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Reflexiones espirituales
José Belmore Arias

Nuestra Señora de Guadalupe - Virgen de Guadalupe - TepeyacNuestra Señora de Guadalupe - Virgen de Guadalupe - Tepeyac

Nuestra Señora de Guadalupe - Virgen de Guadalupe - Tepeyac

Nuestra Señora de Guadalupe - Virgen de Guadalupe - Tepeyac


La virgen María se apareció en Méjico en el año 1531 a un indio llamado Juan Diego, él era un humilde campesino de 51 años; como resultado de estas apariciones mas de 10 millones de i dios se convirtieron al Catolicismo y se suspendieron los sacrificios de niños a dioses paganos.

Nuestra Señora dejó una imagen que es un reflejo de Ella misma impresa milagrosamente en la tilma o manta de Juan Diego. Esta tilma se ha conservado intacta por gracia de Dios a través de los siglos y la imagen ha sido el motivo de peregrinación por millones de personas que han acudido a recibir consuelo, protección y ayuda de nuestra madre celestial.

Primera aparición
Un Sábado de madrugada cuando Juan Diego iba en camino a la Iglesia pasó por el cerro de Tepeyac, oyó cánticos celestiales muy hermosos, atraído por esto se acerco a un lugar donde resplandecía la luz y escuchó una voz que le decía, “Juanito, Juan Dieguito.” El subió a la cumbre para investigar y allí vio a una señora, que estaba allí de pie y que le dijo que se acercara. Llegado a su presencia, se maravilló mucho de su sobrehumana grandeza: su vestidura era radiante como el sol; el risco en que posaba su planta, flechado por los resplandores, semejaba una ajorca de piedras preciosas; y relumbraba la tierra como el arco iris. Los mezquites, nopales y otras diferentes hierbecillas que allí se suelen dar parecían de esmeralda; su follaje, finas turquesas; y sus ramas y espinas brillaban como el oro.

Se inclinó delante de ella y oyó su palabra, muy suave y cortés, cual de quien atrae y estima mucho.

Ella le dijo: “Juanito, el mas pequeño de mis hijos, dónde vas?”

El respondió: Señora y Niña mía, tengo que llegar a tu casa de México Tlatilolco, a seguir las cosas divinas, que nos dan y enseñan nuestros sacerdotes, delegados de Nuestro Señor”.
Ella le reveló su santa voluntad con estas palabras: “Sabe y ten entendido, tú el más pequeño de mis hijos, que yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive: del Creador cabe quien está todo: Señor del cielo y de la tierra. Deseo vivamente que se me erija aquí un templo, para en él mostrar y dar todo mi amor, compasión, auxilio y defensa, pues yo soy vuestra piadosa madre, a ti, a todos vosotros juntos los moradores de esta tierra y a los demás amadores míos que me invoquen y en mí confíen; oír allí sus lamentos y remediar todas sus miserias, penas y dolores.

Y para realizar lo que mi clemencia pretende, ve al palacio del Obispo de México y le dirás cómo yo te envío a manifestarle lo que deseo, que aquí me edifique un templo: le contarás puntualmente cuanto has visto y admirado, y lo que has oído. Ten por seguro que te lo agradeceré bien y lo pagaré, porque te haré feliz y merecerás mucho que yo recompense el trabajo y fatiga con que vas a procurar lo que te encomiendo. Mira que ya has oído mi mandato hijo mío el mas pequeño, anda y pon todo tu esfuerzo.”

Juan Diego contestó: Señora mía, ya voy a cumplir tu mandato; por ahora me despido de ti, yo tu humilde siervo.”

Luego bajó, para ir a hacer su mandato; y salió a la calzada que lleva en línea recta a México.”

Segunda aparición
Juan Diego fue a conversar con el Obispo Fray Juan de Zumárraga, de la orden franciscana. Después de haber sido ignorado por mucho tiempo, al fin el Obispo le escuchó su relato pero no le dio importancia, le dijo que en otra ocasión le volvía a escuchar.
Juan Diego salió muy triste, porque no se le escuchó su mensaje, y pasó de nuevo por el camino donde había visto la aparición, la Señora del Cielo le estaba esperando, en el mismo lugar donde se apareció la primera vez, Juan Diego le dijo: “Señora, la mas pequeña de mis hijas. Niña mía, fui a donde me enviaste a cumplir tu mandato, hablé con el Obispo y me oyó con atención; pero su respuesta me desanimó. Me dijo: Otra vez vendrás, te oiré más despacio, veré muy desde el principio el deseo y voluntad con que has venido. Comprendí perfectamente en la manera que me respondió que la idea de la construcción de un templo para honrarte le había parecido idea mía; por lo cual te ruego encarecidamente, Señora y Niña mía, que a alguno de los principales, conocido y respetado y estimado, le encargues que lleve tu mensaje, para que le crean; porque yo soy solo un hombrecillo, soy un cordel, soy una escalerilla de tablas, soy cola, soy hoja, soy gente menuda, y tú, Niña mía, la mas pequeña de mis hijas, Señora, me envías a un lugar por donde no ando y donde no paro. Perdóname que te cause pesadumbre y caiga en tu enojo, Señora y Dueña mía.”

