuando veas que has perdido aquel océano de felicidad inenarrable para
siempre, para siempre, para toda la eternidad.
Dios, señores, actuará sobre los réprobos como una especie de electroimán
incandescente: les atraerá y abrasará al mismo tiempo. En este mundo no podemos
formarnos la menor idea del tormento espantoso que esto ocasionará a los condenados. Esto
es lo que constituye la entraña misma de la pena de daño.
Pero, me diréis: "Padre, ¿y por qué rechaza Dios a los que de manera tan vehemente
tienden a Él? ¿No supone esto, acaso, falta de bondad y de misericordia?"
De ninguna manera, señores. Reflexionad un poco en la psicología del condenado. El
condenado no se arrepiente ni se arrepentirá jamás de sus pecados. Tiende irresistiblemente
a Dios, al mismo tiempo que le odia con todas sus fuerzas. Esa tendencia no es
arrepentimiento, sino egoísmo refinadísimo. Tiende a Dios porque ve con toda evidencia
que, poseyéndole, sería completa y absolutamente feliz, pero sin arrepentirse de haberle
ofendido en este mundo.
El condenado no se arrepiente ni puede arrepentirse, porque en la eternidad son
imposibles los cambios sustanciales. Nadie puede cambiar el último fin libremente elegido
en este mundo. La muerte nos dejará fosilizados en el bien o en el mal, según nos encuentre
en el momento de producirse. Si nos encuentra en gracia de Dios, la muerte nos fosilizará
en el bien: ya no podremos pecar jamás, ya no podremos perder a Dios. Pero si la muerte
nos sorprende en pecado mortal, quedaremos fosilizados en el mal, ya no podremos
arrepentirnos jamás.
El condenado tiende a Dios con un refinadísimo egoísmo. Esa tendencia inmoral, no
solamente no le justifica ante Dios, sino que es su último y eterno pecado. Desea a Dios por
puro egoísmo, para gozar de la felicidad inmensa que su posesión le produciría; pero sin la
menor sombra de amor o de arrepentimiento. En estas condiciones es muy justo, señores,
que Dios le rechace: es necesario que sea así. Por eso os decía que Dios actúa sobre el
condenado como un electroimán incandescente: le atrae y le quema al mismo tiempo. No
podemos formarnos idea, acá en la tierra, del tormento espantoso que esto ocasionará a los
condenados.
Y luego viene la pena de sentido, que, con ser terrible, no tiene importancia,
comparada con la de daño. Es la pena del fuego. Yo no sé, señores, porque la Iglesia
Católica no lo ha definido expresamente, si el fuego del infierno es de la misma naturaleza
que el fuego de la tierra: no lo sé. Lo único que sé es que se trata de un fuego real, no
imaginario o metafórico. Hay una declaración oficial de la Sagrada Penitenciaría
Apostólica contestando a la pregunta de un sacerdote que preguntó qué tenía que hacer con
un penitente que no aceptaba la realidad del fuego del infierno, como si se tratase
únicamente de una metáfora evangélica. La Sagrada Penitenciaría contestó que ese
penitente debía ser instruido convenientemente en la verdad, y si después de la debida
instrucción se obstinaba en no querer aceptar la realidad del fuego del infierno, había que
negarle la absolución. Está claro, señores.
El fuego del infierno es un fuego real, no metafórico, aunque no podemos precisar si
es o no de la misma naturaleza que el fuego de la tierra. Desde luego tiene propiedades muy
distintas, porque el fuego del infierno atormenta, no solamente los cuerpos, sino también las
almas; y no destruye, sino que conserva la vida de los que entran en sus dominios.
Me acuerdo en estos momentos de aquel pobre muchacho de la provincia de
Santander. Era un pobre vaquerillo que cuidaba las vacas de su propia casa. Y un día, en el
establo de las vacas, se declaró un incendio. El muchacho, que estaba viendo la catástrofe
económica que se les venía encima, penetró en el establo ardiendo con el fin de hacer salir
las vacas por la puerta trasera. Y como tardaba mucho en salir y el incendio crecía por
momentos, el padre del muchacho quiso lanzarse también, ya no por las vacas, sino por
sacar a su hijo que iba a perecer abrasado. Cinco hombres apenas podían sujetarle. De
pronto, el muchacho salió gritando y con los vestidos ardiendo. El mismo se arrojó de
cabeza a una poza de agua que tenían allí cerca para abrevadero de las vacas y se hundió
rápidamente en ella. Cuando poco después salió del agua, con quemaduras mortales, gritaba
espantosamente al mismo tiempo que decía: "¡Confesión, confesión, que me quemo;
confesión, que me abraso!" Pocas horas después de recibir el Viático murió retorciéndose
con terribles dolores.
Señores: yo no sé si el fuego del infierno es de la misma naturaleza que el de la tierra,
pero sé que es un fuego real, no metafórico, y que atormentará a los condenados para toda
la eternidad. Lo ha revelado Dios y lo mismo da creerlo que dejarlo de creer. Las cosas son
así, aunque nos resulten incómodas y molestas.
Pero lo más espantoso del infierno, señores, es la tercera nota, la tercera
característica: su eternidad. El infierno es eterno.
¿Habéis contemplado la escena alguna vez a la orilla de un río o del mar? Cuando el
pescador nota que el pez ha mordido el anzuelo, tira con fuerza de la caña y el pez se
retuerce desesperadamente fuera del agua. Se está ahogando. Sus pobres branquias no están
adaptadas para respirar directamente el oxígeno del aire: necesita absorberlo diluido en el
agua. Su agonía es terrible, pero dura unos momentos nada más. Muy pronto da un nuevo y
desesperado coletazo y queda inmóvil: ha muerto ahogado.
Imaginad ahora, señores, el caso de un hombre aparentemente muerto que vuelve a la
vida en el sepulcro, y se da cuenta de que le han enterrado vivo. Su tormento no durará más
que unos minutos, pero ¡qué espantosa desesperación experimentará cuando se encuentre
en aquel ataúd estrecho y oscuro, cuando vea que no se puede mover, que le es imposible
liberarse de su espantosa cárcel! ¡Qué angustia, qué desesperación tan espantosa! Pero
durará unos minutos nada más, porque por asfixia morirá muy pronto, esta vez
definitivamente.
Pues imaginad ahora lo que será un tormento y desesperación eternos.
La eternidad no tiene nada que ver con el tiempo, no tiene relación alguna con él. En
la esfera del tiempo pasarán trillonadas de siglos y la eternidad seguirá intacta, inmóvil,
fosilizada en un presente siempre igual. En la eternidad no hay días, ni semanas, ni meses,
ni años, ni siglos. Es un instante petrificado, es como un reloj parado, que no transcurrirá
jamás, aunque en la esfera del tiempo transcurran millones de siglos.
¡Un trillón de siglos! Esa frase se dice muy pronto, la palabra trillón se pronuncia con
mucha facilidad. Ya no es tan sencillo escribirla: hay que escribir la unidad seguida de
dieciocho ceros. ¿Pero sabéis lo que un trillón da de sí? Si repartiéramos un trillón de
céntimos entre todos los habitantes del mundo, al terminar el reparto cada uno de ellos
tendría cinco millones de pesetas. ¡Lo que da de sí un trillón, aunque sea simplemente de
céntimos!
Pues cuando en la esfera del tiempo habrá transcurrido un trillón de siglos la
eternidad permanecerá intacta, sin haber sufrido el menor arañazo. El instante eterno
seguirá petrificado.
Señores: el infierno es eterno. ¡Lo ha dicho Cristo! Poco importa que los incrédulos
se rían. Sus burlas y carcajadas no lograrán cambiar jamás la terrible realidad de las cosas.
Pero, quizá me digáis: "Padre: para nosotros, los católicos, no hay problema.
Creemos en la existencia y eternidad del infierno porque lo ha revelado Dios y esto nos
basta. Pero ¿no le parece que para el que no tenga fe el dogma de la existencia y eternidad
del infierno es como para desanimarle a abrazar el catolicismo? ¿Cómo puede
compaginarse esa verdad tan terrible con el amor y la misericordia infinita de Dios,
proclamados con tanta claridad e insistencia en las Sagradas Escrituras? Al incrédulo no le
cabrá jamás en la cabeza esta contradicción, al parecer tan clara y manifiesta".
Tenéis razón, amigos míos. El dogma del infierno, mirado de tejas abajo y
prescindiendo de los datos de la fe, no cabe en la pobre cabeza humana. Humanamente
hablando, a mí tampoco me cabe en la cabeza. No me cabe en la cabeza, aunque lo creo con
toda mi alma porque lo ha revelado Dios.
Pero, ¿sabéis por qué a vosotros y a mí no nos cabe en la cabeza?
Recordad la bellísima leyenda. San Agustín estaba paseando un día junto a la orilla
del mar y pensaba en el misterio insondable de la Santísima Trinidad, tratando de
comprender cómo tres Personas distintas sean un solo Dios verdadero. Y dándole vueltas a
su pobre inteligencia para descifrar el misterio, reparó en un niño pequeño que acababa de
excavar en la arena de la playa un pequeño pocito que iba llenando de agua trasladándola
del mar con una pequeña concha. San Agustín le preguntó: "¿Qué estás haciendo,
pequeño?" Y el niño: "Quiero trasladar toda el agua del mar a este pequeño hoyito". "Pero,
¿no ves que eso es imposible?" "Más imposible todavía es que tú puedas comprender el
misterio insondable de la Santísima Trinidad. ¿No ves que el infinito no cabe ni puede
caber en tu cabeza?" Y desapareció el niño, porque, según la bella leyenda, no era un niño,
sino un ángel del cielo que Dios había enviado para darle a San Agustín aquella gran
lección.
Señores: ésta es la verdadera explicación. Las cosas de Dios son inmensamente
grandes, nuestra pobre cabeza humana es demasiado pequeña para poderlas abarcar. Es
cierto que en la Sagrada Escritura se proclama clarísimamente la misericordia infinita de
Dios; pero con no menor claridad se proclama también el dogma terrible del infierno. ¿Qué
cómo se compaginan ambas cosas? No lo sé. Pero ahí están los hechos, claros e
indiscutibles.
Sin embargo, señores, no deja de ser curioso que no nos quepa en la cabeza el dogma
terrible del infierno, y nos quepan sin dificultad algunas otras cosas incomparablemente
más serias todavía. Si lo pensáramos bien, el misterio inefable de la Encarnación del Verbo
es incomparablemente más grande y estupendo que el de la existencia del infierno. Nos
cabe en la cabeza y lo aceptamos plenamente que Dios Nuestro Señor se haya hecho
hombre y haya muerto en una cruz para salvar a los hombres. Si un hombre se transformase
en hormiga y se dejase matar para salvar a las hormigas, diríamos que se había vuelto loco.
Y, sin embargo, señores, entre un hombre y una hormiga todavía hay alguna proporción,
alguna semejanza; pero entre Dios y las criaturas no hay ninguna semejanza ni proporción:
la distancia es rigurosamente infinita. Y Dios se hizo hormiga, se hizo hombre, para
salvarnos a los hombres. Y no contento con esta humillación increíble, se dejó clavar en
una cruz por aquellos mismos que venía a salvar. Y permitió que su Madre Santísima se
convirtiese en la Reina y Soberana de los mártires, asistiendo a la terrible escena del
Calvario, donde, a fuerza de increíbles dolores, conquistó su título de Corredentora de la
humanidad.
Todo esto, señores, nos cabe perfectamente en la cabeza. Que Cristo esté clavado en
la cruz, que su Madre Santísima sea la Virgen de los Dolores, con siete espadas en el
corazón; todo esto, que es inmenso, que rebasa la capacidad intelectiva de los mismos
ángeles del cielo, que no podrán comprender jamás con su portentosa inteligencia angélica,
esto, señores, nos cabe perfectamente en nuestras pobres cabecitas humanas. Pero que ese
mismo Dios que se ha vuelto loco de amor a los hombres mande al infierno para toda la
eternidad al gusano asqueroso que abuse definitivamente de la sangre de Cristo, que
traspase el corazón de la Virgen de los Dolores con las nuevas espadas de sus crímenes
nefandos, ¡eso ya no nos cabe en la cabeza!
Señores: tenemos que reconocer que no jugamos limpio. ¡No jugamos limpio! Nos
caben en la cabeza cosas infinitamente más grandes, porque no hacen referencia a castigos
y penas personales y no nos caben otras cosas infinitamente más pequeñas cuando se trata
de castigar nuestros propios crímenes y pecados. Señores: no jugamos limpio; hay aquí una
falta evidente de honradez.
"¿Pero no es Dios infinitamente misericordioso?"
¿Lo preguntas tú? ¿Cuántas veces te ha perdonado Dios? ¿Cinco? ¿Cinco mil?
¿Cincuenta mil? ¿Y todavía preguntas si Dios es infinitamente misericordioso? ¿Pero no
sabes que si Dios no fuese infinitamente misericordioso, el mismo día que cometiste el
primer pecado mortal se hubiera abierto la tierra y te hubiera tragado al infierno para toda la
eternidad? Precisamente porque Dios es infinitamente misericordioso espera con tanta
paciencia que se arrepienta el pecador y le perdona en el acto, apenas inicia un movimiento
de retorno y de arrepentimiento. Dios no rechaza jamás, jamás, al pecador contrito y
humillado. No se cansa jamás de perdonar al pecador arrepentido, porque es infinitamente
misericordioso, precisamente por eso. ¡Ah!, pero cuando voluntariamente, obstinadamente,
durante su vida y a la hora de la muerte, el pecador rechaza definitivamente a Dios, sería el
colmo de la inmoralidad echarle a Dios la culpa de la condenación eterna de ese malvado y
perverso pecador.
No puede tolerarse tampoco la ridícula objeción que ponen algunos: "Está bien que se
castigue al culpable; pero como Dios sabe todo lo que va a ocurrir en el futuro, ¿por qué
crea a los que sabe que se han de condenar?"
Señores: esta nueva objeción es absurda e intolerable. No es Dios quien condena al
pecador. Es el pecador quien rechaza obstinadamente el perdón que Dios le ofrece
generosamente. Es doctrina católica, señores, que Dios quiere sinceramente que todos los
hombres se salven. A nadie predestina al infierno. Ahí está Cristo crucificado para
quitarnos toda duda sobre esto. Ahí está delante del crucifijo la Virgen de los Dolores. Dios
quiere que todos los hombres se salven, y lo quiere sinceramente, seriamente, con toda la
seriedad que hay en la cara de Cristo Crucificado. Dios quiere que todos los hombres se
salven; pero, cuando obstinadamente, con toda sangre fría, a sabiendas, se pisotea la sangre
de Cristo y los dolores de María, señores: el colmo del cinismo, el colmo de la inmoralidad
sería preguntar por qué Dios ha creado a aquel hombre sabiendo que se iba a condenar.