Le respondió la Santísima Virgen: “Oye, hijo mío el mas pequeño, ten entendido que son muchos mis servidores y mensajeros a quienes puedo encargar que lleven mi mensaje y hagan mi voluntad; pero es de todo punto preciso que tu mismo solicites y ayudes y que con tu mediación se cumpla mi voluntad. Mucho te ruego, hijo mío el más pequeño, y con rigor te mando, que otra vez vayas mañana a ver al Obispo. Dale parte en mi nombre y hazle saber por entero mi voluntad: que tiene que poner por obra el templo que le pido. Y otra vez dile que yo en persona, la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, te envía.”

Respondió Juan Diego: “Señora y Niña mía, no te cause yo aflicción; de muy buena gana iré a cumplir tu mandato; de ninguna manera dejaré de hacerlo ni tengo por penoso el camino. Iré a hacer tu voluntad, pero acaso no seré oído con agrado; o si fuese oído, quizás no me creerá. Mañana en la tarde cuando se ponga el sol vendré a dar razón de tu mensaje, con lo que responda el prelado. Ya me despido, Hija mía, la mas pequeña, mi Niña y Señora. Descansa entretanto.”

Juan Diego la dejó.

Tercera aparición
El día siguiente, domingo muy de madrugada, salió de su casa para la misa dominical y para hablar de nuevo con el Obispo. Después de mucha espera logró hablar de nuevo con él rogando que siguiera el mandato de la Santísima Virgen María, pero el Obispo no le creyó, le exigió un signo de la Señora Celestial y mandó personas a que lo siguiesen tratando de encontrar algo malo en él.

Juan Diego se encontró de nuevo con la Santísima Virgen, le contó lo sucedido; ella le respondió: “Bien está hijito mío, volverás aquí mañana para que lleves al Obispo la señal que te ha pedido; con esto te creerá y acerca de esto ya no dudará ni de ti sospechará; y sábete, hijito mío, que yo te pagaré tu cuidado y el trabajo y cansancio que por mí has emprendido; bien, vete ahora, que mañana aquí te aguardo.”

Cuarta aparición
Juan Diego estaba supuesto a llevar un signo de la Señora del Cielo el lunes, pero se le enfermó su tío Bernardino, así que cambió de planes y fue a buscar un médico, por que era muy grave su enfermedad.

En la noche, le rogó su tío que de madrugada saliera y viniera a Tlatilolco a llamar a un sacerdote, que fuera a confesarle y disponerle, porque estaba seguro de que se iba a morir y que ya no se levantaría ni sanaría.

El martes, muy de madrugada, se vino Juan Diego de su casa a Tlatilolco a llamar al sacerdote; y cuando venía llegando al camino que sale junto a la ladera del cerrillo del Tepeyac, Guadalupe, hacia el poniente por donde tenía costumbre de pasar, dijo: “Si me voy derecho, no sea que me vaya a ver la Señora, y en todo caso me detenga, para que lleve la señal al prelado, según me previno; que primero nuestra aflicción nos deje y primero llame yo de prisa al sacerdote; el pobre de mi tío lo está ciertamente aguardando.”

Luego dio vuelta al cerro; subió por entre él y pasó al otro lado, hacia el oriente, para llegar pronto a México y que no le detuviera la Señora del Cielo.
Pensó que por donde dio la vuelta no podía verle la que está mirando bien a todas partes. La vio bajar de la cumbre del cerrillo y que estuvo mirando hacia donde antes él la veía. Salió a su encuentro a un lado del cerro y le dijo: “Que hay, hijo mío el mas pequeño? a dónde vas?”

Se apenó él un poco, o tuvo vergüenza, o se asustó. Se inclinó delante de ella y la saludó, diciendo: “Niña mía, la mas pequeña de mis hijas. Señora, ojala estés contenta. Como has amanecido? estás bien de salud, Señora y Niña mía? Voy a causarte aflicción: sabe, Niña mía, que está muy malo un pobre siervo tuyo, mi tío: le ha dado la peste, y está para morir. Ahora voy presuroso a tu casa de México a llamar a uno de los sacerdotes amados de Nuestro Señor, que vaya a confesarle y disponerle; porque desde que nacimos vinimos a aguardar el trabajo de nuestra muerte. Pero sí voy a hacerlo, volveré luego otra vez aquí, para ir a llevar tu mensaje. Señora y Niña mía, perdóname, tenme por ahora paciencia; no te engaño. Hija mía la mas pequeña, mañana vendré a toda prisa.”
Después de oír la plática de Juan Diego, respondió la piadosísima Virgen:

“Oye y ten entendido hijo mío el mas pequeño, que es nada lo que te asusta y aflige; no se turbe tu corazón; no temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. No estoy yo aquí? No soy tu Madre? No estás bajo mi sombra? No soy yo tu salud? No estás por ventura en mi regazo? Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella; está seguro de que sanó.” (Y en ese momento se sanaba su tío, después se supo).