Señores: el colmo de la inmoralidad.
Es ridículo, señores, tratar de enmendarle la plana a Dios. Lo ha dispuesto todo con
infinita sabiduría, y aunque, en este mundo no podamos comprenderlo, también con infinito
amor y entrañable misericordia. Más que entretenernos vanamente en poner objeciones al
dogma del infierno –que en nada alterarán su terrible realidad– procuremos evitarlo con
todos los medios a nuestro alcance. Por fortuna estamos a tiempo todavía. ¿Nos horroriza el
infierno? Pues pongamos los medios para no ir a él.
En realidad, como os decía el primer día, éste es el único gran negocio que tenemos
planteado en este mundo. Todos los demás no tienen importancia. Son problemitas sin
trascendencia alguna.
¡Muchacho, estudiante que me escuchas! El suspenso, el quedar en ridículo, el perder
las vacaciones..., ¡cosa de risa! No tiene importancia alguna.
¡Millonario que te has arruinado, que viniste a menos, que estás sumergido en una
miseria vergonzante...!, ¡cosa de risa! Dentro de unos años, se acabó todo.
Tú, el que en una catástrofe automovilística has perdido a tu padre, a tu madre, a tu
mujer o a tu hijo, permíteme que te diga: ¡cosa de risa! Allá arriba les volverás a encontrar.
Y tú, la mujer mártir del marido infiel, o el marido víctima de la mujer infame.
Humanamente hablando, eso es tremendo; pero mirado de tejas arriba, ¡cosa de risa! Ya
volverá todo a sus cauces, en este mundo o en el otro.
La única desgracia terriblemente trágica, la única absolutamente irreparable, es la
condenación eterna de nuestra alma. ¡Eso sí que es terrible sobre toda ponderación y
encarecimiento!
¡Que se hunda todo: la salud, los hijos, los padres, la hacienda, la honra, la dignidad,
la vida misma! ¡Que se hunda todo, menos el alma! La única cosa tremendamente seria: la
salvación del alma.
Estamos a tiempo todavía. Cristo nos está esperando con los brazos abiertos.
¡Pobre pecador que me escuchas! Aunque lleves cuarenta o cincuenta años alejado de
Cristo; aunque te hayas pasado la vida entera blasfemando de Dios y pisoteando sus santos
mandamientos, fíjate bien: si quieres hacer las paces con Él no tendrás que emprender una
larga caminata; te está esperando con los brazos abiertos. Basta con que caigas de rodillas
delante de un Crucifijo, y honradamente, sinceramente, te arranques de lo más íntimo del
alma este grito de arrepentimiento: "¡Perdóname, Señor! ¡Ten compasión de mí!" Yo te
garantizo, por la sangre de Cristo, que en el fondo de tu corazón oirás, como el buen
ladrón, la dulce voz del divino Crucificado, que te dirá: "Hoy mismo, al caer la tarde, al
final de esta pobre vida, estarás conmigo en el Paraíso".
Pero para ello Cristo te pone una condición sencillísima, facilísima. Que te presentes
a uno de sus legítimos representantes en la tierra, a uno de los sacerdotes que dejó instituido
en su Iglesia para que te extienda, en nombre de Dios, el certificado de tu perdón. Basta que
hables unos pocos minutos con él. Te escuchará en confesión, te animará, te consolará con
inmensa caridad y dulzura. Y en virtud de los poderes augustos que ha recibido del mismo
Cristo a través de la ordenación sacerdotal, levantará después su mano y pronunciará la
fórmula que será ratificada plenamente en el cielo. "Yo te absuelvo, vete en paz, y en
adelante, no vuelvas a pecar". Así sea.
VI LA RECOMPENSA ETERNA
Hemos llegado, señores, al final de esta serie de conferencias cuaresmales. Como os
anuncié ayer, en ésta mi última intervención, os voy a hablar del cielo. Voy a haceros un
resumen de la teología del cielo, siguiendo, paso a paso, al Doctor Angélico, Santo Tomás
de Aquino, que interpreta maravillosamente, con su lucidez y profundidad habituales, los
datos que nos proporciona la divina revelación en torno a la ciudad de los bienaventurados.
En nuestro lenguaje corriente y familiar, la palabra cielo la tomamos en sentidos muy
diferentes. Los principales son tres: el atmosférico, el astronómico y el teológico. Vamos a
echar un vistazo rápido a los dos primeros, para detenernos después en el tercero, que es el
único que alude al cielo de nuestra fe.
El cielo atmosférico, señores, es uno de los espectáculos más bellos que podemos
contemplar en este mundo. Cuando salimos a la calle en una mañana espléndida de
primavera solemos exclamar entusiasmados: "¡Qué día más hermoso, qué cielo tan azul!"
Es cierto –lo sabíamos muy bien, aunque no nos lo hubiera recordado Argensola– que
...ese cielo azul que todos vemos
¡ni es cielo, ni es azul!
Cierto que no, Y, sin embargo, a pesar de que ese cielo azul que todos vemos no es el
cielo de nuestra fe, algo nos dice y algo nos recuerda de él. Porque todo lo bello eleva el
espíritu y le habla de la suprema y eterna belleza, de la cual las bellezas creadas no son sino
huellas, vestigios, simples derivaciones y resonancias, a distancia infinita de la divina
realidad.
¡Qué hermoso un amanecer en lo alto de una montaña! Allá en la provincia de
Salamanca tenemos los dominicos un santuario famoso: el de Nuestra Señora de Peña de
Francia. Situado en lo más alto de una ingente montaña, a mil setecientos metros de altura
sobre el nivel del mar, se domina desde ella un panorama deslumbrador; pero nada iguala al
espectáculo de la salida del sol en una tibia mañana del mes de agosto, sobre todo cuando el
astro rey tornasola con reflejos inimitables aquel inmenso mar de nubes que se extiende en
las estribaciones de la montaña cubriendo totalmente la hondonada del valle.
Otro espectáculo deslumbrador que nos proporciona el cielo atmosférico es una
puesta de sol en la inmensidad del mar. En estos momentos me estoy acordando de las
costas gallegas, de las rías de Pontevedra y de Vigo que tan maravillosamente describe
Rosalía de Castro. Cuando al caer de una tarde veraniega, el sol se hunde poco a poco en el
mar como para tomar un baño de placer, no hay pintor humano que pueda apoderarse con
los colores de su paleta de aquella riquísima gama de colores, que el crepúsculo vespertino
multiplica después con infinito alarde de matización.
Señores: el cielo atmosférico no es el cielo de nuestra fe. Y, sin embargo, nos habla,
en cierto modo, de él, porque nos acerca a Dios, en cuya posesión y goce furtivos consiste
el verdadero cielo.
Quizá más bello todavía, y desde luego mucho más impresionante que el cielo
atmosférico, es el cielo de los astros: el llamado cielo astronómico. El espectáculo de una
noche serena, cuajada de estrellas, es de los más deslumbradores que en este mundo cabe
contemplar. Precisamente la contemplación de una noche estrellada arrancó a nuestro Fray
Luis de León aquellas estrofas sublimes:
Morada de grandeza
templo de claridad y de hermosura,
el alma que a tu alteza
nació, ¿qué desventura
la tiene en esta cárcel baja, oscura?
¿Qué mortal desatino
de la verdad aleja así el sentido,
que de tu bien divino
olvidado, perdido,
sigue la vana sombra, el bien fingido?
¡Ay!, despertad, mortales;
mirad con atención a vuestro daño.