Cuando Juan Diego oyó estas palabras de la Señora del Cielo se consoló mucho; quedó contento. Le rogó que cuanto antes se despachara a ver al señor Obispo, a llevarle alguna señal y prueba, a fin de que creyera.

La Señora del Cielo le ordenó luego que subiera a la cumbre del cerrito, donde antes la veía. Le dijo: “Sube, hijo mío el mas pequeño, a la cumbre del cerrito; allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; en seguida baja y tráelas a mi presencia.”
Al punto subió Juan Diego al cerrillo. Y cuando llegó a la cumbre, se asombró mucho de que hubieran brotado tantas varias exquisitas rosas de Castilla, antes del tiempo en que se dan, porque a la sazón se encrudecía el hielo.

Estaban muy fragantes y llenas del rocío de la noche, que semejaba perlas preciosas. Luego empezó a cortarlas; las juntó todas y las echó en su regazo.
La cumbre del cerrito no era lugar en que se dieran ningunas flores, porque tenía muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites; y si se solían dar hierbecillas, entonces era el mes de diciembre, en que todo lo come y echa a perder el hielo.

Bajó inmediatamente y trajo a la Señora del Cielo las diferentes flores que fue a cortar; la que, así como las vio, las cogió con su mano y otra vez se las echó en el regazo, diciéndole: “Hijo mío el mas pequeño, esta diversidad de flores es la prueba y señal que llevarás al Obispo. Le dirás en mi nombre que vea en ella mi voluntad y que él tiene que cumplirla. Tú eres mi embajador, muy digno de confianza. Rigurosamente te ordeno que sólo delante del Obispo despliegues tu manta y descubras lo que llevas. Contarás bien todo; dirás que te mandé subir a la cumbre del cerrito, que fueras a cortar flores, y todo lo que viste y admiraste, para que puedas inducir al prelado a que dé su ayuda, con objeto de que se haga y erija el templo que he pedido.”

Después que la Señora del Cielo le dio su consejo, se puso en camino por la calzada que viene derecho a México; ya contento y seguro de salir bien, trayendo con mucho cuidado lo que portaba en su regazo, no fuera que algo se le soltara de las manos, gozándose en la fragancia de las variadas hermosas flores.

El milagro de la imagen
Al llegar Juan Diego al palacio del Obispo salieron a su encuentro el mayordomo y otros criados del prelado.

Les rogó que le dijeran que deseaba verle; pero ninguno de ellos quiso, haciendo como que no le oían, sea porque era muy temprano, sea porque ya le conocían, que solo los molestaba, porque les era inoportuno; además ya les habían informado sus compañeros que le perdieron de vista, cuando habían ido en su seguimiento.

Largo rato estuvo esperando. Ya que vieron que hacía mucho que estaba allí, de pie, cabizbajo, sin hacer nada, por si acaso era llamado; y que al parecer traía algo que portaba en su regazo, se acercaron a él, para ver lo que traía y satisfacerse.

Viendo Juan Diego que no les podía ocultar lo que traía, y que por eso le habían de molestar, empujar y aporrear, descubrió un poco que eran flores; y al ver que todas eran diferentes, y que no era entonces el tiempo en que se daban, se asombraron muchísimo de ello, lo mismo de que estuvieran muy frescas, y tan abiertas, tan fragantes y tan preciosas. Quisieron coger y sacarle algunas; pero no tuvieron suerte las tres veces que se atrevieron a tomarlas; porque cuando iban a cogerlas ya no se veían verdaderas flores, sino que les parecían pintadas o labradas o cosidas en la manta.

Fueron luego a decirle al señor Obispo lo que habían visto y que pretendía verle el indiecito que tantas veces había venido; el cual hacía mucho que por eso aguardaba, queriendo verle.

Cayó, al oírlo, el señor Obispo en la cuenta de que aquello era la prueba, para que se certificara y cumpliera lo que solicitaba el indiecito. En seguida mandó que entrara a verle.

Luego que entró, se humilló delante de él, así como antes lo hiciera, y contó de nuevo todo lo que había visto y admirado, y también su mensaje.
Juan Diego le dijo: “Señor, hice lo que me ordenaste, que fuera a decir a mi Ama, la Señora del Cielo, Santa María preciosa Madre de Dios, que pedías una señal para poder creerme que le has de hacer el templo donde ella te pide que lo erijas; y además le dije que yo te había dado mi palabra de traerte alguna señal y prueba, que me encargaste, de su voluntad. Condescendió a tu recado y acogió benignamente lo que pides, alguna señal y prueba para que se cumpla su voluntad.