Las almas inmortales,
hechas a bien tamaño,
¿podrán vivir de sombras y de engaño?
Los Santos amaban la contemplación del firmamento tachonado de estrellas. Esos
puntitos luminosos esparcidos por la inmensidad del firmamento como polvo de brillantes,
les hablaban altamente de Dios. San Juan de la Cruz pasaba, con frecuencia, las noches
contemplando extasiado las estrellas desde el ventanillo de su celda. San Ignacio de Loyola,
contemplando una noche serena, desde la azotea de la casa profesa de Roma, les decía a sus
hijos de la Compañía: "¡Oh, cuán vil me parece la tierra cuando contemplo el cielo!" A
Santa Teresita del Niño Jesús le gustaba, ya desde pequeña, contemplar el cielo estrellado,
donde le parecía ver escrito su nombre.
A simple vista se pueden contemplar de ocho a doce mil estrellas, según la potencia
visiva del observador. Pero lo más admirable del cielo astronómico es precisamente lo que
no se puede ver a simple vista: el número incalculable de las estrellas, su tamaño colosal, la
formidable energía que en ellas se acumula, sus movimientos vertiginosos, las distancias
fabulosas que las separan, la pasmosa organización de esa gigantesca maquinaria, que, cual
reloj de maravillosa precisión, no se adelanta ni retrasa un segundo a todo lo largo de los
siglos.
La Creación, señores, es un gigantesco reloj en movimiento. Con relación a otros
astros, la tierra camina a paso de tortuga; y, recorriendo su elíptica alrededor del sol,
camina nada menos que a 30 kilómetros por segundo. ¡Y es paso de tortuga!, porque
algunas estrellas caminan a velocidades de miles de kilómetros por segundo. Y a esas
velocidades fantásticas se entrecruzan en el espacio sin que se produzca jamás un choque ni
la menor colisión.
Señores: un ilustre matemático francés, Moigno, nos dice que si se presentan dos
cuerpos de diferentes tamaños, de diferente densidad, de diferente fuerza de atracción, y los
hacemos evolucionar el uno junto al otro, la ciencia puede organizar ese movimiento de tal
manera que nunca tropiecen. Si son tres, el problema es ya de los más arduos. Si entran
cuatro, la ciencia se declara en quiebra: no lo sabe organizar. Y, sin embargo, señores,
millones y millones de estrellas y de astros, de diferente tamaño, de diferente densidad, de
diferente fuerza de atracción, andan dando vueltas, a velocidades vertiginosas, por la
inmensidad del firmamento, entrecruzando sus elípticas, sin que se produzca jamás un
choque, sin que estalle una catástrofe cósmica, sin que se perturbe en lo más mínimo "ese
silencio imponente de los espacios infinitos" que asombraba a Pascal. Es el brazo
omnipotente de Dios que está jugando con las estrellas como los niños con pompitas de
jabón.
Asusta pensar en las distancias astronómicas que la ciencia moderna, con sus aparatos
perfectísimos, ha logrado medir con admirable precisión. La estrella más cercana a nosotros
es el Alfa de Centauro. No se ve en Europa, pero sí en América: está en el otro hemisferio.
Es nuestra vecina, y, sin embargo, dista de nosotros más de cuatro años luz. Eso quiere
decir que la luz, que camina a la espantosa velocidad de 300.000 kilómetros por segundo,
tarda más de cuatro años en llegar a nosotros. Si tuviéramos que recorrer esa distancia en
un avión a la velocidad de 1.000 kilómetros por hora, tardaríamos en llegar al Alfa del
Centauro, la estrella más cercana a nosotros, cerca de cinco millones de años. Y es nuestra
vecina, señores. Está ahí, detrás de la puerta. Hay estrellas que distan de nosotros varios
millones de años luz, que recorridos con el avión que acabamos de hablar arrojaría una
cantidad fabulosa de millonadas de siglos. ¡Qué grandeza, qué inmensidad la de Dios, que
desde el principio de la Creación viene sosteniendo y gobernando esos mundos inmensos
sin cansancio ni menoscabo de su brazo omnipotente!
Y si del mundo de lo inmensamente grande pasamos al de lo inmensamente pequeño,
nos encontramos con prodigios tan grandes o mayores todavía. Porque nos dice la ciencia
astronómica, señores, que el sol, la estrella central de nuestro sistema planetario, está
lanzando al espacio continuamente nada menos que 250 millones de toneladas de fotones –
átomos de luz– por minuto. Pero que nadie se asuste creyendo que los días del astro rey
están contados en virtud de esa pérdida enorme y continua de energía. Que nadie tema por
la muerte del sol; porque, aunque es una estrella pequeñísima comparada con otras muchas
estrellas del firmamento, es, sin embargo, tan grande, que puede permitirse el lujo de ir
perdiendo cada minuto 250 millones de toneladas, al menos durante 200.000 siglos, según
ha calculado la ciencia astronómica moderna.
¡Qué cosa tan grande es el cielo astronómico, señores! ¿Qué otra cosa puede darnos
una idea tan impresionante de la inmensidad de Dios, que está jugando con todo eso,
vuelvo a repetir, como los niños con pompitas de jabón? Con razón dice el salmo,
aludiendo al cielo astronómico, que "los cielos cantan la gloria de Dios".
Pero ese cielo tan deslumbrador no es nuestro cielo, no es el cielo de la fe. El cielo de
la fe, la patria de las almas inmortales está incomparablemente más arriba todavía. Ya es
hora de que comencemos a exponer la teología del verdadero cielo. Hasta aquí me he
limitado a ambientar un poco la grandeza del cielo cristiano hablándoos del cielo de los
astros; ahora voy a comenzar la explicación de la teología del cielo de las almas, del cielo
sobrenatural que nos aguarda más allá de esta vida.
Para poner orden y claridad en mis palabras, voy a dividir mi exposición en dos
partes. En la primera os hablaré de la gloria accidental del cielo; en la segunda, de la gloria
esencial. Y en la gloria accidental, todavía voy a establecer un subdivisión: primero la
gloria accidental del cuerpo, y luego la gloria accidental del alma.
Vamos a empezar por lo de inferior categoría, por lo más imperfecto: la gloria
accidental del cuerpo. Y os advierto, antes de comenzar la descripción del cielo teológico,
que no voy a deciros absolutamente nada que no se apoye directamente en la divina
revelación. No voy a proyectar ante vosotros una película fantástica, pero soñada. No son
datos de una imaginación enfermiza o calenturienta; no son sueños de un poeta. Son datos
revelados por Dios. Los podéis leer en la Sagrada Escritura: ¡los ha revelado Dios! Lo
único que voy a hacer es daros la interpretación teológica de esos datos revelados, debida al
genio portentoso del Doctor Angélico, Santo Tomás de Aquino. Pero, fundamentalmente,
lo que os voy a decir no lo ha inventado Santo Tomás ni ningún otro teólogo. Son datos
revelados por Dios en las Sagradas Escrituras.
Decimos en teología, señores, y es cosa clara y evidente, que la gloria del cuerpo no
será más que una consecuencia, una redundancia de la gloria del alma. En la persona
humana, lo principal es el alma; el cuerpo es una cosa completamente secundaria. El alma
puede vivir, y vive perfectamente, sin el cuerpo; el cuerpo, en cambio, no puede vivir sin el
alma.