Hoy muy temprano me mandó que otra vez viniera a verte; le pedí la señal para que me creyeras, según me había dicho que me la daría; y al punto lo cumplió; me despachó a la cumbre del cerrillo, donde antes ya la viera, a que fuese a cortar varias flores. Después que fui a cortarlas las traje abajo; las cogió con su mano y de nuevo las echó en mi regazo, para que te las trajera y a ti en persona te las diera.

Aunque yo sabía bien que la cumbre del cerrillo no es lugar para que se den flores, porque solo hay muchos riscos, abrojos, espinas, nopales y mezquites, no por eso dudé. Cuando fui llegando a la cumbre del cerrillo vi que estaba en el paraíso, donde había juntas todas las varias y exquisitas rosas de castilla, brillantes de rocío, que luego fui a cortar.

Ella me dijo por qué te las había de entregar; y así lo hago, para que en ellas veas la señal que me pides y cumplas su voluntad; y también para que aparezca la verdad de mi palabra y de mi mensaje.

Aquí están: recíbelas.”

Desenvolvió luego su manta, pues tenía en su regazo las flores; y así que se esparcieron por el suelo todas las diferentes flores, se dibujó en ella de repente la preciosa imagen de la siempre Virgen Santa María, Madre de Dios, de la manera que está y se guarda hoy en su templo del Tepeyac, que se nombra Guadalupe.

Luego que la vio el señor Obispo, él y todos los que allí estaban, se arrodillaron; mucho la admiraron; se levantaron a verla, se entristecieron y acongojaron, mostrando que la contemplaron con el corazón y el pensamiento.

El señor Obispo con lágrimas de tristeza oró y le pidió perdón de no haber puesto en obra su voluntad y su mandato. Cuando se puso de pie desató del cuello de Juan Diego, del que estaba atada, la manta en que se dibujó y apareció la Señora del Cielo.

Luego la llevó y fue a ponerla en su oratorio. Un día más permaneció Juan Diego en la casa del Obispo, que aún le detuvo.
Al día siguiente le dijo: “Bien, a mostrar dónde es voluntad de la Señora del Cielo que le erijan su templo.” Inmediatamente se invitó a todos para hacerlo.

Aparición a Juan Bernardino
Tan pronto señaló Juan Diego dónde había mandado la Señora del Cielo que se levantara su templo, pidió licencia de irse. Quería ahora ir a su casa a ver a su tío Juan Bernardino; al cual había dejado muy grave y en necesidad de un sacerdote, para que lo confesara y dispusiera para la muerte, aunque la Señora del Cielo le había dicho que ya había sanado.

Pero no le dejaron ir solo, sino que le acompañaron a su casa. Al llegar vieron a su tío que estaba muy contento y que nada le dolía.

Se asombró mucho de que llegara acompañado y muy honrado su sobrino; a quien preguntó la causa de que así lo hicieran y que le honraran mucho. Le respondió su sobrino que, cuando partió a llamar al sacerdote que le confesara y dispusiera, se le apareció en el Tepeyac, Guadalupe, la Señora del Cielo; la que, diciéndole que no se afligiera que ya su tío estaba bueno, con mucho se consoló, le despachó a México, a ver al señor Obispo, para que le edificara una casa en el Tepeyac, Guadalupe. Manifestó su tío ser cierto, que entonces le sanó y que la vio del mismo modo en que se aparecía a su sobrino; sabiendo por Ella que le había enviado a México a ver al Obispo.

También entonces le dijo la Señora de cuando él fuera a ver al Obispo, le revelara lo que vio y de que manera milagrosa le había sanado; y que bien le nombraría, así como bien había de nombrarse su bendita imagen, la siempre Virgen Santa María de Guadalupe.

Trajeron luego a Juan Bernardino a presencia del señor obispo; a que viniera a informarle y atestiguar delante de él.

A ambos, a él y a su sobrino, los hospedó el Obispo en su casa algunos días, hasta que se erigió el templo de la Reina en el Tepeyac, Guadalupe, donde la vio Juan Diego.

El señor Obispo trasladó a la Iglesia Mayor la santa imagen de la amada Señora del Cielo: la sacó del oratorio de su palacio donde estaba, para que toda la gente viera y admirara su bendita imagen.

La ciudad entera se conmovió: venía a ver y admirar su devota imagen y a hacerle oración. Mucho maravillaba que se hubiese aparecido por milagro divino; porque ninguna persona de este mundo pintó su preciosa imagen.

Virgen de Guadalupe - Nuestra Señora de Guadalupe - María de Tepeyac - Juan Diego



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