En este mundo estamos completamente desorientados. Concedemos más importancia
a las cosas del cuerpo que a las del alma. Se pone el cuerpo enfermo y le atendemos en el
acto con medicinas y tratamientos y sanatorios y operaciones quirúrgicas, y todo lo que sea
menester para recuperar la salud. Y son legión, señores, los que tienen enferma el alma, y
quizá del todo muerta por el pecado mortal, ¡y ríen y gozan, y se divierten y viven
completamente tranquilos, como si no les ocurriera absolutamente nada! ¡Qué aberración,
señores! Cuando veamos las cosas a la luz del más allá, veremos que las cosas del cuerpo
no tienen importancia ninguna; lo esencial es lo del alma, lo que ha de durar eternamente.
En el cielo funcionan las cosas rectamente. La gloria del cuerpo no será más que una
redundancia, una simple derivación de la gloria del alma. El alma bienaventurada,
incandescente de gloria por la visión beatífica de que goza ya actualmente, en el momento
de ponerse en contacto con su cuerpo al producirse el hecho colosal de la resurrección de la
carne, le comunicará ipso facto su propia bienaventuranza. Ocurrirá algo así como lo que
pasa en un farolillo de cristales multicolores cuando encendemos una luz dentro de él:
aparece todo radiante, lleno de luz y de colorido. El cuerpo, al resucitar, al ponerse en
contacto con el alma glorificada, se pondrá también incandescente de gloria, lleno de luz y
de hermosura, según el grado de gloria que Dios le comunique a través de su propia alma.
Por eso os decía que la gloria del cuerpo será una simple consecuencia de la gloria del
alma. Y sabemos por la Sagrada Escritura, porque lo ha revelado Dios, que el cuerpo
glorioso tendrá cuatro cualidades o dotes maravillosas: claridad, agilidad, sutileza e
impasibilidad.
En primer lugar la claridad. El profeta Daniel, describiendo el triunfo final de los
elegidos, dice que "brillarán con esplendor del cielo" y que "resplandecerán eternamente
como las estrellas" (Dan. 12, 3). Y el mismo Cristo nos dice en el Evangelio que "los justos
brillarán como el sol en el reino del Padre" (Mt. 13, 43).
Los cuerpos gloriosos serán resplandecientes de luz. Si contempláramos ahora mismo
el cuerpo glorioso de Jesús o el de María Santísima –únicos que actualmente hay en el
cielo–, quedaríamos deslumbrados ante tanta belleza.
El cuerpo humano, aún acá en la tierra, es una verdadera obra de arte. Los artistas –
pintores y escultores– de todas las épocas y de todas las razas han reproducido la belleza
del cuerpo humano. Lástima que muchas veces profanen una cosa tan bella como el cuerpo
humano para convertirla en una de las más inmundas e inmorales, en una pornografía baja y
desvergonzada. Pero no cabe duda que, contemplado con ojos limpios y finalidad sana, el
cuerpo humano constituye, aún acá en la tierra, una verdadera obra de arte maravillosa.
Pues, ¿qué será, señores, el cuerpo espiritualizado, el cuerpo glorioso radiante de luz,
mucho más resplandeciente que la del sol?
Dice Santa Teresa que, en una visión sublime, le mostró Nuestro Señor Jesucristo
nada más que una de sus manos glorificadas. Y decía que la luz del sol es "fea y apagada"
comparada con el resplandor de la mano glorificada de Nuestro Señor Jesucristo. Y añade
que ese resplandor, con ser intensísimo, no molesta, no daña a la vista, sino que, al
contrario, la llena de gozo y de deleite.
La contemplación de los cuerpos gloriosos resplandecientes de luz de millones y
millones de bienaventurados, será un espectáculo grandioso, deslumbrador, que llenará, ya
por sí solo, de inefable felicidad a los bienaventurados.
La segunda cualidad del cuerpo glorioso es la agilidad. Consta también,
expresamente, en varios pasajes de la Sagrada Escritura: "Al tiempo de la recompensa
brillarán y discurrirán como centellas en cañaveral" (Sap 3, 7). Ello quiere decir que los
bienaventurados podrán trasladarse corporalmente a distancias remotísimas casi
instantáneamente. Digo casi, porque, como advierte Santo Tomás de Aquino, todo
movimiento, por rapidísimo que se le suponga, requiere indispensablemente tres instantes:
el de abandonar el punto de partida; el de adelantarse hacia el punto de llegada, y el de
llegar efectivamente al término. Y eso puede hacerse, si queréis, en una millonésima de
segundo, pero de ninguna manera en un solo instante, filosóficamente considerado; tiene
que transcurrir algún tiempo, aunque sea absolutamente imperceptible, una millonésima de
segundo si queréis. Pero ese tiempo tan imperceptible equivale, prácticamente, a la
velocidad del pensamiento. Con las alas de la imaginación podemos trasladarnos en este
mundo, instantáneamente, a regiones remotísimas: de la tierra a la luna, a las más remotas
estrellas; pero nuestro cuerpo permanece inmóvil en el lugar donde nos encontramos
mientras la imaginación realiza su vuelo fantástico. En el cielo, el cuerpo acompañará al
pensamiento a cualquier parte donde quiera trasladarse, por remotísimo que esté. En esto
consiste el dote maravilloso de la agilidad.
La tercera cualidad es la impasibilidad. Eso significa que el cuerpo glorificado es
absolutamente invulnerable al dolor y al sufrimiento, en cualquiera de sus manifestaciones.
No le afecta ni puede afectar el frío, el calor, ni ningún otro agente desagradable. Metido en
una hoguera, no se quemaría. Sumergido en el fondo del mar, no se ahogaría. En medio del
fragor de una batalla, los proyectiles no le causarían ningún daño. Las enfermedades no
pueden hacer presa en él. El cuerpo del bienaventurado no está preparado para padecer, es
absolutamente invulnerable al dolor. No es que sea insensible en absoluto. Al contrario, es
sensibilísimo y está maravillosamente preparado para el placer: gozará de deleites
inefables, intensísimos. Pero es del todo insensible al dolor. Esto significa la impasibilidad
del cuerpo glorioso. Consta también expresamente en la Sagrada Escritura: "Ya no tendrán
hambre, ni sed, ni caerá sobre ellos el sol ni ardor alguno; porque el Cordero, que está en
medio del trono, los apacentará y guiará a las fuentes de aguas de vida, y Dios enjugará
toda lágrima de sus ojos" (Apoc. 7, 16-17).
Pero aún hay otra cuarta cualidad: la sutileza. Dice el apóstol San Pablo que "el
cuerpo se siembra animal y resucitará espiritual" (1 Cor 15, 44). No quiere decir que se
transformará en espíritu; seguirá siendo corporal, pero quedará como espiritualizado:
totalmente dominado, regido y gobernado por el alma, que le manejará a su gusto sin que le
ofrezca la menor resistencia.
Muchos teólogos creen que, en virtud de esta sutileza, el cuerpo del bienaventurado
podrá atravesar una montaña sin necesidad de abrir un túnel, podrá entrar en una habitación
sin necesidad de que le abran la puerta. Santo Tomás de Aquino –por el contrario– piensa
que la sutileza no es otra cosa que el dominio total y absoluto del alma sobre el cuerpo, de
tal manera, que lo tendrá totalmente sometido a sus órdenes. Es cierto, dice el Doctor
Angélico, que los bienaventurados podrán atravesar una montaña sin necesidad de abrir un
túnel, o entrar en una habitación sin necesidad de que les abran la puerta; pero eso será, no
en virtud de la sutileza, sino de una nueva cualidad sobreañadida, de tipo milagroso, que
estará totalmente a disposición de ellos.
Como se ve, para el caso es completamente igual. Como quiera que sea, lo cierto es
que podremos atravesar los seres corpóreos con la misma naturalidad y sencillez con que un
rayo del sol atraviesa un cristal sin romperlo ni mancharlo.
La Sagrada Escritura, señores, nada nos dice acerca de los goces de los sentidos; pero
es indudable que los tendrán también intensísimos y sublimes. No hace falta tener una
imaginación muy exaltada para comprender que si el cuerpo entero ha de quedar
beatificado, los sentidos corporales tendrán que tener sus goces correspondientes. Ahora
bien: los ojos no pueden gozar de otro modo que viendo cosas hermosísimas, y los oídos
oyendo armonías sublimes, y el olfato percibiendo perfumes suavísimos, y el gusto y el
tacto con deleites delicadísimos proporcionados a su propio objeto sensitivo. Nada de esto
dice la Sagrada Escritura, pero lo dice el simple sentido común.
De manera, que nuestro cuerpo entero, con todos sus sentidos, estará como sumergido
en un océano inefable de felicidad, de deleites inenarrables. Y esto, señores, constituye la
gloria accidental del cuerpo; lo que no tiene importancia, lo que no vale nada, lo que podría
desaparecer sin que sufriera el menor menoscabo la gloria esencial del cielo.
Mil veces por encima de la gloria del cuerpo, señores, está la gloria del alma. El alma
vale mucho más que el cuerpo. Acá en la tierra, el mundo, el demonio y la carne no nos lo
dejan ver. En el otro mundo lo veremos clarísimamente.
¡La gloria del alma! Vayamos por partes, de menor a mayor.
Empecemos por los goces de la amistad. Cuando dos amigos se quieren de veras,
cuando dos corazones se han fusionado en uno solo, la separación violenta, sobre todo si ha
de ser para largo tiempo, resulta siempre dolorosa. Y si es la muerte quien se encarga de
separar para siempre, acá en la tierra, a esos dos íntimos amigos, ¡qué desgarro experimenta
el pobre corazón humano! Pero queda todavía la dulcísima esperanza: en el cielo se
reanudará para siempre aquella amistad interrumpida bruscamente. Los amigos volverán a
abrazarse para no separarse jamás.
La amistad es una cosa muy íntima, muy entrañable, no cabe duda; pero por encima
de ella están los lazos de la sangre, los vínculos familiares. ¿No lo recordáis? ¿No lo
recordáis cualquiera de los que me estáis escuchando? Cuando se os murió vuestro padre, o
vuestra madre, o vuestros hijos, experimentasteis la amargura más grande de vuestra vida.
Cuando tenemos cadáver en casa, ¡qué frío está el hogar! Y cuando se llevan de casa los
despojos de aquel ser tan querido, nos arrancan un jirón de nuestras almas, un pedazo de
nuestras entrañas. ¡Cómo nos duele, señores, aquella terrible separación!
¡Ah!, pero vendrá la resurrección de la carne, y con ella la reconstrucción definitiva
de la familia. ¡Qué abrazo nos daremos en el cielo! ¡La familia reconstruida para siempre!
Se acabaron las separaciones: ¡para siempre unidos!
Pero quizá a alguno de vosotros se le ocurra preguntar: "Padre, ¿y si al llegar al cielo
nos encontramos con que falta algún miembro de la familia? ¿Cómo será posible que
seamos felices sabiendo que uno de nuestros seres queridos se ha condenado para toda la
eternidad?"
Esta pregunta terrible no puede tener más que una sola contestación: en el cielo
cambiará por completo nuestra mentalidad. Estaremos totalmente identificados con los
planes de Dios. Adoraremos su misericordia, pero también su justicia inexorable. En este
mundo, con nuestra mentalidad actual, es imposible comprender estas cosas; pero en el
cielo cambiará por completo nuestra mentalidad, y, aunque falte un miembro de nuestra
familia, no disminuirá por ello nuestra dicha; seremos inmensamente felices de todas
formas. Pero, no cabe duda, señores, que si no falta un solo miembro de nuestra familia, si
logramos reconstruirla enteramente en el cielo, nuestra alegría llegará a su colmo y será
inenarrable.
¿Queréis lograr esa sublime aspiración? ¿Queréis que no falte un solo miembro de
vuestra familia en el cielo? Os voy a dar la fórmula para alcanzarla: rezad el rosario en
familia todos los días de vuestra vida. La familia que reza el rosario todos los días tiene
garantizada moralmente su salvación eterna, porque es moralmente imposible que la
Santísima Virgen, la Reina de los cielos y tierra, que es también nuestra Reina y Madre
dulcísima, deje de escuchar benignamente a una familia que la invoca todos los días,
diciéndole cincuenta veces con fervor y confianza: "Ruega por nosotros pecadores, ahora y
en la hora de nuestra muerte". Es moralmente imposible, señores, lo afirmo
terminantemente en nombre de la teología católica. La Virgen no puede desamparar a esa
familia. Ella se encargará de hacerles vivir cristianamente y de obtenerles la gracia de
arrepentimiento si alguna vez tiene la desgracia de pecar. Es cierto que el que muere en
pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas veces el rosario durante su vida.
Eso, desde luego. El que muere en pecado mortal se condena, aunque haya rezado muchas
veces el rosario. ¡Ah!, pero lo que es moralmente imposible es que el que reza muchas
veces el rosario acabe muriendo en pecado mortal. La Virgen no lo permitirá. Si rezáis
diariamente, y con fervor, el rosario, si invocáis con filial confianza a la Virgen María, Ella
se encargará de que no muráis en pecado mortal. Dejaréis el pecado; os arrepentiréis,
viviréis cristianamente y moriréis en gracia de Dios. El rosario bien rezado diariamente es
una patente de eternidad, ¡un seguro del cielo! No os lo dice un dominico entusiasmado
porque fue Santo Domingo de Guzmán el fundador del rosario. No es esto. Os lo digo en
nombre de la teología católica, señores. ¡Rezad el rosario en familia todos los días de
vuestra vida y os aseguro terminantemente, en nombre de la Virgen María, que lograréis
reconstruir toda vuestra familia en el cielo! ¡Que alegría tan grande al juntarnos otra vez
para nunca más volvernos a separar!
Por encima de los goces de la familia reconstruida experimentará nuestra alma
alegrías inefables con la amistad y trato con los Santos. En este mundo no podemos
comprender esto, pero ya os he dicho que en la otra vida cambiará por completo nuestra
mentalidad. Allí veremos clarísimamente que no hay más fuente de bondad, de belleza, de
amabilidad, de felicidad que Dios Nuestro Señor, en el que se concentra la plenitud total del
Ser. Y, en consecuencia lógica, aquellos seres, aquellas criaturas que estarán más cerca de
Dios contribuirán a nuestra felicidad más todavía que los miembros de nuestra propia
familia. De manera que el contacto y la compañía de los Santos –que están más cerca de
Dios– nos producirá un gozo mucho más intenso todavía que el contacto y la compañía de
nuestros propios familiares. Que cada uno piense ahora en los Santos de su mayor devoción
e imagine el gozo que experimentará al contemplarles resplandecientes de luz en el cielo y
entablar amistad íntima con ellos.
Pero más todavía que por el contacto y amistad con los Santos, quedará beatificada
nuestra alma con la contemplación de los ángeles de Dios, criatura bellísimas,
resplandecientes de luz y de gloria. Dice Santo Tomás de Aquino, y lo demuestra de una
manera categórica, que los ángeles del cielo son todos específicamente distintos. Lo cual
quiere decir que no hay más que uno solo de cada clase. Imaginaos, por ejemplo, que en el
reino animal no hubiera en todo el mundo más que un solo caballo, un solo león, un solo
toro, un solo elefante, etc., etc.; uno solo de cada clase. Pues esto, exactamente, es lo que
ocurre con los ángeles: cada uno de ellos constituye una especie distinta dentro del mundo
angélico, a cuál más hermosa, a cuál más deslumbradora, pero totalmente diferente de todas
las demás. No hay dos ángeles iguales. La contemplación del mundo angélico, con toda su
infinita variedad, será un espectáculo grandioso, señores. Sabemos por la Sagrada Escritura
que los ángeles, a pesar de su diversidad específica individual, se agrupan en nueve coros o
jerarquías angélicas, que reciben los nombres de ángeles, arcángeles, principados,
potestades, virtudes, dominaciones, tronos, querubines y serafines. Lo dice la sagrada
Escritura, señores, lo ha revelado Dios, no son sueños fantásticos de un poeta. La
contemplación de esas nueve jerarquías angélicas, con el número incontable de ángeles
distintos que forman parte de cada una de ellas, será un espectáculo maravilloso,
sencillamente fantástico, del que ahora no podemos formarnos la menor idea.
Mil veces por encima de los ángeles, la contemplación de la que es Reina y Soberana
de todos ellos nos embriagará de una felicidad inefable.
¡Madrileños! ¿Os acordáis cuando hace unos años vino a Madrid la Virgen de Fátima,
aquella imagencita pequeña de Cova de Iria, la auténtica, la que se venera en el lugar
mismo de las apariciones? Fue tal el delirante entusiasmo que se apoderó de vosotros, que
hubo momento en que detrás de ella –lo estáis recordando todos– iban cuatrocientos mil
madrileños, porque la Virgen de Fátima era un imán que atraía irresistiblemente vuestros
corazones. Y aquello no era más que una imagencita blanca, preciosa, la auténtica Virgen
de Fátima, la de Cova de Iria, pero una imagencita nada más. ¡Qué será cuando la veamos
personalmente a Ella misma "vestida del sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce
estrellas sobre su cabeza" como la vio el vidente del Apocalipsis! Nos vamos a volver locos
de alegría cuando caigamos a sus pies y besemos sus plantas virginales y nos atraiga hacia
Sí para darnos el abrazo de madre y sintamos su Corazón Inmaculado latiendo junto al
nuestro para toda la eternidad.
Pero ¿quién podrá describir, señores, lo que experimentaremos cuando nos
encontremos en presencia de Nuestro Señor Jesucristo, cuando veamos cara a cara al
Redentor del mundo, con los cinco luceros de sus llagas en sus manos, en sus pies y en su
divino Corazón? Cuando caigamos de rodillas a sus pies y cuando Él nos incorpore para
darnos su abrazo de Buen Pastor y nos diga con inefable dulzura: "Pobre ovejita mía,
¡cuántas veces te extraviaste fuera del redil de tu Pastor alucinada por el mundo, el demonio
y la carne! Pero yo morí por ti, yo rogué por ti al Eterno Padre, y ahora te tengo ya en mi
aprisco para toda la eternidad". El gozo que experimentaremos entonces es absolutamente
indescriptible.
El panorama que hemos contemplado hasta aquí, señores, es verdaderamente
magnífico y deslumbrador. Y, sin embargo, todo esto constituye únicamente lo que
llamamos en teología la gloria accidental del cielo: la gloria accidental del cuerpo y la
gloria accidental del alma. Todavía no os he dicho ni una sola palabra de la gloria esencial.
Lo que hemos visto hasta ahora no es más que una antesala; no hemos entrado todavía en el
salón del trono. Porque lo que constituye la gloria esencial del cielo es lo que llamamos en
teología la visión beatífica, o sea, la contemplación facial, cara a cara, de la esencia misma
de Dios.
Imposible, señores, hacer una descripción de la visión beatífica. No tenemos, acá en
la tierra, ningún punto de referencia para establecer una semejanza o analogía. Pero a la luz
de la teología católica voy a hacer un esfuerzo para daros una idea remotísima, palidísima,
de aquella inefable realidad.
Desde niños hemos cantado todos el Himno Eucarístico con aquella preciosa estrofa:
"Dios está aquí...", aludiendo al Sacramento adorable de la Eucaristía. Pero, también desde
niños, sabemos todos por el catecismo que Dios está en todas partes. Dios está en la
Eucaristía y fuera de ella. En la Eucaristía está de una manera especial –sacramentado–,
pero fuera de la Eucaristía está en todo cuanto existe, en todos los seres y lugares de la
creación, por esencia, presencia y potencia.
Dios lo llena todo. Dios es inmenso. Está dentro de nosotros y delante mismo de
nuestros ojos, pero sin que le podamos ver en este mundo, ¿Sabéis por qué no podemos ver
a Dios en este mundo a pesar de que lo tenemos delante de nuestros ojos? Os vais a quedar
estupefactos creyendo que os quiero gastar alguna broma. No le vemos, sencillamente
porque está la luz apagada. Aun a las dos de la tarde, y a pleno sol, está la luz apagada para
ver a Dios. Os voy a explicar este misterio.
Imaginaos el caso de un turista que, en una noche cerrada y oscura, sin luna, con
densas nubes que ocultan hasta el débil resplandor de las estrellas, se acerca a la montaña
más alta del mundo, el monte Everest, que tiene cerca de nueve mil metros de altura. Y para
contemplar aquella inmensa montaña en aquella noche tenebrosa se le ocurriese encender
una cerilla. Diríamos todos que se había vuelto loco, porque una cerilla no tiene suficiente
luz para iluminar aquella inmensa montaña, la mayor del mundo.
Pues algo parecido, señores, nos ocurre en este mundo con relación a la visión directa
e inmediata de Dios. Para iluminar a Dios, la luz del sol es incomparablemente más
pequeña y desproporcionada que la de una cerilla para iluminar el monte Everest; ¡sin
comparación!
Para ver a Dios, señores, hace falta una luz especial, especialísima, que recibe en
teología el nombre de lumen gloriae: la luz de la gloria. Los teólogos que me escuchan
saben muy bien que el lumen gloriae no es otra cosa que un hábito intelectivo sobrenatural
que refuerza la potencia cognoscitiva del entendimiento para que pueda ponerse en contacto
directo con la divinidad, con la esencia misma de Dios, haciendo posible la visión beatífica
de la misma. Si Dios encendiese ahora mismo en nuestro entendimiento ese resplandor de
la gloria, el lumen gloriae, aquí mismo contemplaríamos la esencia divina, gozaríamos en
el acto de la visión beatífica, porque Dios está en todas partes, y si ahora no le vemos es
porque nos falta ese lumen gloriae, sencillamente porque está apagada la luz.
¿Y qué veremos cuando se encienda en nuestro entendimiento el lumen gloriae al
entrar en el cielo? Es imposible describirlo, señores. El apóstol San Pablo, en un éxtasis
inefable, fue arrebatado hasta el cielo y contempló la divina esencia por una comunicación
transitoria del lumen gloriae, como explica el Doctor Angélico. Y cuando volvió en sí, o
sea, cuando se le retiró el lumen gloriae, no supo decir absolutamente nada (II Cor., XII, 4)
porque: "Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el entendimiento humano es capaz de comprender
lo que Dios tiene preparado para los que le aman" (I Cor., II, 9).
San Agustín, y detrás de él toda la teología católica, nos enseña que la gloria esencial
del cielo se constituye por tres actos fundamentales: la visión, el amor y el goce beatífico.
La visión ante todo. Contemplaremos cara a cara a Dios, y en Él, como en una
pantalla cinematográfica, contemplaremos todo lo que existe en el mundo: la creación
universal entera, con la infinita variedad de mundos y de seres posibles que Dios podría
llamar a la existencia sacándoles de la nada. No los veremos todos en absoluto o de una
manera exhaustiva, porque esto equivaldría a abarcar al mismo Dios, y el entendimiento
creado ni en el cielo siquiera puede abarcar a Dios. Pero una variedad casi infinita de seres
posibles, de combinaciones imaginables, las veremos en Dios maravillosamente. Y, desde
luego, veremos todo cuanto existe: la creación universal entera. ¡Qué película
cinematográfica! ¡Qué espectáculo tan deslumbrador contemplaremos en la esencia misma
de Dios!
Y ese espectáculo fantástico durará eternamente, sin que nunca podamos agotarlo, sin
que se produzca en nuestro espíritu el menor cansancio por la continuación incesante de la
visión. En este mundo nos cansamos enseguida de todo, porque el espíritu está pronto, pero
la carne es flaca y desfallece con facilidad. Imaginaos en este mundo una fantástica película
cinematográfica, un grandioso espectáculo que durase ocho días seguidos, sin un momento
de descanso. No lo resistiríamos. En este mundo nos cansamos, porque el cuerpo es pesado,
necesita descanso, y arrastra en su pesadez al alma.
Pero como en el cielo el cuerpo seguirá en todo las vicisitudes del alma –como os
expliqué antes–, no habrá posibilidad alguna de cansancio, y, por lo mismo, no nos
cansaremos jamás de contemplar aquel espectáculo maravilloso de variedad infinita. Dad
rienda suelta a vuestra imaginación, que os quedaréis siempre cortos. ¡Qué película tan
fantástica para toda la eternidad!
El segundo elemento de la gloria esencial del cielo es el amor. Amaremos a Dios con
toda nuestra alma, más que a nosotros mismos. Solamente en el cielo cumpliremos en toda
su extensión el primer mandamiento de la Ley de Dios, que está formulado en la Sagrada
Escritura de la siguiente forma: "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda
tu alma y con todas tus fuerzas". Solamente en el cielo cumpliremos este primer
mandamiento con toda perfección y, en su cumplimiento, encontraremos la felicidad plena
y saciativa de nuestro corazón.
En tercer lugar, señores, en el cielo gozaremos de Dios. Nos hundiremos en el piélago
insondable de la divinidad con deleites inefables, imposibles de describir.
¿Habéis presenciado alguna vez, señores, un campeonato de natación en un club
náutico? El trampolín se adelanta unos cuantos metros sobre el mar. Y el aspirante a
campeón, cuando le dan la señal convenida, se lanza desde el trampolín y se hunde y
desaparece bajo el agua. A veces transcurren varios minutos sin que se le vea aparecer por
ningún lado, y cuando la gente que está contemplando la prueba desde la orilla comienza a
contener con angustia la respiración creyendo que se ha ahogado, que ya no sale a la
superficie, allá lejos aparece, por fin, el nadador y comienza a nadar con brazos vigorosos
hasta alcanzar la orilla.
Pues algo parecido ocurrirá en el cielo. Ya podéis comprender, señores, que esto es
una metáfora, pero una metáfora que encierra una realidad sublime. Nos subirán, por
decirlo así, a un gran trampolín, y desde aquella atalaya contemplaremos el océano
insondable de la divinidad: aquel mar sin fondo ni riberas, que es la esencia misma de Dios,
en el que está condensado todo cuanto hay de placer, y de riquezas, y de alegría, y de
belleza, y de bondad, y de amor, y de felicidad embriagadora. Todo cuanto puede apetecer
y llenar el corazón humano, pero en grado infinito. Y cuando nos digan: "¿Ves este
espectáculo tan maravilloso y deslumbrador? Pues esto no es únicamente para que lo veas,
esto no es para que lo contemples a distancia, sino para que lo goces, para que lo saborees,
para que te hundas en él". Y, efectivamente, nos lanzaremos al agua y nos hundiremos en el
océano insondable de la esencia divina, y entonces nuestra alma experimentará unos
deleites inefables, de los cuales en este pobre mundo no podemos formarnos la menor idea.
Estará como embriagada de inenarrable felicidad, casi incómoda a fuerza de ser intensa. Y
para colmo de todo nos daremos cuenta que aquella felicidad embriagadora no terminará
jamás; durará para siempre, para siempre, para toda la eternidad, mientras Dios sea Dios.
Señores: Estamos a tiempo todavía. A través de Radio Nacional de España me están
escuchando millares, quizá millones de españoles. El mundo entero quisiera que me
escuchara. Porque este tema del cielo que acabo de resumir brevísimamente es de los más
alentadores, de los más estimulantes para decidirse a vivir cristianamente, cueste lo que
cueste. ¡Lo que pierden los pobres pecadores, señores! Si alguno, después de haber oído
esta conferencia, resiste a la gracia y se vuelve todavía del lado del mundo, del demonio y
de la carne, y llega a condenarse para toda la eternidad, estas palabras que estoy
pronunciando en estos momentos resonarán trágicamente en sus oídos en el infierno, y se
dirá a sí mismo, en medio de una espantosa desesperación: "¡Imbécil de mí, que me lo
dijeron a tiempo! ¡Me lo dijeron a tiempo! Pero pudo más aquella mala mujer, pudo más
aquel dinero mal adquirido, pudo más aquel odio y aquel rencor. ¡No quise confesarme!
Morí impenitente. ¡Imbécil de mí, que me lo dijeron a tiempo! Podría estar ahora mismo en
el cielo, embriagado de una felicidad inenarrable. Y ahora estoy condenado para toda la
eternidad".
Señores: Estamos a tiempo todavía. Os hablo en nombre de Cristo. No soy más que
un pobre altavoz, un pobre misionero de Cristo. Volveos a Él, que os espera con su infinito
amor y misericordia. Cristo os espera con los brazos abiertos. Aunque le hayáis escupido,
aunque le hayáis blasfemado, aunque hayáis pisoteado su sangre. Hoy, como en la cima del
Calvario, nos mira a todos con infinita compasión y dice: "Padre, perdónalos, porque no
saben lo que hacen". "Hoy mismo –si quieres– estarás conmigo en el Paraíso". Invocad a
María, vuestra dulce Madre: "Hijo, ahí tienes a tu Madre". Evitad la espantosa
desesperación eterna, que os haría clamar inútilmente: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has desamparado?" "¡Tengo sed!" Tengo sed de salvar vuestras almas. ¡Venid todos a mi
Corazón para que pueda lanzar otra vez mi grito de triunfo: "Todo está cumplido"! Os
prometo mi ayuda durante la vida y la gracia soberana de la perseverancia final para que
podáis exclamar en vuestros últimos momentos: "Padre, en tus manos encomiendo mi
espíritu". Con lo cual, vuestra muerte cristiana será para vosotros el término de esta vida de
lágrimas y de miseria y la entrada triunfadora en la ciudad de los bienaventurados, donde
seréis felices para siempre, para toda la eternidad. Así sea.

Realidad del Cielo, Infierno y Purgatorio 

El Trabajo de Dios